Villancico de los Magos


Los Magos de Oriente

han visto una estrella.

Larga caravana

sale de Caldea.

Hacia el Niño Dios

el astro la lleva.

 

En lecho de paja

el Niño Jesús,

durmiendo tranquilo

sueña con la Cruz.

 

Cargados camellos.

Caminos de arena.

Altos dromedarios.

Luz de luna llena.

Los Magos de Oriente

siguen a la estrella.

 

En cuna de estiércol

duerme el Redentor.

Los pastores cantan:

¡Do, re, mi, fa, sol!

 

Los Magos de Oriente

llegan a Belén.

La estrella se para,

los magos también.

Entran en la casa

y adoran al Rey.

 

¡Cabecita de oro!

¡Piel de luz de luna!

El Niño Jesús

despierta en su cuna.

 

Como a Dios incienso.

Oro como a Rey.

Como a hombre mirra ...

¡Ya no hay otra ley

que la que nos trajo

el Niño de Belén!

 

Allá en las majadas ...

¡Gloria, gloria a Dios!

Cantan los pastores:

¡Sol, fa, mi, re, do!

 

Ya se van los Magos

hacia la Caldea.

Por no ver a Herodes

siguen otra senda.

¡No averigüe el monstruo

donde está la Estrella!

 

Besos de María ...

Dulzura de miel ...

El Niño se olvida

de Jerusalén.

 

Se fueron los Magos ...

¡Adiós, Palestina!

¡Adiós, Jesús Niño,

Luna, Sol y Vida!

Camino del Cielo

Tu estrella los guía.

 

El Niño sonríe.

Suspira María.

San José acaricia

la vara florida.

Canción blanca


Viento loco.

Juegan las niñas

al corro.

 
Viento seco.

Cantan las niñas

A la flor del romero.

 
Calle estrecha.

Juegan las niñas

A la rueda, rueda ...

 
Calle ancha.

Cantan las niñas

Al pasar la barca ...

 
Brazos al aire.

Juegan las niñas

A trancar la calle.

 
Faldas al viento.

Cantan las niñas

Que pase mi abuelo.

 
Mañana blanca.

Juegan las niñas

A las casas ...

 
Mañana añil.

Cantan las niñas

La Tarara, sí.

 
Luz y sombra.

Saltan las niñas

A la comba.

 
Luz de plata.

Cantan las niñas

Quisiera ser tan alta ...

 
A la rueda, rueda ...

Juegan las niñas

en la acera.

 
Sueño amable.

Cantan las niñas

Yo quiero un paje.

 
Matarile-ri-le-ri-le.

Cesan los juegos infantiles.

Matarile-ri-le-rón.

Las niñas matan su canción.

 
Dos y dos son cuatro.

Juegan las niñas

al trabajo.

 
Viento y veleta.

Las niñas se fueron

 a la escuela.

¡Adiós, corazón!


A gritos mi corazón

- los labios sucios de sangre-

va cantando por la vida

una canción de vinagre.

¡Qué bien que todos los mundos

se vuelven para escucharle!


¡Huid, estrellas imbéciles!

- lirios podridos del cielo-.

Estrellas las de mis ojos.

Lirios los que hay en mi pecho.

¡Qué bien que todos los mundos

se vuelven para cogerlos!


Te desprecio, corazón,

- sucio de tierra y de sangre-.

¡Corazón, que me avergüenza

que seas de triste carne!

¡Qué bien que todos los mundos

se vuelven para mirarte!

 
Se oye una voz inmemorial

que pregona

que tu canción es de cristal.

Se oye lejana una canción

que asegura

que tu cristal ya se rompió.

¡Adiós, corazón! ¡ Adiós, corazón!

Canción del alma errante


Mirad al alma peregrina

que sin mochila

y sin bordón

va caminando por la vida.

Mirad el alma peregrina

buscando el propio corazón.

 
Transida va de frío y hambre.

De frío y hambre y de dolor.

Por los caminos de la vida

perdió su pobre corazón.

Mirad el alma peregrina ...


Ni pan ni paz.

Va sin mochila.

Manos vacías.

Sin bordón.

¡Pobre del alma vagabunda

por los caminos del dolor!

 
Manos vacías.

Dedos crispados.

Ojos sin luz.

Mirad el alma peregrina

curvar la espalda

bajo su cruz.

 
Peregrinando va.

Los senderos

mueren, matando su ilusión.

Ilusión loca,

¡Trágica angustia

de haber perdido el corazón!

 
Tras los cristales del futuro

- mágico hallazgo –

espera Dios.

Canto al atardecer


La tarde lloraba su muerte.

La tarde moría

despacio.

El río besaba

la sombra del árbol.

El agua del río

reía

esperando la muerte

del día.

 
La sombra iniciaba

canciones de cuna.

La tierra bebía los besos

de plata de luna.

El cielo soñaba

fantasmas escuetos

en una

loca fantasía.

El agua del río

reía

esperando la muerte

del día.

 
El alma forjaba, sentada,

futuros sin prisa.

Enfriaba

el cadáver del día.

Angeles sombríos

besaban la tierra

con su boca fría.

El agua del río

reía ...

Plegaria


¡Cuántas veces, Señor, cuantas veces

con los ojos preñados de lágrimas

con ardiente, ferviente deseo,

en deseo a tu Trono volaba.

 
Cuantas veces, mi Dios, los pesares

con agudas, punzantes espinas,

laceraron mi espíritu, crueles,

desgarrando inhumanos mi vida.

 
Pero siempre, Señor, pero siempre

al través de la noche del alma

yo busqué los caminos que Tú

como faro en la Cruz señalabas.

 
Porque ahora, mi Dios, más que nunca,

temerosas las sombras avanzan,

con ingente clamor dilatado

te suplico, Señor, que me valgas.

 

 
Por tu muerte, Jesús, por tu Madre,

por tu Cruz y tus Siete Palabras

yo te pido con ansia infinita

yo te ruego ¡que salves mi alma!

 
No me dejes en la lucha solo.

¡No me dejes que es frágil la barca!

Y los golpes de mar impetuosos

y los vientos las velas desgarran.

 
Mi oración con ardor y con fe

hacia Ti, mi Señor, se levanta,

que me enseñes el recto camino

que conduce a la Eterna Morada.

 
Por las veces, Señor, por las veces

que recé por las noches y auroras

¡Padre Nuestro!, Rosarios y Salves.

¡No me dejes morir entre sombras!

El Último homenaje


 Estoy ante tu tumba de rodillas

con el alma transida por la pena

para rendirte mi último homenaje

     ¡buena novia morena!

 
Estoy ante tu fosa humildemente

recordando de nuestro amor la historia,

esa historia que escribieron tus caricias

     y tus besos de novia.

 
La muerte te robó para envolverte

con ese manto frío y negro, de tierra,

celosa del amor que le tenías

     a tu pobre poeta.

 
Pero más que la muerte puedo yo,

puede la angustia de sentir tu ausencia,

esa amargura que abrasa mi boca

      de tu boca sedienta.

 
Y así la muerte no pudo impedirme

que viniera a decirte que te quiero,

que viniera a rendirte mi homenaje

     de flores y de versos.

 
No tienes que llorar porque me vaya

ni que te olvide porque te hayas muerto.

Además de los versos y las flores

     traigo mi último aliento.

 
Vine a morir aquí, sobre tu tumba,

porque sabía que era tu deseo

que te ofreciera juntos, donde estás,

      con mi vida, mis versos.

Misterios


Cuando yo nada te pedía

tú me besabas con los ojos .

Ahora te suplico una mirada

y dices que estoy loco.

 
Me sonreías toda tú

cuando yo nada te pedía.

Y ahora que me ves enamorado

me niegas tu sonrisa.

 
¿Qué fue del beso de tus ojos?

¿Qué fue de tu sonrisa?

Estoy seguro de que tu me amabas

cuando yo nada te pedía.

 
Ahora me desprecias

¿Y por qué?

¡Misterios del amor

y de la vida!

¿Miedo? no


        Es algo que no acabo de comprender. Me disculpo. Posiblemente será así porque mi cabeza –cerebro, intelecto, entendimiento- es demasiado pequeña para captar ideas grandes, geniales. Hace tiempo vengo siguiendo, leyendo, estudiando casi, el proceso sensacionalmente especulativo –periodístico, revistéril- a que han dado, vienen dando, lugar las bombas A, H, C y N; esta última puede ser “farol” de los rusos; o realidad. Me refiero, claro a las bombas Atómica, de Hidrógeno, de Cobalto y de Nitrógeno. Entreveo que alguien está asustado o que –esto no es probable- trata de asustar a los demás: al resto de los pobrecitos mortales que, quieras que no, con bombas o sin ellas, hemos de morir irremisiblemente: como los metemiedo. Esta verdad, por de pronto, es indefectible, infallable. En cambio el que haya otro guerra o no; que la bomba N –de ser lanzada- elimine totalmente a la humanidad… bueno. Eso es contingente. Puede ser…o no. Y ni el mismo Einstein se atreverá a decir lo contrario por que –dicho españolamente- “por que no”. Einstein, gran físico, ingente matemático, es un hombre vulgar –entendedme- no un profeta. Y los que presentan tan tétrico el porvenir, sin ser lo primero tampoco son lo segundo. Razón más que convincente para dar un despreciativo manotazo al miedo que tratan de infiltrar en nuestras almas. Pero las hay más poderosas.

      Habrá guerra. Se lanzarán bombas, gases y… ¡oh, la guerra bacteriológica! Será el fin, decimos. Es que pensamos en hombre; no en cristiano; no en católico. “Yo soy el Alpha y la Omega, el principio y el fin…” dice el Apocalipsis, (capítulo 1-8). Entonces ¿Qué? Nada. Que el fin vendrá, como fue el Principio, en el segundo exacto que Dios tiene señalado para borrar al hombre del encerado de la vida. Mientras, persistirán hombres, plantas y animales, sobre el planeta Tierra, pese a los sabios y a los ignorantes; exploten bombas o dejen de explotar.

      Vivimos tiempos angustiosos. Cierto: sin embargo, también está escrito: “Pero la salvación de los justos es Jehová y su fortaleza en el tiempo de angustia”, (David, salmo 37-39). Por otra parte, humanamente pensando -¡qué bien para los partidarios de la eutanasia!- no concibo que sea nada terrible eso de ser desintegrado así, de repente, instantáneamente, lo terrible empezará después, cuando uno llegue al reino donde el tiempo no existe; el tiempo eso que llaman cuarta dimensión. Más digo. Cualquiera que haya sufrido un desmayo provocado por un formidable golpe en la cabeza, sabe que se puede morir tranquilamente, sin dolor, sin enterarse, además. ¿Desintegración?; venga en gracia de Dios y así me las den todas por lo que a mí respecta.

      No es necesario abundar, creo yo, en más razonamientos que vendrían a ser todos del mismo tipo o estilo. Demos un despreciativo manotazo al miedo; ese perturbador mosquito ultramoderno. No hay razón para asustarse. Principio y Fin. Nacer y Morir. Eso será cuando Dios quiera. Y no es pensar en fatalista pensar de esta manera. ¿Miedo? ¡No, hombre, no!

Más luz


         He leído que Goethe, agonizante, -él que tantas había recibido- susurró, murmuró como un verso o como un rezo, súplica o lamento, canción o sollozo, -¿qué sé yo? ¿Quién puede saber lo que se ve y se piensa al nacer a la muerte?- : ¡Más Luz! He aquí la suprema, la más sublime y dolorosa de las oraciones. Pedir luz; siempre luz. Y si ya se tiene, más; siempre más; todavía más. Hasta que la más recóndita circunvolución del cerebro de todos y cada uno de los hombres se sienta vivificada por la ambrosía de lo luminoso y las almas todas naden en claridad. Luz intelectual; luz moral; luz espiritual; es decir, cultura, es decir, ciencia.

Quizá porque yo, nacido en una villa, soy un hombre sencillo –como todo villano-. Villano: nativo de una villa. Eso viene del latín “Villa”, me agrada sobremanera ver, observar, pensar, discurrir y, luego, escribir acerca de los hombres, las cosas y los hechos también sencillos, pequeños, humildes, que se dan con extraña y abundante cotidianeidad en la vida. Y es que hay algo de inmensamente grandioso en la timidez de tantos seres obscuros como viven sobre la haz de la tierra avergonzándose, casi, de ello; no tanto, en definitiva, por “ser”, si no por verse obligados –imperativo vital- a manifestar que “son”. Y sin embargo hay que ver con qué admirable energía, tímidos y todo, arrastran por la existencia adelante –tremenda obligación de todo bicho viviente- el infinitivo presente de ese verbo maravillosamente terrible: vivir. A ellos –a los seres sencillos- el esfuerzo les resulta doblemente costoso, y doloroso, porque caminan entre la sombra y la luz, es decir, en la penumbra; e incluso, muchos, únicamente a través de la sombra absoluta. Caminan vacilantes, a tientas –como topos- de tropezón en tropezón. Pierden el sendero y vuelven, retroceden, retornan de nuevo, pacientes, a reencontrarlo; a empezar otra vez. Y así un día y otro día. Así su vida entera. Y mueren, todo lo más, en la misma penumbra en que nacieron o que, los que partieron de la sombra, lograron alcanzar. Un paso más y habrían ganado la zona iluminada. Pero hay un alto peldaño que no se puede remontar sin ayuda: es necesario alargar el brazo y tender la mano a los suplicantes que intentan subir. Y los hombres, cual hacen las mariposas nocturnas, avanzan hacia la luz –para quedársela o quemarse en ella- sin volver la vista atrás, proyectando sombra sobre sombra.

            Presiento cabezas en la obscuridad. Rostros pálidos y anhelantes de hombres: de muchos: de miles; de millones de hombres que piden luz. “Oíd vosotros –dicen- apartaos un poco y dejad llegar la luz al reino negro. Sois los culpables. Algunos tenéis varias. Proyectarlas hacia abajo. No iluminéis a lo alto que hacia arriba está el sol. Que los rayos brillantes nos hieran, lastimándonos los ojos, pero alegrándonos el alma. Queremos ver algo. Queremos ver también. ¡Luz! –gritan hombres en la sombra- ¡Más luz! He ahí la frase que musitó Goethe. -¿Para si solo o para todos?- y baila una danza trágica, torturante, en millones de cerebros. Es fácil remediarlo. Poned libros en todas las manos. “A ver, vosotros, los iluminados: ayudad”. Esto es lo que piden las mentes cercadas de sombra.

Villalba; Villa-Blanca


     En mi precedente artículo fundamenté el origen etimológico del nombre de Villalba, nombre que equivale a Villa-Blanca, según el significado de las palabras simples, derivadas del latín que formaron la compuesta. Lo que no dejé definido, por falta de espacio, fue la razón, el motivo que dio lugar a tal denominación. Ni tampoco podría hacerlo, de ninguna manera, a no ser porque la casualidad –suerte o buena estrella –tuvo a bien depararme, en el curso de mis indagaciones, el hallazgo de un viejo periódico Villalbés (1) en el cual se publicó un trabajo del ya entonces fallecido y tantas veces por mi citado Manuel Mato Vizoso, titulado “De la Tierra de Montenegro y coto de Villarente”, en el cual puede leerse:

      “Parece que, después del incendio del antiguo poblado de este nombre, a la vez que con el mismo se continuaba designando la parroquia, o por lo menos seguía unido al artículo de su iglesia, se percibe en el primer tercio del sigo XII, el origen de la villa actual de Villalba, que se levantaba sobre los escombros del pueblo antiguo con la nominación de Villa de Villarente, cabeza de un coto así llamado, que ya en el año de 1117 cede la reina doña Urraca al obispo mindoniense y aparece en 1128 constituido con 22 parroquias”.

      Y en otra parte del mismo trabajo:

“…así como al principio de dichos documentos se dice “la villa de Villalba de Montenegro y  su alfoz…en el mi Regno de Galicia”: términos que, identifican esta villa por la mención de dichas parroquias de su comarca y demás, demuestran el largo periodo que subsistió el nombre de Montenegro, desapareciendo el de Villarente que no aparece mencionado después del año 1202, y que tal vez fue denominación oficiosa impuesta por algún señor del mismo coto, no aceptada por el vulgo, el cual merced al aspecto, que por su blancura, debió ofrecer la nueva villa, la designaría con el adjetivo de alba (blanca), que al fin quedó como nombre propio, mientras el antiguo de Montenegro pasando a segundo lugar, terminó por ser completamente olvidado”.

      Es completamente verosímil la opinión del autor de las líneas transcritas: máxime si consideramos que él, “profundo investigador –y no solo de cuestiones referentes a la historia de Villalba- no pudo encontrar pruebas concretas que transformasen la conjetura en juicio categórico e inapelable Indudablemente hubo de ser como dice, ya que del contraste entre el aspecto de las primitivas y rudas edificaciones del antiguo poblado con la alegre y limpia presentación de las nuevas construcciones, no pudo menos de nacer en las mentes de los habitantes de la villa, reconstruida desde sus cimientos, una idea de luminosidad y blancura que les hizo preferir el nombre de Villa-Blanca a cualquier otro. Y así, acabaron por imponer éste último, contra toda oposición, aun desterrando, para lograrlo, las más tradicionales e históricas denominaciones. Y esto es todo.

 

(1)   El Eco de Villalba. (30 de junio de 1910)

Villalba una puebla que es en Galicia


Allá por octubre del año 1953 –el día 11, para ser más preciso-, Antonio Cillero dedicaba a mi pueblo un artículo, hecho público en este mismo periódico, que tituló así: “Villalba bajo su Pravia” Entre otras cosas decía su autor lo siguiente: “No sé si Villalba viene de “villa-alba”porque se me ha ocurrido ahora –nada extraordinario- pero no lo había oído nunca”, yo tampoco, sin embargo ayudado por mis exiguos aunque  para el caso suficientes conocimientos del Latín, lo había deducido. Al presente quiero dejar sentado, probándolo, el origen etimológico del nombre de mi villa: de “mi bella durmiente del altozano” escribí, un día a un amigo. Villalba – el nombre-  es una palabra compuesta de las latinas “villa, ae” –sustantivo- y “albus, a, um” –adjetivo-. Sus respectivas significaciones; caserío y blanco, cándido. En este sentido las emplea un clásico latino, autoridad de gran talla: Cicerón. Villalba significa, pues, Villa-blanca, No hay lugar a dudas y así lo afirmo rotundamente, advirtiendo, al totalmente profano en estas materias, que ha de tenerse en cuenta, necesariamente, el proceso de formación de la lengua castellana nacida de la corrupción del latín vulgar –aquí cabe decir por corrupción de lo ya corrupto: paradójico, pero real-. Se prueba esto incontrovertiblemente con las 5400 voces, poco más o menos, de origen netamente latino que podemos encontrar en castellano; infinidad de ellas apenas modificadas. De aquí se deduce que el latín es el elemento básico de nuestra lengua, puesto que de otros idiomas que hayan incrustado vocablos en el nuestro es el vascuence el que más palabras aportó y solo llegan a 1.500; según tengo entendido. A nadie puede extrañar, en consecuencia, la rotundidad de mi afirmación; ni al más lego en cuestiones lingüísticas.

            Me asalta ahora la duda –y bien puede acontecer- de que alguno ponga en tela de juicio cuanto asevero por ser yo, literato aficionado, escasa autoridad en la materia que me ocupa. Recurriré, por lo tanto, a otra, indiscutible en cuanto concierne al pasado histórico villalbés: la de Manuel Mato Vizoso. Y ello con gusto y sin sonrojo, pues tal es mi costumbre. El citado autor dejó escrito (1) lo que sigue: “La noticia más antigua que tenemos de Villalba (debida a la amabilidad del señor Andrés Martínez Salazar, de la Coruña), es la mención de un notario de “Uila Alua” llamado Pedro Novo, que consta en documento original, del año de 1.280, de la colección de documentos gallegos de dicho eminente escritor.


            En el capítulo X de la crónica del Rey Fernando IV se hace referencia a un riguroso sitio que sufrió el Infante don Felipe, tío del Rey, en Villalba, “una puebla que es en Galicia” muy a los fines de siglo XII o principios del XIV”. Lo que sigue no es de este lugar.


            Queda, pues, demostrado que ya en 1280 se denomina a nuestra villa con el nombre actual (2), teniendo en cuenta que la “u” de “Uila” y de “Alua” ha de leerse “v”, por tener ese valor. Así podemos comprobarlo en escritos de estas fechas y aún muy posteriores; por ejemplo en “La Celestina”, cuya primera edición conocida se imprimió en 1499, y, si no puede observarse en el “Cantar de Mío Cid” ello es debido, sin duda, a que Pero Abad al copiar en 1307, el original escrito en 1140 haría ciertas correcciones que creyó necesarias sin considerar que privaba a la posteridad de algo fundamental para un estudio completo, e interesantísimo, de los orígenes del castellano. No conociéndose en la actualidad la verdadera pronunciación del latín es de suponer que el vulgo –los españoles o los mismos latinos- pronunciasen y escribiesen la “v” como “u” y así pasó a nuestra lengua, en la cual perduró durante siglos mientras se verificaba el proceso de evolutiva formación que condujo al castellano actual. Escritura curiosísima, de muy parecido tipo, aun puede verse en libros editados en los años 1723 y 1733, de cuyas fechas yo poseo dos.

            Aunque harina del mismo costal, en atención a que el espacio, por defecto, se impone, es necesario que escriba otro artículo para agotar el tema que hoy he traído a estas columnas. Y se titulará…



(1)   Jurisdicciones y cotos antiguos del partido de Villalba. Trabajo publicado en “La aldea Moderna”. (Lugo, 22 de Abril de 1904).

(2)    Véase mi trabajo “Santa María de Montenegro”, publicado en este periódico el 30 de agosto de 1953, donde se trata del antiguo nombre de Villalba.

Los que escribimos


         Pensar, interpretar lo pensado y traducirlo en palabras es la gran tragedia de los que escribimos. El hombre corriente difícilmente puede imaginarse todo el angustioso dolor que se siente Al concebir ideas nuevas, o al tratar de concebirlas solamente, y cuanto sufrimiento cuesta, luego, el darlas a luz de forma comprensible. Un puño cerrado; un poderoso puño de titán que trata de abrirse a toda costa para salir, aún a trueque de romperla, de esa pequeña jaula para seres intangibles que es el cerebro humano; nuestro cerebro; el torturado cerebro de los que escribimos. El efecto es parecido. Y duele. Por eso nunca he podido comprender al hombre común –a los hombres diferentes en algo podemos llamarlos “hombres propios”- cuando, si se trata de definir a alguno de nosotros en particular, dice simplemente, sin concedernos la menor importancia, en tono despectivo: “Ese es uno a quien le da por escribir”. Y hay que pararse a meditar profundamente en ese “a quien le da”, por todo lo que significa de menosprecio; aunque esas mismas palabras, implícitamente, vengan a convenir en que somos diferentes de alguna manera, ya se estime que estamos por encima o por debajo de los otros, de los que no conciben que pueda haber cerebros de hombres que se dediquen a pensar por el mero placer doloroso de hacerlo.

 

            Cierto es que los que escribimos somos raros –en ese sentido y en el que equivale a decir pocos- en comparación con la gran masa literariamente acéfala; pero el hecho de ser minoría no implica qué, por ello, seamos merecedores del desprecio, o indiferencia, de los innumerables -¿se me perdonará que los exprese así?- “cabezas prácticas”, ya que la misma realidad de nuestra existencia –ser esto o lo otro es posible únicamente por contraste- hace posible la suya. Y es que nosotros somos lo contrario, es decir, idealistas, soñadores; en una palabra: distintos. Vivimos sueños y soñamos vidas inimaginables para los hombres corrientes y molientes. ¿Queréis saber, de verdad, como somos? Leed “El pájaro azul”, de Rubén Darío.Garcín –el principal personaje del cuento- nos retrata de cuerpo entero, y alma, a los que escribimos. Pero, si cabe, aún mejor lo hace Edgar A. Poe, aquél escritor de concepciones fantásticas, en su poema “Solo”. Leed; leed:

   Desde las horas de mi infancia

yo nunca fui como los otros;

    no vi jamás como otros vieron,

ni adoré ni odié como todos.

 

            Esto, que puede parecer presunción, ansía de distanciarse o diferenciarse significa todo lo contrario. Supone, para el que escribe, el angustioso reconocimiento de que no le es dado vivir la vida normal, la plácida vida incolora del hombre común. Pero seguid leyendo, todavía:

  En la fuente común yo nunca

  bebí mis penas ni mis gozos;

y soñé siempre sueños míos

  y cuanto amé lo amé yo solo.

 

            Un amor distinto. Un dolor diferente. Amar más. Sufrir más. ¡Ah, cuántas veces uno ha deseado ser como los otros sin poder conseguirlo! Y es que los que escriben tienen una estrella para cada uno y los demás tienen una sola para todos. Y se sienten cerca. Y se ayudan y apoyan unos a otros. Pero el que escribe está solo, trágicamente solo, y su estrella aislada le impone un destino irrenunciable y él, únicamente él, ha de dar luz, calor y vida a su sol solitario y exigente. Si se duerme, la estrella se apaga, Si se muere, su sol desaparece y solo brilla mientras la lucecita del cerebro despierto titila.

            Entre tanto, los innumerables ven alumbrar, indiferentes, nuestros astros porque el suyo está encendido siempre a fuerza de constantes relevos. Para nosotros nació la incomprensión, esa feroz tortura inmaterial que atormenta a las mentes que pretenden ser águilas.

            No he tratado de hacer, no, una apología de los escritores, entre los cuales, inmodestamente, me incluyo yo. Simplemente he deseado poner de relieve que merecemos otra atención, en gracia al amor y al dolor con que tratamos de concebir ideas nuevas, originales, bonitas, que ofrecer a los que –quizás por ese mismo –nos definen despectivamente como “los que escribimos”. Por otra parte, nuestra única ambición es –también lo ha dicho Rubén- alcanzar el viejo laurel verde.