Curros Enríquez y Galicia


¡Ah, la Muerte, suprema vengadora! Muchos habrán pensado así sonriendo, cuando la última amante que tenemos los nacidos apretó a Curros, muy fuerte, entre sus brazos hórridos de hueso y posó en el ser físico del poeta indómito el rígido beso de hielo que entrega a los hombres al dominio obscuro e inexplorado de la inercia constante, total y sin fin.
El día estaba escrito allá en lo alto y Curros murió. Muchos –detractores del poeta- pudieron plegar los labios dibujando una alegre y triunfante sonrisa mientras que otros hombres, en número ingente, lloraban la desaparición de indomable bardo, del eterno y enamorado apóstol de la Justicia, y apostrofaban a la Parca inexorable con inmenso dolor –porque hay hombres que nunca debieran morir repitiendo, recitando-maldición o lamento- los versos de Noriega “No Enterro de Curros”:

        ¡Mala morte mate a Morte
          veu por Curros ¡viña tola!
e Galicia queda sola
       y-o Estro viril sin norte;
                     mais... leria ¡que ainda foi sorte!
              pr´os que o Vate apouvigara:
   fariseos, ¡a loita para!
      caciques: ¡ollar vos toca
   como cai terra na boca
           de quen vos cuspeu na cara.

¡Amargura de Curros! Como sucede a la generalidad de los poetas tampoco a Curros Enríquez le fue dado, en  vida, cuanto merecía por su valor, por su integridad, por su amor a Galicia, por el sentir de su alma abierta a todo noble afán, por sus innegables méritos que, en definitiva, le acreditan como uno de los mejores poetas –acaso el mejor de todos- que cantaron en gallego a la tierra galaica.

Notable poeta fue Curros y notable es el contraste que sus poesías nos ofrecen. En verdad que no tuvimos, ni tendremos quizá, otro poeta que, como él, sepa usar ya de la violencia, ya de la dulzura en sus composiciones. Curros viene a demostrar que la dulzura en los versos –en otros poetas lloriqueo pueril- puede ser transformadas en un dolor de hombre, en ternura viril sin lágrimas ni suspiros de vieja caduca. Así, los versos dulces de este vate sin par, son notas de gaita que toca -“de ruada”- suave-, suavemente, “molto pianissimo”. Maravillosa por otra parte, es la apasionada violencia y dureza de otros versos, hirientes estiletes afilados, conque combate tanta injusticia como existe en su mundo y en el mundo pasado que estudió. Violencia exaltada y valiente que no se recata de nadie porque es de pleno derecho del hombre poder combatir el error. Pero Curros en su éxtasis, no pensaba en que es perjudicial para uno mismo señalar con el dedo los defectos de los hombres, y más cuando alguno de estos, poderoso, puede encontrarse, por culpable, aludido. Así fue como el más grande y veraz de nuestros vates –el único que jamás supo ser hipócrita y por ello era rebelde a toda tiranía- vio conjurarse contra su persona la furia de los siete pecados capitales –rabiosos como serpientes arrancadas a latigazos de su tranquilo sueño letárgico –porque un hombre, un simple mortal aunque sepa trovar se atrevía e esgrimir la espada de la Verdad para defender -Quijote vivo- no a una imaginada Dulcinea sino a una amada real que llevaba por nombre Justicia. Por ello, Curros fue combatido, ultrajado, perseguido y sujeto a proceso por fin. Por ello tuvo que emigrar. Y así ante la indiferencia de unos hombres que deberían rendirle el  tributo de su admiración, el alma del poeta fue perenne fuente de amargura que al ardiente sol de la gloria jamás logró secar. Bien pudo decir Xavier Bóveda (1).

   Fue la vida del bardo una eterna cadena.
         De dolor que fundiera su voluntad de hierro.
Al silencio canalla, prefirió la condena
           y se marchó, magnífico, camino del destierro.

            Ahora, ya Curros duerme, para siempre, un eterno sueño de piedra; pero su memoria perdura y su nombre figura en la lista de los que merecieron titularse inmortales. Ahora, reivindicamos para el sublime Quijote de Celanova de Galicia, la gloria que supo conquistar. Miles de admiradores del poeta, cara a todos los vientos del mundo, orgullosos de haber nacido gallegos como él, podemos lanzar y lanzamos, sin rubor el esperado grito clamoroso: ¡Galicia por Curros Enríquez!
Y deseamos que el vate atormentado haya encontrado la eterna paz junto al Dios que anheló en aquellos versos que dicen así:

             Ay- ¿Será a morte nada mais que un sono?
              Tras d´o outono d´a vida ¿Qué hai pra nos?
         Colombo topa un mundo n-un outono…
    ¡Quén tan dichoso que topase a Dios!





(1) “La Voz de Galicia”. Agosto 1920

Cuando mi amor eras tú


Cuando mi amor eras tú
la luna, luna, lunera,
te abrazaba con sus rayos
y yo moría de pena.

Cuando mi amor eras tú
el sol te mandaba besos
que iluminaban tus ojos
y yo moría de celos.

Cuando mi amor eras tú
la estrella, estrella, estrellita,
te besaba con su luz
y yo de envidia moría.

Y yo moría de celos
y yo moría de pena
y yo moría de envidia
del sol, la luna y la estrella.

Cuando mi amor eras tú
yo me moría, de veras,
de pena, pena, penita,
de pena, penita negra,
por no ser beso de sol
rayo de luna lunera
o luz lejana de estrella.

Sinfonía nocturna


           La luna –en su cuarto creciente- ha plantado en lo alto, con un ademán descarado que es un desafío a los ortógrafos, una coma sin objeto porque no separa frases. Las estrellas, más altas todavía, forman una pálida, titilante e interminable sucesión de luminosos puntos suspensivos perdidos, fatalmente, en la cuartilla azul, infinita y sin letras del firmamento. Allá arriba, más cerca de Dios que nosotros –más lejos de los astros que no se ven- otros mundos interpretan una melodía gran melodía universal, que el oído de los hombres no llega a percibir. Pero también aquí abajo, sobre el vientre redondo de la gran madre Tierra –porque la noche ha cerrado ya- es dado escuchar a los mortales, dichosos paseantes nocheriegos, una fantástica, pocas veces oída sinfonía nocturna. Fantástica sinfonía mágica que interpreta una orquesta inaudita, bajo el cielo raso de la noche serena, en el local inmenso del gran teatro que es la Naturaleza.
            He deseado ser músico, compositor, en esta noche quieta, de verano, sin gestos amenazantes de tormenta.
            Todo está tan tranquilo que uno, caminando, piensa que puede cerrar el puño sobre la calma para meter un trozo en el bolsillo. Y de pronto, casi con sobresalto, percibe la sinfonía nocturna que interpretan unos músicos invisibles sentados, sin duda, a las puertas de sus casas. Hace calor y ellos, es seguro, han salido al exterior para beber, tranquilamente, unos vasos grandes de aire limpio. Y tocan, instrumentos monocordes. Rascan las ranas con violencia, la cuerda ronca de sus gargantas grandes. El sapo sopla en su flauta gutural y deja oír un silbido intermitente. Toca el grillo su violín desafinado y la brisa pone cadencias dulces en el aire al rasgar, suavemente, la mandolina multicorde que forman las copas de los árboles con sus ramas pobladísimas de hojas. Y el río que discurre, tan tranquilo, suelta notas de cristal al deslizarse. Hay una rana vieja con voz de contrabajo. Y un perro que ladra, sin detenerse a respirar, inicia un redoble desesperado de tambor, porque el eco largo del ladrido retumba allá detrás de las montañas. Y un carro “de vacas” que gime a causa del peso que lleva, añade a la música mágica un sonido de gaita con voz de abuela.
            Parece mentira, y, sin embargo, es la voz lejana de un campesino cantor, la que rompe el encanto de la nocturna sinfonía. Ha terminado todo. Los pasos, mis pasos, otra vez imitan el tictac lento de un péndulo cansado al sonar, de regreso, sobre las piedras del camino. Y uno espera, con apremiante deseo, que suenen aplausos de trueno en honor de los músicos jamás presentidos.

Las va pisando la gente


Cuando te cayó el pendiente
en tres pedazos rompió.
Yo lo recogí del suelo
con tres promesas de amor.

Tres fueron, tres, los pedazos
cuando te cayó el pendiente.
Tres fueron, tres, las promesas
de que me querrías siempre.

Otro día se cayó
mi corazón de tus manos.
Mi corazón no rompió
pero en el suelo quedaron
tus tres promesas de amor.

Ahora, cuando pasea,
las va pisando la gente,
las tres promesas que hiciste
cuando te cayó el pendiente.

Canción


Que yo te quiero.
Que yo te adoro.
Que eres mi amor.
Tu madre no lo sabe.
No lo sabe, no.

Que yo soy tu poeta.
Que eres mi musa.
Que eres mi sol.
Tu madre no lo sabe.
No lo sabe, no.

Que yo canto a tu reja.
Que las noches oscuras.
Que sin decir quien soy.
Tu madre no lo sabe.
No lo sabe, no.

Que yo rondo tu calle.
Que las noches de luna.
Que miro a tu balcón.
Tu madre no lo sabe.
No lo sabe, no.

Que tú me quieres, niña.
Que los dos nos queremos.
Que más te quiero yo.
Tu madre no lo sabe.
No lo sabe, no.

Que todita la vida.
Que hasta que yo muera.
Que siempre te querré.
Tu madre no lo sabe.
No lo quiere saber.

El hombre de pintura


Hace un momento, el niño tosió con un eco delgado como un hilo, y mi mujer dejó oír un suspiro afónico e indeciso, como de cuerda floja de guitarra. Los dos duermen o intentan dormir. Algo sonó, después, contra la puerta de la sala en que escribo y he sentido miedo. ¿Miedo de qué? No sé... El hombre del cuadro me mira, no deja de mirarme, con sus ojos fríos, de pintura, pequeños y negros. Está ahí, enfrente, vigilándome, analizándome, descomponiéndome, destruyéndome; impávido, inmóvil, ¡de pintura! Acaso es él el que me infunde temor.
            Cuando vinimos a esta casa, lo primero que llamó nuestra atención fue ese cuadro, el hombre de ese cuadro. Sobre un fondo negro, de noche, destaca el rostro lívido del caballero desconocido, muerto... ¿quién sabe? -¿o está vivo todavía?-, hace cien, doscientos años, un milenio. El busto se confunde con el fondo negro del retrato y, como si brotase de pronto del rectángulo oscuro de pintura, la mano derecha, pálida mano, se apoya sobre un libro manuscrito sosteniendo una pluma de ave. El está sentado; necesariamente está sentado. Medita, mirándome. Piensa, vigilándome. Me observa, muy fijo, con la cabeza levantada. Hacen contraste grande su rostro lívido y su levita azabache. Su cabello gris, plateado, está peinado hacia atrás, a la moda de nuestro tiempo. Sospecho que el hombre del retrato se peina, con cuidado, todas las noches o todas las mañanas.
            Todavía está ahí, mirándome pensativo, desde la ventana de su cuadro con marco dorado. No se sabe muy bien si soy yo quien trata de plasmar su retrato literario o es él quien pretende definirme sobre su inerte manuscrito. Me mira. Me atrae con sus negros ojos malignos, pequeñitos. Me hipnotiza, pero no le temo. Le odio, y sé que él me aborrece. Me detestó desde el momento en que invadí su casa y, más que cualquier cosa, porque le desafío. Sí, le desafío. Me burlo de él, me río en su cara, le insulto, le llamo tétrico viejales, bastardo antepasado de bastardos muertos, le llamo cerdo y me c... en su raza maldita. Y él me mira fijamente, con odio infinito, con una extraña y sobrecogedora mirada. El, ¡el muy puerco!, el diabólico carcamal.
            No me deja tranquilo. No consiente que escriba y trata de asustarme. Quiere obligarme a que me vaya a la cama. A veces lo consigue y espera a que me duerma para venir luego a interrumpir mi sueño. Viene despacio, despacito, lento, a través de la casa, arrastrando los pies para que yo le oiga y me llene de pavor. Quiere que me vaya de su casa. Quiere que nos vayamos todos para quedar él solo mirando a las paredes desnudas. Quiere seguir escribiendo, sin testigos, en su descolorido manuscrito inerte, historias que imagino tan macabras como siniestro es su rostro. Pero no me iré, no. No nos iremos. Ha de ser él quien abandone la casa. Yo le mataré de verdad. Yo seré su asesino y mi crimen quedará sin castigo.
            Anoche vino, arrastrando los pies como siempre, haciendo más ruido que nunca. Como si hubiera estrenado unas zapatillas con suela de goma y quisiera hacérmelo saber. Como si quisiera demostrarme con eso que estaba más dispuesto que nunca a seguir en la casa. Me dio el último aviso y aún se burló de mí. ¡Había que oírle hablar con su gangosa voz de bandoneón acatarrado!
- Te irás –me dijo-. Tienes que marcharte... ¡pronto! Si no te vas has de volverte loco, y morirás aquí. Sí, morirás en esta casa. Yo me encargaré de que así sea. No serás el primero que he contemplado cadáver, no. He visto muchos muertos tendidos en esa sala en que tú escribes; muchos, muchos muertos. Ellos también querían permanecer aquí, pero yo los alejé para siempre. Yo los maté. Yo cerré en su corazón la espita que deja correr la sangre... y murieron. Y tú también morirás. Tú y los tuyos moriréis pronto si no queréis dejarme sólo. Esta es mi casa, ¿lo oyes? ¡Esta es mi casa!
            ¡Había que oírle gritar con su cascada voz de viejo que sonaba a lejano viento afónico! ¡Había que oírle gritar al viejo cerdo maldito!
- Crees –continuó- que yo y tú nos diferenciamos en algo. Imaginas que estoy muerto y que tú eres un ser vivo. Me crees difunto porque solamente me ves de pintura cuando te sientas ante esa mesa a escribir tonterías y me ves de frente y me miras, sin querer, porque no te queda más remedio que hacerlo, porque yo te obligo, porque mis ojos te dominan. Estás equivocado. Sólo somos en el mundo, es decir, sólo tenemos verdadera existencia en cuanto alguien nos piensa. Aunque estemos muertos podemos vivir, ser algo, ser alguien, existir, en definitiva. Si no hay quien nos piense, por mucha sangre que corra por nuestras venas, seremos algo inexistente, abstracción, seres fantásticos, nada. Considérate a ti mismo. ¿Quién te piensa a ti ahora? ¿Qué significas en este momento, por ejemplo, para tu mujer y tus hijos? ¿Qué para el resto de los mortales? Duermen y lo ignoran todo. Todo el mundo duerme a tu alrededor y tú ya nada significas para el mundo. Despierto tú, los dormidos han dejado de pensarte y has dejado de ser y de existir para todos. Dirás que te sientes y te piensas a ti mismo. Bien. También me estás pensando a mí, a un hombre de pintura, según tú; a un hombre muerto hace siglos. ¿Quién de nosotros vive entonces más? Me piensas a mí, a tu mujer, a tus hijos, te piensas a ti mismo. ¿Acaso no vivo yo tanto o más que la mujer y los niños que duermen? Yo te hablo, te miro, te escucho, te aterrorizo y contemplo tu espanto. ¡Voila! ¿Por qué dices que estoy muerto? ¿Por qué te empeñas en creerme tan sólo un hombre de pintura, un retrato encerrado en su marco? ¡Eres un imbécil y acabarás loco!
- Estaba muerto antes –dijo-, cuando no me pensabas, pero ahora soy tanto como tú. Vete, pues. Vete y deja de pensarme. Vete y déjame solo de forma que pueda volver al olvido, única muerte verdadera. Pero no. Ya no te será posible. Me has resucitado y ya por toda la eternidad seremos algo el uno para el otro. Yo persistiré en tu pensamiento. Yo te seguiré más allá de las fronteras de la muerte. Siempre me  tendrás ante ti, siempre presente ante tus ojos; siempre, siempre, siempre... Yo seré tu asesino y la causa de tu locura. Yo te empujaré al reino oscuro y horripilante de la tiniebla mental. Serás un guiñapo patético. Es algo horrible, ¿sabes? Y tú lo sufrirás, y entonces podré quedarme solo en mi casa, en esta casa que nunca debiste habitar.
            ¡Había que oírle hablar al trágico viejo! Yo no entiendo muy bien todo lo que me ha dicho, pero ni le creo ni le temo. Yo sé que sólo es un pobre hombre de pintura -¡maldito sea su pintor!- que quiso sobrevivir en un retrato. Además, yo le mataré la verdad ¡Lo juro! ¡Yo le mataré! ¡Le mataré! ¡Yo te mataré, cerdo! ¡Yo te mataré!

II

            Ya estoy en casa de nuevo. Ya ha pasado todo. He sufrido. He llorado. ¡Maldito sea el recuerdo del hombre de pintura! Por él me tuvieron en la cárcel. Por él pasé hambre y sed y casi llegué a desesperarme. Sufrí mucho, ¡mucho! Sobre todo cuando venía a verme mi mujer y traía al niño pequeñito y los dos lloraban al marcharse, y me hacían llorar a mí también porque no podía resistir el verlos así, tan tristes, cuando se iban y el niño me miraba con los ojos azules que tiene, tan grandes y tan abiertos, y me decía adiós entre sollozos abriendo y cerrando su puño pequeñito. Pero ya pasado todo y no sufriré más.
            Ahora estoy pensando y vuelvo a escribir. Ahora ya no viene por las noches el hombre de pintura. Está muerto. Yo lo asesiné. Yo lo maté de verdad.
            El juez me hizo declarar muchas veces y, por fin, ha resuelto absolverme basándose en una supuesta deficiencia mental. Ha dicho que estoy loco y que por eso no debo cumplir condena alguna. Luego querían encerrarme en un manicomio, pero hemos podido arreglarlo y no he ido. Ellos son los locos, ellos. Todos creen lo mismo que el juez, incluso mi mujer. Pero yo sabía muy bien lo que hacía y sé que estoy en mi cabal juicio. Solamente que aquello tenía que hacerlo. Volvería a quemar ese cuadro aunque valiera un millón. Yo sé muy bien lo que hice y por qué. Yo soy un asesino. Yo maté al hombre de pintura.Tenía que hacerlo. El me podía. Todo el día tenía sus ojos clavados en los míos para aterrorizarme. Quería volverme loco. Si yo me desplazaba de lugar, sus ojos fríos y crueles me seguían. Me seguía continuamente su mirada oscura. Al principio se contentaba con que fuese yo solo la víctima de su odio absurdo, pero luego comenzó a asustar también a mi mujer y a mis niños, y eso yo no podía soportarlo. No pude resistir más y lo asesiné. Yo le había advertido, antes de matarle, para que nos dejase tranquilos, pero él era malo, era un diablo. Bien creería que mis amenazas eran vanas. Juzgaría de mí que no era lo suficientemente hombre para cumplir mi palabra, pero se equivocó. El se equivocó. Y lo maté arrojando al fuego su retrato. ¡Había que ver como ardía y cómo me miró con sus ojos infernales, por última vez, envuelto en llamas! Bueno; ya no me verá morir. Ya no podrá arrojarme de la casa. Ya no será él el que cierre, como dijo, la espita de la sangre de mi corazón.
            Esto fue todo, y por eso me llevaron a la cárcel y estuvieron a punto de llevarme al  manicomio. El dueño del inmueble que habitamos me denunció. Dijo que no tenía que pagar las consecuencias de los actos de un demente. ¡Loco! ¿Qué sabe él de los terrores provocados por los seres odiosos que reviven cada noche para atormentarnos? ¡Loco! Quisiera yo verle frente a frente con el hombre de pintura, oyendo aquellas extrañas palabras y viendo sus infernales ojos fríos, sus ojos inmundos de reptil.
            Yo no puedo estar loco. Estoy pensando. Un tiempo estudié rudimentos de Filosofía y recuerdo muy bien aquel principio que dice: ¡Cogito, ergo sum! Creo que es un principio enunciado por Descartes. Existo, eso es. Existo por mí mismo. No necesito que nadie me piense. El hombre de pintura era un extraño sofista. Es verdad que si estoy en tinieblas y hablo soy solamente voz. Si permanezco en silencio y toco mi cuerpo soy tacto nada más, pero en la voz y en el cuerpo hay un principio interno, cerebral: el pensamiento. Eso me dice que soy algo: pienso. De todos modos... Es extraño...
            Van pasando los días. El hombre de pintura no ha vuelto. Yo sé que no puede volver porque está muerto de verdad, pero ahora tengo miedo otra vez. Todos creen en mi demencia, y mi mujer también lo cree, no porque haya quemado el cuadro que nos tenía asustados a todos, sino porque ella se asombra de oírme decir que soy un asesino. Pero lo soy, ¿o no lo soy? ¿Habrá logrado su propósito el hombre de pintura? No sé. Parece como si algo me hubiera roto dentro de la cabeza. Algo importante. No sé... Es extraño... y... ¿Qué quería decir? ¡Ah, sí! ¡Yo maté al hombre de pintura! ¡Soy un asesino! ¡Soy un asesino y nadie lo cree! ¡Soy un asesino! ... ¡Já! ... ¡Já! ... ¡Já! ...