Vivía solo



Caminó despacio, por la carretera, en la noche sin  reflejos de luna. Las luces de la ciudad, que quedaban a su espalda, alargaron sobre el asfalto la sombra de su cuerpo hasta que él mismo y su sombra fueron absorbidos por la pura tiniebla que reinaba en las afueras de la urbe. Percibió distintamente el isócrono ruido de sus pasos, que semejaban el tictac lento de un péndulo cansado. Sombra entre las sombras, decidió integrarse también en el silencio y detuvo el reloj de sus pies que marcaba a taconazos los segundos, para poner en marcha a fuerza de empujones de sangre las ruedas sin eje de su cerebro, atormentado por extraños pensamientos, y que éste le recordase el motivo de hallarse allí solo, muy solo, inmóvil sobre la cima de una montaña de inquietudes indefinibles, gozando y sufriendo al mismo tiempo la sensación de la suprema soledad.
            Hasta entonces nunca había pensado en encontrarse a sí mismo ni lo había deseado siquiera. Ahora quiso estar solo por obra y gracia de un desprecio de mujer. Solo, frente a sí mismo, sin otro testigo que Dios. Buscó las sombras y el silencio para que fuesen padrinos de un duelo nunca imaginado: su alma contra su alma. De pronto, pensó que en el combate inaudito no podría haber un sujeto victorioso. La batalla que iba a disputarse no podría tener por consecuencia sino el verse convertido en un suicida moral. La muerte física no le importaba, la estaba deseando, pero su alma dando muerte a su alma era un autoasesinato espiritual. Iba a hundir en su espíritu indomable de inquieto por la Justicia, el puñal innoble de la desesperación. Discurrió que el pecho de su alma, celoso guardián de todo noble pensamiento no merecía la afrenta de verse desgarrado por un arma inicua que impulsaba la baja pasión de los celos de amor. Atenazó con las manos de la Razón la garganta viscosa del monstruo de las siete cabezas hasta que dejó de percibir el aliento caliente de la bestia. Con ella murió el odio también y entró en su alma la paz. Se dio cuenta de que había vencido. Por primera vez en su vida se había encontrado a sí mismo. Luego, rota la tensión de sus nervios, lloró mucho, frente al espejo negro de la noche, hasta que se le secaron los ojos. Después miró a las estrellas que, con su parpadeo, en un morse infinito, le hablaron de Dios.
            Sin pensar cuanto tiempo había estado parado, giró sobre sus talones y emprendió el regreso a la ciudad. Sentía en su corazón el extraño júbilo que experimenta el preso al verse en libertad. Caminando, en la oscuridad de la noche sin reflejos de luna, le parecía como si un sol nunca visto iluminara su camino y las tinieblas fuesen todas luz. En su alma ardía ahora el fuego sagrado del perdón. Estaba libre. ¡Libre…! Los Siete nada podían contra él. Ahora podía recordar sin odio, sin deseos de venganza, sin desesperación. Había logrado romper las cadenas que le mantenían atado a la mujer en todo lo que significa de Eva: pecado y tentación. Recordó la carta de la novia ingrata y sonrió, dichoso, al comprobar que el recuerdo no le causaba dolor. Repitió lentamente, en voz alta, lo que ella le escribiera y que recordaba perfectamente de memoria, tan profundo se lo grabara el ver cuanto encerraba de desprecio, de ambición y vanidad, de inconsciencia. Ella le había escrito así:
            “Adiós, poeta pobre. Quiero despedirme de ti, no tanto por lo que me duela el dejarte sin una última satisfacción cuanto por los deseos que siento de hacerte conocer que estoy muy próxima a lograr mis anhelos, por ti nunca presentidos, de verme nadar en monedas, en joyas, en billetes, en todo eso que tú jamás podrías darme, lunático vate paupérrimo.
            Tú, según los idealistas, encierras muy buenas cualidades en esa noble alma que quiso darte Dios, pero nunca podrías ofrecerme esto que siempre ambicioné: dinero, dinero a espuertas, a patadas, eso que para ti vale tan poco, inútil soñador.
            Hablas muy bien y todo lo que dices es muy bonito, precioso, interesante… para los que son y piensan como tú. Retórico y dialéctico, si no fuera un tópico gastado me atrevería a decirte que tienes un cerebro monstruo. Comprendo que eres muy inteligente, pero eres también un vencido “a priori” porque no sabes ser hipócrita y vas contra la corriente del mundo. Por añadidura eres pobre y esa en la razón máxima por la que la gente no podrá jamás perdonarte tu violenta y sublime sinceridad. No puedo resignarme a esperar que llegue la hora de tu triunfo en la vida porque estoy segura de que para entonces ya serás un viejo. Tu destino, pienso, es caer muerto sobre el primero y último de esos gloriosos laureles literarios con que tanto sueñas. Por eso te dejo. Voy a casarme con un hombre rico y a gozar, merced a sus billetes, la dulzura de los besos  de la vida cómoda aunque para ello haya de renunciar a tu ternura, a tus poemas y a tus frases bonitas. Quédate con tus musas y tus versos y no te preocupes en dedicarme un pensamiento. No me gusta que me recuerden los incapaces y tú lo eres porque no supiste triunfar. Quiero estar en las mentes de los que son algo y tú, poeta pobre, sólo eres un salivazo de Vida.
            Escuché por radio tu oratoria exaltada. Pude oír “La hora de la Chicas-taxi”, “Vae Victis” y “Perros de Presa”, lo único que pudiste lanzar a los cuatro vientos antes de que ingresaras en la cárcel. Quisiste combatir con tu palabra a un mundo que no pensaba como tú y ese mismo mundo te encerró en una celda para que predicaras a las ratas. ¡Qué ironía…! ¿No es cierto? ¡La Justicia encarcelando a un justo! Este fue un motivo más para que se derrumbara, convertida en deleznable polvo, la estatua que te había levantado en mi corazón. Yo no puedo ser la novia de un ex presidiario porque pertenezco a una familia decente, sin entrecomillar lo de “decente” como solías hacer tú. Supe que eras el penado número tantos – tango – y sé que ahora ya estás libre. Por eso te escribo estas líneas, aparte de lo que ya te dije, para que no pienses en volver a mí. He decidido olvidarlo todo: a ti, a tu poética prosa y a tu, en lo que entiendo, estupenda poesía. No lo creerás… ahora, pero algo te quería. Sin embargo, dejaré de suspirar recordando tu mirada dulce y que me llamabas “Ojos lindos”, porque mi hombre sustituirá los piropos por billetes, que son más prácticas razones. Con todo, si algún día te ves muy apurado por dinero, no vaciles en pedirme unas pesetas que no te serán negadas, pues mi futuro marido también te conoce y no deja de admirar un tanto, desde su altura de hombre rico, tu inútil e inusitado quijotismo. Adiós “Y firmaba: Esperanza.
            ¡Esperanza!... Lo último que pierden los abandonados de todo. Lo que conservan hasta el fin los impotentes de la vida… El compás de las piernas del nocturno paseante solitario se inmovilizó de nuevo marcando un extraño ángulo agudo. Apretó rabiosamente los puños y se mordió los labios con fuerza hasta que notó que algo caliente y viscoso se le juntaba en la barbilla y caía lento luego, gota a gota, sobre el piso duro de la carretera: ¡sangre!. Pareció despertar de un sueño trágico y se encontró otra vez rodeado de sobras y silencio. Había desaparecido la extraña luz que hasta allí alumbrara su camino de regreso y este descubrimiento le llenó de terror. Había querido estar solo para encontrarse a sí mismo y lo había conseguido. Creía haber triunfado y que aquella victoria momentánea sobre su propio yo equivalía a una victoria definitiva y total sobre sus pasiones y sobre la tenaz acometida de los Siete. Ahora comprobaba su error y a la angustia de sentirse estremecedoramente acariciado por las manos de hielo de la Soledad vino a sumarse la visión terrorífica y fantástica de Siete espectros descarnados que asían su alma con largas, poderosas garras huesudas, tratando de arrojarla una vez más al abismo insondable de la desesperación. Los Siete volvían contra él al conjuro de aquel nombre de mujer: ¡Esperanza!
            Se sintió débil y vencido. El solo no podía nada contra las hordas diabólicas que hablaban a su espíritu de venganza y de muerte. Entonces recordó los años lejanos en que una mujer de pelo blanco, teniéndole en sus brazos, le enseñara a rezar. Fue un impulso ciego, instintivo, subconsciente, lo que le obligó a lanzar el S.O.S. esperanzado y a asirse frenéticamente a la última y única tabla de salvación que le quedaba. ¡Cristo! –murmuró-. ¡Cristo… sálvame!
            Y el buen Dios, que sabe los miles de flores que adornan el vestido nuevo que se compran los campos todas las primaveras, acudió en su ayuda haciendo que el alma del hombre atormentado por la pasión tremenda del amor, durmiera su angustia sobre el lecho duro del asfalto, repentinamente adormecida por las voces sin eco del desmayo físico.
            Los altos y esbeltos abedules que bordeaban la carretera –firmes centinelas silenciosos- eran como gigantescos cirios apagados que velaran en la noche sombría el sueño de piedra de un muerto.

II

            La luna, tardía, ascendió trabajosamente una blanda e interminable escalera de nubes y asomó su ancha faz de niña boba a la ventana sin marcos del firmamento. Los rayos pálidos, iluminando la noche, proyectaron contra el suelo las sombras de los árboles que parecían grotescas, irreales, fantasmagóricas figuras de monstruo infrahumanos. El bulto negro e inmóvil del hombre desmayado era una sombra en relieve sobre el húmedo asfalto la  ruta: pero era una sombra viva. Encerrado en la caja de su pecho el reloj de sangre de su corazón seguía emitiendo muy tenue, muy lento, pero aún, el isócrono tictac. Y de pronto, las campanadas distantes de un reloj de torre, sonaron marcando la vuelta a la vida del abandonado, haciendo que volviese en sí despavorido. Eran como un insistente y extraño telefonazo de Dios. De aquel Dios que él, sin desearlo, había querido juzgar. De aquel Dios que él había combatido, diciendo defenderlo, al creerse y llamarse a sí mismo intachable, incorruptible, justo. De aquel Dios de quien había blasfemado al criticar sus obras, al decir que el mundo estaba mal hecho, que el hombre no era perfecto, que había seres desgraciados, enfermos, lisiados, pobres, hombres criminales y mujeres malas, jueces injustos y reyes tirano, que existían torturadores, asesinos, ladrones y víctimas, víctimas, víctimas….Con todo ello negaba la piedad, la justicia, la providencia del Creador. Y ahora, aquel Dios por él escarnecido llamaba a las puertas de su conciencia con gigantes, poderosas aldabadas de campana para que dejase penetrar a un visitante nunca recibido: el arrepentimiento. Comprendió que estaba perdonado al reconocer que no había sido otra cosa que un gran orgullo, un supremo pedante, un ciego. Comprendió que estaba perdonado al dejarse caer en brazos de la para él desconocida Humildad.
            Dejaron de sonar las campanas y el hombre caído, incorporándose, reemprendió el regreso a la ciudad, pero esta vez a paso decidido, al paso decidido de aquel que tiene prisa por llegar a su destino. Sabía ya la razón del nacimiento y de la muerte, de la alegría y la tristeza, del placer y del dolor, del principio y del fin de los vivientes y las cosas. Había encontrado la Verdad. Lo había descubierto a Él, en realidad de verdad, por vez primera y exultaba por ello, sonriendo al caminar.
            A la entrada de la ciudad había una ermita erigida en honor de la Inmaculada y el solitario entró para rezar y ofrecer a María, como regalo, lo único de valor que poseía: aquella su alma humilde que acababa de encontrar. Fue la suya una rara oración que no tendría cabida en ningún devocionario de esos que enseñan a hablar a Dios con palabras de azúcar. Fue una oración de pobre, de hambriento, de humilde publicano, de hombre que lleva en la cartera las tres virtudes teologales.
            Las cuatro beatas madrugadoras que dormitaban sus rezos sentadas en los bancos de madera de la ermita, huyeron espantadas al escuchar la oración del insensato que imploraba en voz alta, casi a gritos, el perdón para su vida pasada de pobre hombre hecho a semejanza de los otros
            Cuando lo encontraron muerto, caído de bruces ante el altar de la Virgen, nadie imaginó que esa fuera la gracia que pidiera a lo alto. El solitario había orado así:
            “Divina madre lavandera de almas: Perdóname si vengo a tu presencia con tantas manchas en el traje de mi alma y tan sucios los zapatos de mi espíritu; estas prendas que Dios me entregó para que fueran cuidadas como las telas nuevas con las que tapamos el cuerpo los domingos, días benditos, días que para ser dedicados al Señor el siglo dedica al pecado, días que nuestra generación de GRANDES dedica a la gula, a la lujuria, al dios de los beodos. Yo, ¡qué bien lo sabes, Madre!, Fui como los otros de quienes aprendí la lección sucia. Bien sabes que fui goloso, lujurioso, iracundo, rebelde; pero sabes también que la puerca envoltura de mi alma supo sufrir el hambre y la sed físicas y que mi alma, hastiada de goces turbios, buscaba la fuente aquella en la que podría beber un sorbo de Justicia. Tu Hijo habló en el Sermón de la Montaña llamando bienaventurados a los hambrientos y sedientos de justicia. Yo quisiera comer y beber en esa Casa. Quisiera ser uno de aquellos que han de ser invitados al festín. No fui malo en el fondo, Madre, bien lo sabes, y aquí me tienes hoy, a tus plantas, ofreciéndote humildemente mi alma recobrada. Ahora, Madre, si no  es tarde aún. Y si la aceptas voy a pedirte un favor: Ruega a tu Hijo –si he de volver a pecar- que un rayo de los cielos me fulmine. Ruégale que extinga de una vez el fuego fatuo de mi vida joven, tan torpe hasta el presente. No quiero seguir siendo un madero que se hunde arrastrado por la corriente del mundo en las ciénagas a donde van a parar las almas malditas de Dios. No quiero seguir siendo testigo de las acciones sucias de los hombres. No quiero seguir siendo asesino de Cristo cada minuto que señala el reloj. Pásale una tarjeta de recomendación al Verbo para que me envíe con la muerte la vida. Dile a El que…
            Cuando el coche fúnebre descargó el ataúd en el cementerio, el sepulturero hizo una pregunta tonta al chofer:
-          ¿Quién es éste?
-          No sé –le respondió-. Vivía solo.

Los pueblos

        
         
            Un pueblo es algo sencillo, sin complicaciones. Lo definen tres columnas o, si queréis, bases. Decid iglesia, casa consistorial y cementerio y habréis hecho la hipótesis de una villa; eso es: almas, cuerpos, cenizas. Hallad el volumen de las dos primeras y la superficie del tercero y sabréis si el pueblo acumula riquezas o soporta miserias. El resultado de estas operaciones será un espejo claro o una charca turbia.

            Todos los pueblos son como lagos en calma; tranquilos. Nunca pasa nada: es decir, nada importante. Se nace, se crece y se muere. Esto no es muy importante. Esto es la vida. Sucede lo mismo en todas partes y únicamente se fijan en ello, un poco, aquellos que están muy próximos a la luz vital que tiembla y se apaga por fin o a aquella otra que alumbra de pronto como una estrella nueva y pequeñita, reluciente y brillante.
            La gente de los pueblos camina siempre despacio. Todo está cerca; hasta el cementerio. No hay prisa jamás. Las horas, los días, el tiempo todo tiene el mismo color. Y las personas y las horas discurren, un poco indecisas, como si no supieran muy bien a dónde ir. Pero el tiempo, indeciso y todo, va pasando y esto se sabe bien porque unas cabezas se van cubriendo de plata y otras de noche. Esto significa que los viejos se acercan a la tumba y los niños ya empiezan a saltar de la cuna.
            En la ciudad todo es distinto. En ella el día ruge su gran voz de hierro, de piedra, de madera y cristal, de trabajo ruidoso y febril. La noche abre cien mil ojos eléctricos y grandes que acechan al transeúnte en cada esquina. Y la gente –de día y de noche- va, viene, corre, como si fuera huyendo de la Implacable o tratase de acelerar el encuentro.
            La ciudad es grande, inmensa. Hay elevados edificios y elevados personajes. Hay monumentos, fuentes, jardines, talleres, fábricas, trenes, bibliotecas, institutos, escuelas de todo; artistas del pincel, del buril, de la pluma, del cincel, de la palabra. De la ciudad tenemos que decir: Ahí vive la Cultura, esa pedante. No, la ciudad no puede pasar desapercibida. Brilla. Reluce. Relumbra. Proyecta sus destellos alrededor y hacia arriba como un pequeño sol artificial salido de la mente y de la mano del hombre. La ciudad es algo importante; muy importante. Y vosotros, los que vivís en ella, también. Y lo sabéis.
            A veces vamos a la ciudad y nos asombra. Ella es, para nosotros, lo que el canto de las sirenas para Ulises. Nos veis pasar, un poco inseguros, y acostumbráis a decir, despectivamente: ¡pueblerinos! No nos despreciéis. No tenemos la culpa de haber nacido aquí. Tampoco vosotros habéis hecho nada para merecer una cuna distinta. Estamos en el pueblo, es decir, en el suelo de la cultura. Sobre una gran base hecha de pueblos –sublime hormigonado- se alza la gran pirámide en cuya cúspide lanza sus resplandores la ingente antorcha luminosa: la Ciencia, esa cínica. Este es nuestro orgullo y nuestra humillación; ser la base, el cimiento, el suelo, el sostén de todo. Los pueblos hacen posible la ciudad y toda ciudad ha sido pueblo, villorrio, aldea, caserío, nada.
            No nos despreciéis entonces. Sabemos lo poco que valemos y no está en nuestra mano valer más. Con todo, como el hombre cuya columna vertebral está partida, tratamos de alzarnos sobre nuestros codos, desde una quieta postura horizontal, para escrutar inalcanzables horizontes que nuestra misma posición torna imposibles. Aún es maravilloso que, de vez en cuando, de entre nosotros salga alguno <<grande>>, a quien la ciudad llama y devora haciendo así inútil, para el pueblo, ese parto difícil que supone siempre el dar a luz un genio.

La provincia verde

                        
                   
                   Quienquiera dirá que uno escribe a ciegas, con fanatismo, influenciado por la pasión del amor que, no cabe duda, ha de sentir por las tierras, el cielo, las aguas y el paisaje de la provincia que te vio nacer. No es así. Es muy hermosa la provincia nuestra. Mucho. Hermosa y verde como un gran manto esmeralda regalado por Dios. 
No es tierra la nuestra que atraiga la atención de los turistas. Pasan, sí, por nuestras carreteras –conduciendo veloces automóviles- gentes extrañas a nosotros; españoles y extranjeros que van buscando algo que ver. Ellos pasan, apresuradamente, sin pararse a pensar que las tierras lucenses también encierran bellezas, la menor de las cuales no es, ciertamente, el eterno paisaje verde al que afecta el cambio de estaciones y que es cruzado –acá y allá- por líquidas, largas cintas ondulantes que -de día- lo reflejan todo: el árbol y el hombre; el ave y el sol. Corrientes de agua que en la noche oscura, son espejos negros sedientos de sombras. Arroyos cristalinos que en las noches de luna se deslizan, suavemente, entonando un monótono estribillo que canta alegrías de plata celeste. Pero ellos -los extraños- pasan, aprisa, porque no saben nada de esto. No saben que tenemos antiquísimos castillos, que fueron famosa fortaleza feudal, en Monforte, Villalba –la Torre del Homenaje quizá, por su forma, única en Galicia- y Ferreira de Pantón. No saben que tenemos catedrales en Lugo y Mondoñedo. Desconocen que en Villanueva de Lorenzana -aferradas al valle verdeante- pueden encontrar, en una artística iglesia centenaria, la tumba y la leyenda del Conde Santo. Que en San Martín de Mondoñedo, -no lejos de la ría de Foz- si preguntan a un hombre cualquiera, les dirá que allí estuvo, antiguamente, la capital de una diócesis y que unas crestas montañosas, no lejanas, llevan el nombre de un tal Pardo de Cela que, en el medievo, “fizose mariscal”. Ignoran que Vivero, Ribadeo, y Foz son grandes ojos lucenses abiertos al mar. Desconocen que también aquí, en la vieja y señorial Lucus Augusti, pueden contemplar milenarias, románicas murallas; y, lo que es más importante, postrarse ante un altar donde Jesús Sacramentado –expuesto día y noche- espera con amor –constantemente velado por doce de sus ministros que se turnan- una visita aunque sea apresurada.

            Quienquiera, dirá que todo esto es poco. Yo recordaré otra vez el gran manto verde que cubre la provincia y diré con Menéndez y Pelayo.

         ...”Pero hay bosques repuestos y sombríos,
         Misterioso rumor de ondas y vientos,
 Tajadas hoces y tendidos valles,
   Y, cual baño de náyades, la arena
          Más que el heleno, Tempe deleitosos,
que besa nuestro mar”


                        Y diré que la provincia verde –como una mujer bonita que espera piropos- aguarda el pincel o la música, la prosa o el verso, que sepan contar las alabanzas que merecen la historia vieja de sus hombres.



Quimera


Tus manos apoyadas en mis hombros
y tu cabeza reclinada en mi pecho,
con las primeras luces de la aurora
un día a ti yo te soñé despierto.

Y tu carita pálida y tus ojos
que desgranaban un rosario líquido
eran un juramento sempiterno
que sellaba la unión de dos destinos.

Mas llegaron las sombras de la noche
y sus alas de negra mariposa
batiendo el aire muy cerca de mis ojos
destruyeron el goce de unas horas.

Y la noche gritándole a mi alma
con la voz inmutable del silencio
le recordó a mi corazón de novio
que era mentira la ilusión del sueño.

Galerna


A veces, cuando pienso en la tristeza
de este amor que la vida hace imposible
nacen en mi alma huracanes de odio
y en mis labios palabras indecibles.

 Y maldigo a este mundo y a los hombres
groseros y egoístas que lo habitan
y a su sangre y su ley y a sus turbios
corazones que la ambición incita.

Y cuando al fin vuelvo la vista al cielo
y ciega mis ojos la luz del claro sol,
entonces solamente me arrepiento
y exclamo: ¡Perdóname, Señor!

El cuento del cocodrilo bondadoso



Hace muchos años, muchísimos, pues lo que voy a contaros sucedió en aquel tiempo remoto en que los animales hablaban todavía, vivía en el Bajo Egipto un niño llamado Aha, que pertenecía a una familia pudiente, culta y muy amante del estudio. El padre de Aha era jefe de una tribu camita que se había establecido cerca de ese río africano tan caudaloso y tan largo que lleva el nombre de río Nilo, y el poblado en que habitaba la tribu estaba a unos tres días de marcha de la gran CIUDAD DEL MURO BLANCO, por otro nombre MENFIS, que había sido, mucho tiempo antes, capital de Egipto durante el periodo llamado del Imperio Antiguo. Como jefe de la tribu y persona acaudalada, el padre de Aha tenía muchos esclavos y servidores de uno y otro sexo con derecho de vida y muerte sobre ellos; pero jamás se dio el caso de que tuviera que castigar a ninguno ya que como los trataba con mucha dulzura, amabilidad y deferencia, de todos era querido y apreciado, al igual que su esposa, la madre de Aha, de modo que los esclavos trabajaban la tierra y los otros servidores hacían las labores propias de la casa con general alegría, prontitud y esmero, a fin de corresponder a aquellos señores que tan blando trato les daban. También Aha, siguiendo el ejemplo de sus progenitores, se portaba amablemente con todos y los componentes de la tribu le amaban sobremanera por su buen carácter, bondad, simpatía y espíritu caritativo. Siempre alegre, constantemente sonriente, en todo momento dispuesto a favorecer a unos y otros en cuanto podía, Aha era el ídolo infantil, el niño mimado de su pueblo.
El Nilo, como sabéis, experimenta de tiempo en tiempo, es decir, periódicamente, enormes crecidas que, al salirse las aguas de madre, invaden las tierras en una gran extensión siendo peligroso vivir cerca de las orillas del río. Sin embargo, la tribu que dirigía el padre del pequeño Aha había construido sus viviendas sobre una colina de manera que el agua no pudiese nunca alcanzarlas y así, cuando el río bajaba de nivel dejando bien abonadas las tierras de labor, los habitantes de aquella comarca se dedicaban a cultivarlas con afán y obtenían abundantísimas cosechas que les permitían vivir como príncipes durante todo el año, incluso cuando el desbordamiento del Nilo no les dejaba trabajar los campos.
Ocurrió una vez que el pequeño Aha, después de una de esas grandes avenidas que registra el río Nilo, salió a pasear por la campiña, ya seca, y de pronto, allá lejos, en medio de un charco que se había formado, vio brillar algo que relucía como el oro bajo el sol y, acercándose, descubrió a un pequeño cocodrilo de piel extrañamente dorada que se había descuidado jugando con un higo chumbo a ese juego que ahora llamamos water-polo y, no habiendo seguido a tiempo a las aguas en su retirada, desconociendo el camino que podría llevarle al río y al encuentro de sus papás, don Cocodrilón y doña Cocodrilona, lloraba desconsoladamente, como un niño perdido en una gran ciudad como Madrid, por ejemplo, que es la capital de España.
Aha, de quien sabemos era muy bueno y como tal compasivo, viendo llorar tan aflictivamente al pobre cocodrilito perdido, sintió que las lágrimas asomaban también a sus ojos y entonces, amablemente, con dulzura, preguntó al animalito:
-         ¿Por qué lloras, cocodrilito? ¿Qué es lo que te acongoja de tal modo?
-         ¡Ay! –respondió suspirando el cocodrilito. Lloro porque no sé el camino para retornar al Nilo y ya nunca más volveré a ver a mi papá y a mi mamá. Moriré aquí de hambre si antes no me mata algún hombre.
-         No te preocupes por eso –dijo el niño. Yo sé el camino del río y te llevaré conmigo. Anda, sígueme y verás que pronto encuentras a tus papás.
Ni corto ni perezoso, uniendo la acción a la palabra, el pequeño Aha, que aun no tenía más que siete años, pero era ya muy valiente, noble y generoso, echó a andar hacia el Nilo con el cocodrilito detrás, siguiéndole como un perro fiel a tres pasos de distancia. Y caminando, caminando, sin importarle los ardores del sol, ni el largo camino a recorrer, ni los peligros que pudieran acecharle, después de dos horas de marcha, Aha, con el cocodrilito siempre detrás, siguiéndole a  tres pasos de distancia, llegó a la vista del río Nilo y se despidió del animalito diciéndole:
-         Bueno, amigo cocodrilito, ahora ya estás cerca de los tuyos. Échate al río y busca a tus papás que seguramente estarán impacientes por verte, lo mismo que los míos por verme a mí, ya que hace tiempo que falto de casa y aún tengo que andar otras dos horas largas para llegar al poblado. Espero que de ahora en adelante seamos amigos y que no sigas las feroces costumbres propias de los de tu especie, pues ya sabes que los cocodrilos, si pueden, devoran a los niños como yo. ¡Escucha!; ¡se me ocurre una idea! De vez en cuando vendré por aquí a hacerte una visita y, como estarás escondido o jugando en medio del río, gritaré: “¡Ramsés! ¡Ramsés!. Y tú, al oírme, vendrás a mi lado y estaremos un rato juntos charlando de nuestras cosas. O si lo prefieres vas tú por el poblado y preguntas por Aha, que soy yo.
-         Muchas gracias por todo, amable Aha –dijo el cocodrilito dorado. Seguiré tus prudentes consejos y seré siempre bondadoso. Y espero que vengas a verme de tiempo en tiempo, pues sentiría mucho que nos separásemos para siempre después de lo que has hecho por mí. Yo iría hasta el poblado con mucho gusto, pero sabes bien que me perdería, en el mejor de los casos, o me matarían los hombres por creerme tan feroz como los de mi especie, ignorando que tú me has transformado y ya no dejaré de ser bueno. Así que ¡adiós, Aha!, Hasta que vengas a verme.
-         ¡Adiós, Ramsés! –contestó el niño. Y se quedó mirando hasta que el cocodrilito, veloz y brillante como una flecha de oro que cruza el aire bajo el sol, se lanzó a las aguas del Nilo y se fue, nadando rápidamente río abajo, en busca de sus papás, don Cocodrilón y doña Cocodrilona, quienes ya se habían puesto de luto pintándose la piel con jugo de dátiles podridos porque daban a su retoño por muerto.
            Regresó Aha a su casa, contó lo sucedido a sus padres y estos no le riñeron por su tardanza porque si había faltado tanto tiempo y se había expuesto a probables peligros, lo había hecho dejándose llevar de su buen corazón; pero le advirtieron que otra vez no dejase de avisar en la casa diciendo a donde iba, ya que los caminos por aquel entonces eran peligrosos y podría ocurrir cualquier desgracia, y más a un niño pequeño, débil e indefenso, como Aha. Prometió éste a sus papás que así lo haría en el futuro y pasó dos años sin moverse del poblado, pero recordando siempre al cocodrilito dorado a quien había salvado, probablemente, la vida. Un día, no pudiendo resistir por más tiempo los deseos de ver a su amiguito, a quien él mismo había bautizado con el nombre de Ramsés, pidió Aha permiso a sus padres, que se lo concedieron de buen grado, y acompañado por dos servidores jóvenes y fuertes, provistos de armas y viandas, se dirigió a las orillas del Nilo y una vez que hubieron llegado allí, con voz estentórea, gritó:
-         ¡Ramsés! ... ¡Ramsés! ... ¡Soy Aha! ¡Ven, Ramsés!
-         ¡Aquí estoy, Aha! –contestó el cocodrilo asomando la dorada cabeza por debajo de unas chumberas que crecían bastante lejos. ¡Pero, Aha, tengo miedo de acercarme porque no conozco a esos hombres que te acompañan!
-         ¡No temas! –dijo Aha. Son amigos míos y por lo tanto tuyos. Ven, Ramsés, y comeremos juntos.
            Se acercó Ramsés, que había crecido muchísimo en aquellos dos años y se había transformado en un señor cocodrilo, tan grande que asustó a los servidores de Aha, quien sólo a fuerza de muchas razones y explicaciones consiguió que sus acompañantes consistieran en comer con él y con Ramsés.
            Comieron los cuatro en amigable compañía. Aha y Ramsés se hicieron íntimas y numerosas confidencias. Leyó Aha en el LIBRO DE LOS SOPLOS DE LA VIDA y en el HIMNO AL SOL, del faraón Akenatón, para entretener a su amigo cocodriliano y, de paso, para instruirle un poco. Por fin, a la caída de la tarde, se despidieron cariñosamente los dos amigos y Aha, con sus compañeros, emprendió el regreso a su casa pensando en volver pronto a visitar a su amiguito Ramsés el Cocodrilo Dorado.
            Buena verdad es que “el hombre propone y Dios dispone”. Una noche, sin que nada pudiera hacerlo prever, pocos días después de la visita de Aha a su amigo el Cocodrilo Bondadoso, el río Nilo se desbordó como nunca lo había hecho, remontó la colina en que se asentaba el poblado de Aha y arrasó cuanto halló a su paso, pereciendo todos los habitantes con la única excepción de nuestro amiguito que, habiendo dormido con la ventana de su habitación abierta porque aquella noche hacía un calor insoportable, fue arrastrado sin que él se despertase, flotando sobre las aguas la camita en que el niño dormía, y así navegó hasta que la cama fue a chocar con el tronco de un gruesa y altísima palma datilera. Despertó Aha sobresaltado al volcar la improvisada balsa que le había servido de nave salvadora y, percatándose del tremendo peligro que corría, se aferró a la palmera, trepó por ella ágilmente en la oscuridad y se refugió en la copa del árbol que tan providencialmente le salió al paso. Entonces se felicitó por su costumbre de trepar a los árboles tratando de imitar, por juego, a los monos, pues la habilidad, agilidad y fuerza adquiridas mediante aquel hábito le habían servido ahora para defender su vida. Luego, pasados los primeros momentos de exaltación y nerviosismo que no le habían permitido pensar en otra cosa, se echo a llorar desconsoladamente y así estuvo el pobre niño, temblando de miedo, espantado por la soledad y el horrible estruendo que hacían las aguas al discurrir tumultuosas bajo sus pies, hasta que alumbró el nuevo día y pudo darse cuenta de la inmensidad de la catástrofe que había sufrido su pueblo. Efectivamente, flotando sobre las aguas hasta donde la vista se perdía, podían verse cadáveres de hombres, mujeres, niños y animales, enseres domésticos, pieles, árboles y plantas. Nada se había salvado. Nadie había sobrevivido sino él. Lloró Aha nuevamente su desgracia y la de sus amigos, parientes y servidores, pensando con razón que sus padres habían muerto y que él mismo estaba condenado a morir allí, solitario, rodeado de aquella inmensidad acuosa. Poco a poco fue serenándose y, cuando el sol lució en toda su plenitud, pudo observar Aha que el agua no tendía a subir de nivel, si bien tampoco se apreciaba que fuera retirándose. Tranquilizado en parte por aquella perspectiva sintió hambre y, mirando a su alrededor, dio gracias al Cielo por haberle hecho tropezar con la palma datilera, la cual estaba cargada de gruesos y sabrosos dátiles.
            Estaba Aha comiendo dátiles y mirando tristemente hacia la llanura líquida que temía hubiera de servirle de tumba, cuando vio que, lontano, algo destellaba al sol con reflejos de oro puro.
-         ¡Es Ramsés! –se dijo Aha, a quien dio un vuelco de alegría el corazón.
-         ¡Ramsés! ¡Ramsés! –gritó el niño a todo pulmón. -¡Ramsés! ¡Soy Aha! ¡Estoy en la palmera! ¡Ven, Ramsés! ¡Ven Ramsés!
            No fueron vanas las voces desesperadas del niño pues, de repente, volviéndose hacia el lugar en que éste se encontraba, una flecha de oro se dirigió velozmente, horizontal sobre las aguas, al sitio de donde salían las voces. Y Aha, hacía un momento sin esperanza alguna, pudo pensar que estaba definitivamente salvado.
            En efecto, a los pocos instantes, el Cocodrilo Bondadoso se encontraba junto al árbol en que se había refugiado Aha y le decía:
-         ¡Por el Gran Cocodrilo Sagrado, Aha! Pensé que habías muerto, arrastrado por la riada, y andaba buscando tu cadáver para darle decente sepultura. Baja, Aha, de ahí. Monta sobre mí y yo te conduciré al Alto Egipto, tierra de tu abuelo materno, que aún vive, un poco más arriba de Tebas. Allí podrás vivir tranquilo el resto de tu vida y la bondad de tu abuelo te hará olvidar la gran desgracia que hoy pesa sobre ti ¡Vamos, Aha, ánimo! Baja de ahí y zarpemos. Mi corazón está triste por tu tristeza, pero alegre por haberte hallado vivo. Y no menos alegre se pondrá tu abuelo, Tutankamán el Valeroso, al ver que ha sobrevivido a la catástrofe lo mejor de su estirpe. ¡Vamos, Aha, al camino!
            Bajó Aha del árbol, no sin hacer abundante provisión de dátiles. Montó a horcajadas sobre su amigo Ramsés y éste, nadando a toda velocidad, le condujo hasta las tierras de Tebas, río arriba, adonde llegaron una hermosa noche de luna después de dos días de viaje. Allí desmontó Aha de su cocodriliano corcel, le dio un beso en el hocico y luego rompió a llorar, diciendo:
-         ¡Ay! Ya no volveremos a vernos, mi querido Cocodrilo Bondadoso. Estas tierras están lejos de aquellas que fueron mis tierras y adonde tú debes regresar para reunirte con los tuyos. Yo ...
-         No sigas –interrumpió Ramsés al niño. –Sí que volveremos a vernos. Yo arreglaré las cosas para que eso sea posible. Ahora nada puedo decirte, pero pasado mañana, por la fuerza del sol, ven a este lugar. Te estará esperando, si es que no llegas tú antes, un alfaneque amigo mío. Cogerás lo que te dé y verás como todo se arregla. Y ahora, ¡adiós, Aha! Confía en mí y espera mis noticias. ¡Adiós!. ¡Adiós, adiós, querido Ramsés! –exclamó Aha. Y emprendió el camino hacia el poblado de su abuelo, que se veía en lontananza, masa blanca y difusa bajo la luz lunar.

II

            ¡Por las venerables barbas de mi bisabuelo Tutankamán el Audaz! ¡Juraría que este niño es mi nietecito Aha! ¡Vamos, deprisa, holgazanes, hatajo de parásitos! Cogedle y llevadle a mi casa. Que preparen para él un lecho de oro y un colchón de plumas de pechuga de avestruz y dejadle dormir hasta que por si solo se despierte.
            Quien así hablaba era un alto y venerable anciano de brillantes ojos grises, larga y afilada nariz, luengas y rizadas barbas blancas y descomunales orejas que trataba de disimular tapándolas en parte con el enorme turbante de color azul que cubría su cabeza. Iba vestido con una túnica escarlata que casi ocultaba las hermosas sandalias, entretejidas de oro y plata, conque iba calzado y sobre los hombros, flotante a la brisa del amanecer, llevaba un riquísimo manto color verde esmeralda. ¿Qué había ocurrido? Nada extraño.
            Hemos visto, al terminar la primera parte de este relato, como nuestro amigo Aha caminaba bajo la luz plateada de la luna hacia el poblado en que vivía su abuelo Tutankamán el Valeroso de quien, por cierto, hacía cuatro años que no había tenido noticias. Una vez que Aha hubo llegado al centro del pueblo, como ignoraba el domicilio de su abuelito, se dispuso a pasar en vela el resto de la noche a ver si algún vecino madrugador salía de casa y, pasando por casualidad a su lado, pudiera él preguntarle la dirección de su pariente Tutankamán. Así pues, nuestro pequeño amigo buscó un lugar en que acomodarse y no encontró nada mejor que un rellano de piedra sobre el que se alzaba una gigantesca estatua del Faraón Akenaton, ese que compuso tan hermoso HIMNO AL SOL y que el niño gustaba tanto de leer. Sentóse Aha, apoyó la espalda en el dedo gordo del pie derecho de la estatua y, poco a poco, vencido por el cansancio, se quedó dormido. Ni cuenta se dio cuando, perdiendo el equilibrio, quedó tendido en el suelo, cuan largo era, con la cabecita apoyada sobre el brazo izquierdo. Tal era la fatiga de nuestro amiguito después de la terrible y prolongada tensión nerviosa a que había estado sometido los días anteriores. ¡Pobre Aha! Al fin, sus nueve años se habían rendido a los apremios de la naturaleza. Y así, tal y como había quedado al caer, fue encontrado casualmente por Tutankamán el Valeroso, su abuelo, que se dirigía al campo acompañado de gran número de servidores para iniciar las faenas de la siembra.
            No es para descrita la alegría que sintió Tutankamán al ver a su nietecito sano, y salvo; la pena que experimentó al conocer la muerte de su hija, madre de Aha, y la admiración que le produjo el relato que su nieto le hizo acerca de la amistad que le unía al Cocodrilo Bondadoso y la forma en que éste salvó a nuestro amigo de una muerte segura. Dos horas completas estuvo pendiente el buen viejo de los labios de su nietecito cuando, al despertar el niño de un largo sueño de dieciséis horas, le refirió a su abuelo cuanto había pasado.
            Tutankamán, por su parte, informó a su nieto de que él era el jefe del pueblo desde hacía tres años que se había muerto el anterior; le animó y le consoló lo mejor que pudo, colmándole de caricias y regalos y, para festejar la milagrosa salvación de Aha, dio un día de asueto a todos los esclavos y servidores de su casa, dándoles permiso para que hiciesen una comida extraordinaria y para que bebiesen sin tasa del mejor de los estupendos vinos que guardaba en sus bodegas. Y él mismo, Tutankamán el Valeroso, Jefe de la TRIBU DE CAMITAS IMBELES, sirvió de camarero a su nieto Aha ofreciéndole suculentos platos y aromáticas bebidas reconstituyentes que, en breves horas, devolvieron al niño todo su vigor.
            Al día siguiente, después de poner a su abuelo en antecedentes del caso, se dirigió Aha hacia las márgenes del Nilo en busca de aquel lugar en que le había dejado su amigo el Cocodrilo Bondadoso. Llegado que fue al sitio, no viendo a nadie, se sentó Aha sobre una piedra y se entretuvo mirando el plácido discurrir de las aguas. Cuando más distraído estaba, sintió sobre su cabeza un rápido aletear y vio como un gran alfaneque tomaba tierra a sus pies dejando caer de su pico tres hermosísimas flores y un rollo de papiro, al tiempo que decía:
-         ¡Salud, amable Aha! Ahí tienes el presente que te envía tu noble amigo el Cocodrilo Bondadoso o SAURIO DE ORO, unido al mensaje que debes leer y arrojar luego al Nilo, sin dar cuenta a nadie de cuanto en él se dice. ¡Salud y adiós, Aha!
-         ¡Adiós, mensajero leal! –respondió el niño. –Y estuvo mirando y saludando con el brazo en alto hasta que el alfaneque, volando rapidísimo, desapareció en el horizonte. Después recogió el mensaje y las flores, desarrolló la tira de papiro y leyó lo siguiente:
            “EL COCODRILO BONDADOSO O SAURIO DE ORO”, Jefe Supremo de la Confederación Universal de Cocodrilos, Gaviales y Caimanes, desea salud y prosperidad a su queridísimo amigo Aha el Compasivo, descendiente de Tutankamán el Audaz y nieto del Jefe de la Tribu de Camitas Imbeles, Tutankamán el Valeroso.
Querido Aha: Hechas las gestiones oportunas para conseguirlas te envío tres flores inmarchitables para que las uses conforme a las instrucciones que te doy a continuación.
            La flor de loto, originaria del Delta del Nilo, deberás hacerla llegar a mí poder si te encuentras en peligro de muerte violenta. Ha sido conseguida por el alfaneque mensajero que se presentó a ti y que es jefe de la primera patrulla del CUERPO AEREO DE ALFANEQUES SUICIDAS de mi Ejército del Aire, pues has de saber, amigo Aha, que a mi regreso, habiéndose averiguado que desciendo en línea recta del Gran Cocodrilo Sagrado, he sido nombrado JEFE SUPREMO DEL GRAN PUEBLO COCODRILIANO y, haciendo uso de las atribuciones que me han sido conferidas, he dispuesto que tanto el CUERPO AEREO DE ALFANEQUES SUICIDAS, como la LEGIÓN EXTRANJERA DE GERIFALTES OSADOS, lo mismo que mis cuerpos de ejército terrestre de DROMEDARIOS ELEFANTIASICOS y de LICAONES DESPIADADOS, estén a tu disposición, mi querido y recordado Aha, y dispuesto para acudir en tu auxilio al primer aviso que reciban. Otro tanto te digo de nuestras modernísimas flotillas subacuáticas de SAURIOS INAUDIBLES. Esto es lo que he dispuesto, Aha, en uso de mis facultades y en prueba del afecto que te guardo, no tanto por haberme salvado la vida cuanto por haberme hecho conocer el supremo valor de la bondad.
            La flor de tamarindo, que yo mismo he conseguido, me la enviarás si te encuentras gravemente enfermo. Y la flor de té, compasivo Aha, me ha sido proporcionada por un marabú amigo mío que me debe ciertos favores. Fue traída de las riberas del Yant-se-kiang, en China, y deberás procurar que llegue a mis fuertes mandíbulas si te ves en cualquier otra apremiante necesidad.
            En todos los casos, mi buen Aha, deberás enviar la flor correspondiente a cada una de las indicadas situaciones metida en un barquito hecho de tallos de papiro, que echarás al río Nilo. A tales efectos, ya puedes empezar hoy mismo a construir los tres barquitos necesarios que tendrás preparados y a flote, dispuestos a partir en cualquier instante, ya que, de ahora en adelante, de día y de noche, una flotilla de cocodrilos especializados en Botánica Comparada, graduados en la Universidad Cocodriliana de Ciencias Naturales, estará a la espera de cualquier mensaje que tú nos envíes por tal medio. Y no te olvides, Aha, de pronunciar las palabras rituales con que has de despedir a los pequeños navíos, y que son estas:
       Barco barquito, busca a mi amigo.
Y no te pierdas por el camino.
            Y no dejes, querido amiguito, de dotar a los barquichuelos con fuertes velas que favorecerán su navegación.
            Nada más, bondadoso niño. ¡Que Isis sea contigo y el Gran Cocodrilo Sagrado con todos! ¡Salud y prosperidad!
            En cuanto Aha terminó de leer el mensaje de su ahora poderoso amigo el COCODRILO BONDADOSO, arrolló nuevamente el papiro y lo arrojó al río. Inmediatamente emprendió el regreso al poblado, ocultando entre sus ropas las tres hermosísimas flores inmarchitables, decidido a llevarlas siempre sobre su cuerpo. Llegado a casa, se puso a trabajar sin demora en la construcción de los tres barquitos de tallo de papiro. Preguntado por su abuelo Tutankamán acerca del resultado de su expedición, contesto Aha que había hecho la promesa de guardar el secreto, y su abuelo lo tuvo a bien y se alegró de la discreción  y prudencia de su nieto.
Terminado que hubo nuestro amigo la construcción de los tres barquichuelos, los echó al agua en un puerto artificial que construyó a la sombra de una higuera gigante bajo cuyas descarnadas raíces adventicias corría un arroyuelo que iba a desembocar al río Nilo y que venía que ni pintado a los propósitos de nuestro pequeño héroe, ya que el arroyo distaba apenas diez metros de la fachada posterior de la casa en que Aha y su abuelo vivían. Ató los barquitos, por separado, a las raíces de la higuera pensando, razonablemente, que en caso de necesidad urgente podría cortar las amarras de un solo tajo y el barquito designado saldría a toda velocidad, arroyo abajo, hacia el Nilo y en busca de la flotilla de centinelas de su amigo el COCODRILO BONDADOSO, quien no tardaría en correr en auxilio de Aha para defenderle con todos los medios a su alcance.



III

            Pasaron cinco años y durante todo ese tiempo, no tuvo Aha necesidad de solicitar la ayuda del Cocodrilo Bondadoso. Todos los días pasaba revista a sus barquitos, como buen almirante. Limpiaba fondos, calafateaba, baldeaba cubiertas, reparaba o sustituía velas rotas o podridas. En fin, tenía sus pequeños veleros siempre dispuestos a zarpar. Pero nada extraño sucedía hasta que un día...
            Un día quiso la fatalidad que una serpiente venenosa mordiese a nuestro amiguito y he aquí que de todos cuantos remedios le aplicaron, que fueron muchos, ninguno contribuyó a mejorarle. Entonces, viendo que de seguir así la muerte no tardaría en alcanzarle, una tarde en que se encontraba sólo en su habitación, presa de altísima fiebre y agudos dolores causados por el veneno que la serpiente le había inyectado al morderle, se tiró Aha de la cama y fue arrastrándose, porque no se tenía en pie de lo enfermito que estaba, hasta su puerto artificial. Puso en uno de los barquitos la flor de tamarindo, cortó las ataduras que retenían al barquichuelo elegido y allá fue el pequeño navío, las velas desplegadas, rápido como el viento, en busca del río Nilo y del Cocodrilo Bondadoso, después de que Aha hubo pronunciado las palabras rituales:
       Barco barquito, busca a mi amigo.
Y no te pierdas por el camino.
            ¡Oh, milagros de la amistad! Antes de veinticuatro horas, encontrándose Aha casi agonizante, un gran marabú penetró volando por la ventana de su habitación trayendo en el larguísimo pico un recipiente hecho de corteza de coco, lleno de un líquido medicinal, y le dijo:
-         ¡Bebe, amable Aha, este líquido terapéutico que te envía nuestro común amigo el Cocodrilo Bondadoso! Es jugo de nísperos japoneses cocidos en agua de la tercera catarata del Nilo y que yo mismo he ido a buscar en un frenético y apresurado vuelo. ¡Bebe, Aha, y en un par de horas te pondrás bueno! ¡Bebe!.
            Obedeció Aha la imperiosa recomendación del marabú, bebió de un trago todo el líquido que contenía el vaso de corteza de coco y se durmió profundamente, sin tiempo siquiera para ver como el marabú volvía a salir volando por la ventana y desaparecía de la vista en pocos segundos.
            No habían pasado las dos horas señaladas por el marabú y ya nuestro amigo Aha, despertando hambriento y totalmente recuperado de su enfermedad, llamaba a su abuelo a grandes voces:
-         ¡Abuelo! ¡Abuelo Tutankamán! ¡Ya sané! ¡Ya estoy bueno! ¡Ven, abuelo!
-         ¡Por Isis! –dijo Tutankamán al tiempo que penetraba en la habitación del niño. ¡Esto es un milagroso! ¿Qué ocurrió Aha?
-         Forma parte del secreto del Cocodrilo Bondadoso, abuelo –contestó el niño. –Sólo puedo decirte que a él hemos de agradecérselo.
-         Bien, bien, querido nieto –dijo Tutankamán. –Pero... ¡Por las venerables barbas de mi bisabuelo Tutankamán el Audaz! ¡Si no lo veo no lo creo!
            Y  corrió a buscar alimentos para su nietecito, que hacía tres días que no comía nada.
            Curado Aha de su grave enfermedad, gracias a la oportuna ayuda de su amigo el SAURIO DE ORO o COCODRILO BONDADOSO, pasó otros tres años sin novedad alguna, pero el cuarto año vino una gran sequía que obligó a los Camitas Imbeles a sacrificar todos los animales, pues no tenían nada que darles de comer porque todo el campo era un inmenso yermo. Más tarde, agotadas las reservas de carnes y no disponiendo de alimento alguno vegetal, como empezasen a morirse los habitantes más débiles de la tribu y viendo Aha que en pocos días morirían todos, creyó oportuno enviar la segunda flor, la flor de té, a su amigo el cocodrilo. En efecto, cogiendo el segundo de los barquitos, que estaba varado a causa de haberse secado el arroyo, se dirigió al Nilo, puso la flor dentro del barquichuelo, pronunció las palabras obligadas y echó al río la navecilla que partió, si cabe, más veloz aún que la primera.
            Ni doce horas habían pasado esta vez, cuando los habitantes del poblado de Camitas Imbeles salieron a las puertas de sus casas, todos asustados, por haber oído un gran estruendo que a cada momento aumentaba de volumen.
            Lo que vieron les aterrorizó, pues creyeron llegada su última hora y que la muerte iba a alcanzarles más pronto aún de lo que pensaban. Pero en esto, Aha, a través de las nubes de polvo pudo ver a un marabú que, en vuelo rasante, dirigía la marcha de una enorme masa de DROMEDARIOS ELEFANTIASICOS, los cuales se acercaban al poblado tan velozmente como si tuvieran alas en los pies.
-         ¡Nadie se asuste! –gritó Aha. ¡Nos llega socorro, amigos! ¡Por Isis, esto es maravilloso!
            Realmente, el espectáculo era para asombrar a cualquiera. Cientos de dromedarios gigantescos, dirigidos por el marabú que Aha ya conocía, se aproximaban al pueblo cargados de todo género de alimentos: trigo, higos chumbos, dátiles, limones, naranjas, codornices vivas y muertas y otras ya cocinadas, toda clase de animales comestibles, tanto doméstico como salvajes, perfectamente atados y acondicionados, infinitas especies de volátiles de carne sabrosísima. En fin, alimentos para un año traían aquellos cientos de enormes dromedarios que estaban al servicio del Cocodrilo Bondadoso.
-         ¡Gracias sean dadas al Cielo y al Cocodrilo Bondadoso! –volvió a gritar Aha.- ¡Salgamos al encuentro de los dromedarios, amigos, y aligerémosles de la carga!
            Allá fueron, siguiendo a Aha, todos los camitas imbeles, y en breves instantes se encontraron ante los cargados dromedarios, que se arrodillaron de forma que los camitas pudieran trepar por sus cabezas hacia la carga, lo cual hicieron estos procediendo a descargar las mercancías comestibles y bebestibles que los dromedarios transportaban, pues el bondadoso SAURIO DE ORO no había olvidado él enviarles riquísimas  bebidas refrescantes. En poco tiempo estuvo realizado el trabajo de descarga y los dromedarios partieron inmediatamente, volviéndose por donde habían venido, sin hablar palabra ni dar explicación alguna. Sólo Aha, en medio de aquella confusión, vocerío y alegría de sus convecinos, había podido oír la voz del marabú, que volaba también de regreso:
-         ¡Salud y prosperidad, oh Aha! No puedo detenerme porque otras misiones urgentes me esperan. Nuestro amigo está bien y te envía restregones de hocico. ¡Salud!.
            Pensaréis vosotros, queridos niños, al ver que el marabú no trajo mensaje alguno a nuestro amigo Aha en las dos visitas que le hizo, que el Cocodrilo Bondadoso no quería enviárselo; pero habéis de comprender lo ocupadísimo que estaba el buen SAURIO DE ORO con sus tareas de gobernante y que, por otra parte, éste no quería recibirlo de Aha tampoco, debido a que su labor de Jefe Supremo de la Confederación Universal de Cocodrilos, Gaviales y Caimanes, se le antojaba abrumadora y tenía miedo, al recibir una carta de Aha, de no poder resistir los vehementes deseos que le asaltaban continuamente de ir a vivir con él. Así es que fue pasando el tiempo. Tenía Aha veinte años cuando se vio obligado a mandar el último y tercer mensaje, es decir, a enviar la flor de loto a su amigo el Saurio de Oro. Y ello se debió a que la TRIBU DE NUBIOS IMPLACABLES, que vivía junto a las Fuentes del Nilo, se corrió hacia el Norte y, encontrando al paso el poblado que mandaba el abuelo de Aha, aunque éste luchó haciendo honor a su sobrenombre de Valeroso hasta caer muerto al frente de los suyos, los nubios lo atacaron y mataron a la mayoría de sus habitantes cogiendo prisioneros a los restantes. Apenas había tenido tiempo  Aha de enviar el tercer barquito, con la flor de loto dentro, pidiendo auxilio al Cocodrilo Bondadoso, cuando fue sorprendido por cinco nubios y hubo de rendirse al número después de luchar bravamente. Caía la tarde y estaba ya próxima la puesta del sol cuando Aha fue hecho prisionero y con él los últimos heroicos defensores del poblado que había regido el valiente Tutankamán. Haría una media hora que nuestro héroe había enviado la señal de peligro y estaban los nubios festejando alegremente su victoria, cuando he aquí que, veloces como rayos, las escuadrillas de ALFANEQUES SUICIDAS y de GERIFALTES OSADOS, atacan por sorpresa y en vuelo picado a los nubosos. Estos, aterrorizados, echan a correr desordenadamente, unos hacia el Nilo, otros hacia las tierras del interior, sin saber que no tenían salvación porque en aquel mismo momento un numeroso ejército de LICAONES DESPIADADOS caía sobre ellos empujándolos a todos en dirección al Nilo y arrojándolos a las aguas, donde fueron devorados por las flotillas de SAURIOS INAUDIBLES que, nadando entre dos aguas, esperaban impacientes a los enemigos de Aha para ejecutar en ellos cruel venganza haciéndoles pagar con la vida el asesinato del noble Tutankamán el Valeroso.
            Terminado el combate, o mejor dicho carnicería, en que perecieron sin excepción todos los NUBIOS IMPLACABLES, los ejércitos de tierra, agua y aire, del Gran Cocodrilo Bondadoso, se retiraron a sus bases del Bajo Egipto, no sin antes asistir a la proclamación de Aha como Jefe de la Tribu de Camitas Imbeles, la cual gobernó éste con gran acierto durante los ochenta años que aún vivió, rodeado del amor y respeto de sus súbditos. Y es el caso que nuestro amigo ya no necesitó volver a pedir auxilio al bondadoso Saurio de Oro, porque la asombrosa noticia de la ayuda inconcebible que Aha había recibido, se difundió rápidamente por todas las tierras entonces conocidas, de confín a confín, y de todas partes vinieron a ofrecerle sumisión y ricos presentes que eran anualmente renovados, de manera que el pueblo de Aha llegó a ser uno de los más poderosos de Egipto, respetado hasta por los faraones, que temían la intervención del Cocodrilo Bondadoso, siempre dispuesto a no permitir que nadie, por poderoso que fuera o se creyera, ofendiese a su amigo, Aha el Compasivo, que ciertamente pasó por el mundo ejerciendo la caridad.
            Aquí termina, queridos amiguitos, la fabulosa e increíble narración de Aha el Compasivo y del Cocodrilo Bondadoso, los dos protagonistas de esta historia de otros tiempos que yo he querido escribir para vosotros con el fin de que no se pierda el ejemplo de los dos camaradas. Ejemplo que nos enseña a rivalizar con el prójimo en una sola cosa: en bondad.

El milagro de Pepe Repepe



Ya lo sé. Tú eres un perfecto ciudadano, hijo fiel de tu tiempo, admirador del maquinismo, idólatra de la técnica y, por tanto, un tipo de esos que afirman no creer en los milagros. Admites tranquilamente que el número es infinito y sin embargo dices que no te cabe en la cabeza el cuento ese de la infinitud de Dios. Claro, tú vives en la ciudad, respirando gases deletéreos, dedicado a fabricar máquinas, amontonar dinero y divertirte a fondo. También lo sé: sobre la jungla de asfalto es difícil ver a Dios siendo fácil, por el contrario, aprender a ser materialista, existencialista, pragmatista, y más fácil aun olvidarte de  que tú mismo ya eres un milagro que se repite a diario desde la fecha en que –otro milagro y no pequeño-, viste la luz primera. ¿O es que vas a decirme que no es un milagro despertar todos los días? ¿Vas a negarme, tú, despreciable pigmeo, que no es un milagro llegar a mañana? ¿Quién te da cuerda a ti, pequeño muñeco llamado hombre, para que no se pare esa deleznable maquinita compuesta de huesos, carne y sangre, que eres tú? Bueno. Te diré...
            En las tierras altas, allá donde yo vivo, las cosas cambian radicalmente y las gentes son de otra manera. El aire es puro y limpio y afilado como una navaja barbera. El cielo es alto y grande, más azul que lo azul, y los horizontes son amplios y lejanos, de tal modo que los hombres viven más pendientes del cielo que de la tierra porque saben que de arriba viene todo: la lluvia que fecunda los campos posibilitando las cosechas, el aire vivificador que respiramos, el rayo destructor, la luz que llena nuestros ojos, el horrísono estampido del trueno que hace abrir las fuentes, el calor que corre por nuestras venas, y la Gracia. Sí, la Gracia que nos infunde esa fe inconmovible en el Señor que todo lo creó. Por eso, en las tierras altas, allá donde yo vivo, se cree en los milagros. Incluso en los pequeños milagros cotidianos a los que tú, ciudadano que te las sabes todas, das el nombre de meras casualidades. Milagros como aquel de Lucita(1), la niña de cinco años que se cayó por la ventana de un segundo piso y fue volando, porque le prestó las alas su ángel de la guarda, a caer allá lejos, a una distancia de quince metros, blandamente, suavemente, como una pluma, sin hacerse daño alguno. O el de aquel loco que, cuando todos los cuerdos corrían, despavoridos, a causa de haberse incendiado el surtidor de gasolina del pueblo, se acercó muy tranquilo a la llama, sacó la chaqueta y apretando, apretando, sin pensar en el riesgo de muerte que corría, ahogó el fuego, sofocando el incendio y librando así  al pueblo de una catástrofe inmensa. O éste de Pepe Repepe, que yo voy a contarte, y que él cree que lo fue aunque le hayan dicho lo contrario. Y es que en las tierras altas, donde Dios está cerca de los hombres y las gentes son sencillas, ocurren tales hechos que ya no se sabe bien si las cosas normales son milagros o los milagros cosas de todos los días. Verás...

(1)ver notas
II


¡Bien, Pepe Repepe! ¡Muy bien! –dijo la maestra al chico. –Hoy te has portado de miedo; si señor. El Niño Jesús estará muy contento de ti porque has sabido al dedillo la lección de Religión. Pero no olvides que, en esta materia, obras son amores y no buenas razones, como dice el refrán, y es verdad. De modo que no lo olvides, ¿eh, Pepe Repepe? No lo olvides.
-         No, señora profesora –contestó el niño. –No lo olvidaré. Recuerdo perfectamente aquello de que la fe sin obras es fe muerta.
-         ¡Eso es, Pepe Repepe! ¡Eso es! Veo que tienes una excelente memoria. Pon en práctica, pues, lo que aprendes y Dios te lo premiará. Y ahora, ¡hala!, a repasar la Gramática.
-         Sí, señora profesora –dijo Pepe Repepe.
            Regresó el pequeño a su mesa de trabajo, se sentó ante ella, al lado de su amigo y compañero de tarea, Carlos, y se puso a estudiar la lección de Gramática correspondiente al día. De pronto levantó la cabeza y escuchó, interesado, atentamente.
-         Ese pajarito que canta es un jilguero –pensó Pepe Repepe.
            Y luego, soñador, sin saber por qué, empezó a cavilar en las Obras de Misericordia y en las Bienaventuranzas; en Jesús, que padeció muerte de cruz por amor a los hombres; en San Martín, dando la mitad de su capa a un pordiosero; en los ángeles que guiaban a los bueyes de San Isidro Labrador mientras éste rezaba y en el humilde y dulce San Francisco de Asís, para quien todos los seres, incluso el lobo feroz, eran hermanos. Bellas historias ejemplares, hermosas leyendas cristianas, relatos de santas vidas heroicas que tanto agradaban a los niños y cuya exposición encantaba a la maestra.
- Ahora canta también un canario salvaje y más lejos un mirlo –pensó Pepe Repepe olvidándolo todo-. Y esa que cacarea es la gallina del cuello pelado que seguramente acaba de poner un huevo. El pío... pío... ese, agudo y roto, es la canción monocorde de los nueve pollitos de la clueca castaña. Y allá arriba, en lo alto de la morera, grazna ese pájaro negro, de la familia de los cuervos, que aquí llamamos “choyo” y no sé si es corneja.
-Escucha, Carlos, que estupendo concierto –dijo Pepe Repepe a su compañero de mesa.
            Por los abiertos ventanales del aula escolar que se asomaban al jardín-corral de la maestra, entraban a un tiempo los rayos del sol, la brisa tibia de la mañana abrileña y, un sí es no es concertado, el canto de los pájaros, el cacareo de las gallinas, el pío... pío... de los pollitos y el áspero, chirriante, graznido de los “choyos”.
-           Sí, es bonito –comentó Carlos, que no estudiaba música, sin mucho entusiasmo.
-         ¿Cómo bonito? –protestó Pepe Repepe-. Es extraordinario, formidable, magnífico.    Y piensa que las aves cantan para alabar al Señor.
-         Yo no entiendo de música y tú sí –se defendió Carlos.
-         ¡Recoged, niños! –ordenó la maestra. –Son las doce. Recemos al Ángelus. A ver, tú,  Pepe Repepe, dirige.
-         “El ángel del Señor anunció a María ...”
-         “Y concibió del Espíritu Santo” –respondieron al unísono los niños todos.
-         “Dios te salve, María...”.
            Cinco minutos después todos los escolares corrían por las calles en dirección a sus casas.

III

-         Y bien, peque, -dijo el padre de Pepe Repepe dirigiéndose al niño-¿Has merecido hoy el bollito de cuernos?
-         Sí, papá –respondió el pequeño-. Y supe tan bien la lección de Religión que la señora profesora me felicitó.
-         Bueno, hijo, bueno –aprobó el hombre, satisfecho-. Me alegro mucho de que seas aplicado. Toma tu bollito y vete a jugar un poco.
            Pepe Repepe cogió el bollito de cuernos, dorado y tierno, reciente, tibio del horno aún, que su padre le ofrecía, y salió de casa como un bólido, a todo meter, para ir a reunirse en la plaza del pueblo, delante de la iglesia, con sus compañeros que ya le estaban esperando impacientes por iniciar el cotidiano partido de fútbol callejero a base de pelotas de trapo o de papel. Y es que Pepe Repepe, como delantero centro, era un as.
            Corría el niño a toda velocidad por la acera de la llamada Calle de Cemento, cuando observó que en dirección contraria, por la acera de enfrente, venía un anciano mendigo de luengas barbas blancas, todo cubierto de harapos, los pies calzados con unos viejos zuecos, de esos que los gallegos llamamos “de paragüero” y que tienen la piel durísima y las suelas de madera. Llevaba el mendigo un saco semivacío sobre el hombro izquierdo, un grueso palo, a modo de báculo, en la mano derecha, y cubría su antigua, plateada, venerable cabeza de peregrino medieval, con un gran sombrero pringoso, todo agujereado, descolorido por la abrasadora luz de muchos soles, por la humedad de muchos rocíos, por el soplo de múltiples brisas, por el paso de incontables años.
            Se detuvo Pepe Repepe a la altura del mendigo. Miró para su bollito de cuernos cuya suave tibieza sentía, como una caricia, en la palma de la mano y luego, muy despacio, atravesó la calle y fue a pararse, tímido, ante el viejo vagabundo.
            Tendió el niño su mano ofreciendo al pordiosero el dorado bollito con la sana intención de dar una limosna a quien, sin duda, la necesitaba, al mismo tiempo que hacía un sacrificio por el amor de Dios; pero el anciano esquivó al pequeño y siguió adelante como si no le hubiera visto.
-         ¡Señor, señor! –gritó Pepe Repepe, un tanto desconcertado-. ¿No quiere este bollito?
            El mendigo se volvió, iracundo, y mirando despreciativamente al pequeño limosnero, masculló enfurecido:
-         ¿Quieres burlarte de mí, necio pequeñajo? Anda, anda, vete de ahí con tu maldito bollito. Yo no quiero pan. ¡Quiero dinero!
            El viejo mendigo siguió su camino, sin volver la vista atrás, y Pepe Repepe permaneció inmóvil, humillado, la cabeza baja, el brazo aún tendido en ademán implorante, los ojos llenos de lágrimas, sin saber ya que hacer con su bollito de cuernos, su bollito tierno y dorado, que para él era casi un tesoro y al que, sin embargo, estaba dispuesto a renunciar alegremente para agradar a Jesús. Poco a poco fue reaccionando y pensó que también aquella imprevista humillación sufrida, aquel desprecio inesperado, podían ser ofrecidos al Niño Dios. Después, pensativo, se dirigió al encuentro de sus camaradas.
-         ¡Eh, Pepe Repepe! –gritó uno-. ¡Qué se hace tarde! ¿Juegas o no?
-         No, no. Hoy no juego –contestó Pepe Repepe-. Jugad vosotros. Yo voy a visitar al Santísimo.
            Dicho y hecho. El niño penetró en el templo y acercándose hasta el presbiterio depositó su bollito de cuernos, delicadamente, ante el altar mayor. Enseguida, se arrodilló, ocultó la cara entre las manos y se puso a hablar, en voz bajita, con el Niño Jesús.
-         Niño Jesús –dijo-. Le ofrecí mi bollito de cuernos a un pobre, por imitarte a Ti, por agradarte, y lo despreció. Yo había renunciado a mi panecillo de  todo corazón y por eso no quiero ya comerlo. He pensado dejarlo ahí, ante el altar, para que Tú hagas con él lo que quieras. Estoy triste, Niño Jesús, y no sé que pensar de ese mendigo soberbio. Te ofrezco también esta tristeza, esta decepción que nació en mí.
            Terminaba su ofrenda y después de rezar un Padrenuestro se retiraba ya Pepe Repepe, cuando oyó un revoloteo que le hizo volver la cabeza sorprendido. Cuatro blancas palomas, que no se sabía bien de donde habían podido venir, fueron a posarse en el suelo, ante el altar mayor de la iglesia, y, tranquilamente, se pusieron a picotear en el bollito. Pepe Repepe sonrió y sintió que su corazón de doce años daba un gran salto gozoso.
-         ¡Gracias, Niño Jesús, por haber aceptado mi humilde ofrenda! –musitó el niño santiguándose-. Mi sacrificio no fue estéril, pues también las palomas son pobres criaturas del Señor y, como nosotros, necesitan pan.
            Por la tarde, al llegar a la escuela, Pepe Repepe, con mucho misterio, contó a la maestra lo que le había sucedido.
-         No fue ningún milagro, Pepe Repepe –aclaró la maestra. Tú ignoras que el sacristán tiene palomas en la sacristía vieja, que ya no se usa, y seguramente se le olvidó cerrar la puerta.
-         Está bien, señora profesora –admitió el pequeño-. Pero a veces ocurre que el Niño Jesús inspira a los sacristanes para que críen palomas en las viejas sacristías y así llegue un día como hoy y no se dé el caso de que un niño que acaba de sufrir una gran desilusión crea que no vale la pena de hacer sacrificios por el amor de Dios.
            La maestra sonrió, emocionada, y no supo que decir.