El tiempo pedagogo


Modernamente nadie lo desconoce, la Pedagogía ha dejado de ser esa ciencia restringida, acotada, raquítica, dedicada en exclusiva a la educación del niño, que la etimología de la palabra parece dejar establecido que sea “ad vitan aeternam”. Hoy el pedagogo está considerado como algo más, mucho más, que un mero educador, maestro o guía de infantes. Es –idealmente por lo menos- un formador de escolares, de alumnos de Instituto, de universitarios, de mujeres y hombres; de seres normales y anormales. Se ocupa tanto del individuo como de la sociedad. Así se define ahora – a la Pedagogía-, sencillamente, como la “Ciencia y arte de la educación”.

Aclarado esto –reincido en la monomanía de justificar mis títulos, déjeseme bajar, descender, al fondo del asunto que pretendo tratar.

En el prólogo a la segunda edición de su “España Invertebrada” –octubre de 1922- Ortega y Gasset ha escrito que “Por una curiosa inversión de las potencias imaginativas, suele el español hacerse ilusiones sobre su pasado en vez de hacérselas sobre el porvenir, que sería más fecundo”. Bien. No hay nada recusable en tales afirmaciones; pero yo me pregunto: ¿Debemos por tanto olvidar que la experiencia es maestra de la vida, según reconocieron los latinos? Indiscutible es que la experiencia procede del pasado, próximo o remoto. ¿Y no es cierto que la Historia es testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad? Podría transcribir esas frases en latín –su origen- pero no quiero pasar por erudito, pues no lo soy. ¿Y qué es la Historia?: relación, relato, de hechos, sucesos, acaecidos a la Humanidad en su doble función de sujeto agente y paciente; según los casos. Ejemplo: el Diluvio; sufrido, padecido; no obra de los hombres. La Historia: hechos concretos, ciertos, reales; no leyendarios, no dudosos. Cicerón, ese gigante del habla, -“De Senectute”- dice: “Pues el juicio, la razón y el consejo está en los ancianos”. Traduzcamos “est in senibus” por “está en los antiguos”. No es que me convenga. La razón, el juicio y el consejo podrán estar en los ancianos –de hecho lo están siempre-, más nunca podrá decirse que son “viejos”. Del mismo modo que Sem Tob de Carrión –el rabí- afirma fundadamente:


Nin vale el azor menos

Porque en vil nido siga

    Nin los exemplos buenos

Porque judío los diga.


            Y es verdad. Y no presumamos tontamente –los jóvenes- de ser los mejores de entre los mejores en  pensamientos, palabras y obras. Leed lo que dice Shakespeare por boca de Porcia -la hermosa- (Escena II Acto I, de “El Mercader de Venecia”): “El cerebro puede esforzarse en dictar leyes a la sangre, pero un temperamento fogoso sabe eludir siempre una fría sentencia, y los jóvenes, verdaderos locos, saltan como liebres por encima de las redes que les tiende el buen consejo, el cual es cojo”. Efectivamente, nos falta la experiencia que dan los años. Hemos de esperar, pues, a que el Tiempo, ese furioso corcel siempre desbocado, vaya hollando profundamente, bajo su incesante galopar inmisericorde, la tierra dura de nuestra carne joven y los intransitados caminos de nuestras almas imberbes. Entonces, hagamos trampolín de los días pasados para arrojarnos a la piscina virgen del porvenir con la seguridad de no ahogarnos, salvo imprevistos calambres mentales, porque ya sabemos nadar, incluso en aguas procelosas. Estudiemos la lección que nos brinda el tiempo ido, ese admirable pedagogo, y obremos en consecuencia. No para rumiar nostalgias. Tampoco para detener ante la estatua de una hora inmóvil, por gloriosa que ella haya sido, el reloj palpitante de nuestro ímpetu constructivo. El tiempo antiguo ha de ser el arma; nosotros el proyectil disparado, lanzado fuerte, velozmente, hacia el blanco de un futuro que, por amor propio, para nosotros y para nuestros hijos, hemos de alcanzar esculpiéndolo, modelando, creándolo superior a todo lo pasado conocido o por conocer. Pero recordando siempre la enseñanza del tiempo anciano, ese altruista pedagogo.

Sonata de otoño


Cuando el verano muere y el otoño nace, el cielo toma el color del plomo viejo y el sol se torna amarillo, como un vulgar terrícola afectado del hígado. Hay cierta extraña quietud en el ambiente y no sé qué rara amenaza pendiente, cual espada de Damocles sujeta por un hilo tenue de viento, sobre las cabezas de los transeúntes que cruzan la calle, levantándolas, para otear una desconocida esperanza de algo serio y bueno que ya presiente en largos escalofríos la inquieta columna vertebral. El otoño nace con ese indefinible –en cierto modo horroroso- cambio de color que señala en el humano moribundo el paso de la luz del tiempo a la sombra absoluta de la eternidad. Ese color verde-anciano o amarillo-verdoso de todo lo decadente. El otoño, sin embargo, nace limpio, como todas las cosas, entre una envoltura sucia y triste.

            De repente, igual que una discusión de borrachos provocada sin venir al caso, las nubes plomizas se resuelven -¡que buena música sin intérpretes humanos!- en una lluvia desesperada que tamborilea en los cristales -todas las casas tienen ya cristales- y martillea fuerte sobre el suelo, sobre las plazas y las calles. Y hay unas ráfagas súbitas de viento imberbe, salido no se sabe de dónde, que se ponen a tocar -¡qué largos dedos potentes los del viento!- en esas cuerdas gruesas de guitarra que son los cables de la luz eléctrica, una extrahumana melodía. Y eso que faltan las golondrinas para pintar blancas, redondas, negras, fusas y semifusas, corcheas, semicorcheas, en el desnudo pentagrama que se aferra a las casas, muy fuerte, con sus manos rígidas de hierro hechas por manos de carne.

            En los árboles de hoja caduca –también hay árboles que sufren la vergonzante enfermedad de la calvicie- unas pocas hojas, colgando como lenguas de ahorcado, soportan su agonía doblegada en espera del arrastrado descanso que les ofrece el arroyo. El suelo; la tumba de todo lo verde que muere para renacer cada primavera como la esperanza de los pobres, de las novias y de los enfermos. Y el viento, azotando las ramas peladas, interpreta su canción igual.

            Todavía –estamos en Galicia- desafiando al viento que sopla y a la lluvia que cae, hay un muchacho arriesgado que corre por la calle tocando madera –sus zuecos- contra la calle, ese tambor largo de cemento.

            Así es la sonata del otoño. Música de viento, de lluvia, de madera y cemento. Música de cables eléctricos, de árboles desnudos y de hojas agónicas o muertas. Canciones inauditas del viento y del agua. Música de cristal natural. ¡Música, música! –diría Rubén-. Y el otoño nace, esperanza de algo serio y bueno, que engendra primaveras por venir. La gran madre prolífera, la Tierra, es fecundada –un dios frío la abraza- para dar a luz luego, con el tiempo, millones de vidas nuevas grandes y pequeñitas, que han de nacer de miles de colores.

Interpretación de Álvaro Cunqueiro


            No sé que eco largo y lento hace sonar, tintinear en mis oídos la prosa de Álvaro Cunqueiro. Álvaro es uno que escribe -¡qué bien escribe!-, nacido en Mondoñedo; mindoniense. Mondoñedo: la ciudad tranquila; la sin voz; o la de todas las voces. ¿Habrá voz más ruidosa que la del silencio absoluto? No sé. El silencio: recogedor de todos los sonidos; papelera de los ecos múltiples: la voz estremecedora e inmutable. ¿De qué color es el silencio?: negro. ¿Y la calma?: gris. Silencio y calma: Mondoñedo, la ciudad de Álvaro.

He leído poco muy poco, demasiado poco, quizás, a Álvaro Cunqueiro. De ahí la tremenda dificultad, casi invencible, -siquiera sea interpretación subjetiva, personal- con que me enfrento al tratar de definir al creador, inventor, de una prosa mansa, reposada, serena: engendrada hace siglos y clavada en mañana. Prosa secular proyectada hacia el futuro al través del inexistente presente absoluto. El presente: mito, utopía, nada. Álvaro: pluma de anteayer y de pasado mañana. De Grecia al porvenir. Del arte puro –arte literario- al arte puro. Sin transición. Sin intervalos. Sin matices. Un gran salto. En medio, la gran laguna de los siglos acéfalos.

            He llegado a Mondoñedo, muchas veces, al través de nieblas densas; era la noche. Tranquilidad absoluta, total. Puede palparse el silencio; es una pared impenetrable que detiene al recién llegado y le asusta. Luego la afonía se apodera de uno: lo aglutina en una rara simbiosis átona. De día, lo mismo, cuando la mano del sol descorre las cortinas de niebla, la ciudad sigue callada como temiendo despertar a los siglos muertos que duermen su sueño sin fin. En Mondoñedo, la sin voz -.o la de todas las voces.- solamente las campanas se atreven, descaradamente, a apuñalar al silencio con su sonido cansado, de bronce. En la Catedral; en los Remedios, en los Picos. Las campanas cantan, o lloran, o gritan –no sé- desde lugares diferentes. Y en el aire nuevo y en la luz que nace y en la niebla que huye, se nota como una gran paz inyectada a la ciudad por los siglos idos, o las piedras viejas, o los muertos que duermen tranquilos un sueño que no espera amanecer.

            Para comprender a Cunqueiro hay que saber de Mondoñedo; y al revés.

            Álvaro, su prosa, explica todo esto: la campana, el árbol, el agua, el sol, la catedral y el convento, la niebla y la luz y la piedra y la sangre. Todo tan apacible, tan tranquilo, tan lento, que no se concibe muy bien –al presente- el que un hombre, un escritor de hoy –quiero decir nacido en nuestro siglo- pueda escribir una prosa más antigua y más moderna que los que vivimos. La velocidad pasa empolvando nuestros ojos, nublando la visión. Álvaro, su prosa, es el antídoto poderoso. El alma descansa, leyéndole, y se percibe como una suave caricia de niño que adormece el espíritu fatigado, aburrido y hastiado de contemplar la marcha vertiginosa de este siglo que parece trata de huir de si mismo. O bien será que la civilización, condensada en el arte literario de Álvaro, se niega a morir hasta el último día del tiempo. De Grecia al porvenir –siquiera sea interpretación personalísima- yo afirmo que Álvaro Cunqueiro es el verdadero creador de la prosa jamás imaginada que clava el quietismo y el arte de ayer en el vértigo de pasado mañana.

 

 

Santa María de Montenegro


        SEGURAMENTE –para los villalbeses- el título de este trabajo resultará desconcertante si afirmo que se trata nada menos que del antiguo nombre de Villalba. Y así es. Sin embargo, estoy seguro que en la mente de alguno.-algún anciano de pelo cano y paso lento- despertará un recuerdo que le hará mover la cabeza afirmativamente, con complacencia, al leer.

            Es bien curioso. Villalba ha sido siempre un típico ejemplo de pueblo olvidadizo. Olvidamos todo. Los hombres y las cosas. Las causas que han hecho de esta villa un pueblo que progresa con ritmo uniformemente acelerado. No pensamos nunca que es preciso mirar de vez en cuando al pasado para orientar un futuro que tiene sus cimientos asentados sobre valores morales y piedras y recuerdos y hechos legendarios. Que yo sepa –me refiero únicamente a los nuestros- tan solo Manuel Mato Vizoso y Antonio García Hermida se han preocupado, en la medida de sus fuerzas, de recopilar datos con que construir la historia pequeña de nuestro mundo reducido.

            Y así, yo, viejo ratón literato aficionado a husmear apolillados escritos polvorientos, descoloridos por la andadura de los años, he tenido que recurrir a ellos para poder escribir algo sobre este pedazo de terruño que escuchó mis primeros vagidos de recién. Algo que suena a interesante, notable, antiguo y misterioso como todo lo desconocido que se nos aparece, de pronto, ante los ojos asombrados. Y hay no sé qué de solemne en este regreso al pasado para leer páginas que escribieron manos que ya no existen; párrafos que ordenaron cerebros hoy unidos a la nada en que se integran todos los cadáveres ha tiempo reducidos a polvo.

            Manuel Mato nos descubre a Santa María de Montenegro. Cedámosle la página virgen y leamos lo que él escribió en el año 1907; (1).

            “Pero si nos fijamos en que antes del siglo XIII, el pueblo de Villalba era conocido con el nombre de Santa María de Montenegro (Vid. Esp. Sag. 18 Ap. 21); que en documentos (que podemos presentar), pertenecientes a los siglos XV y XVI figura aún esta villa, en las fechas, como “Villalba de Montenegro”; en que diversos privilegios, publicados por los PP. Florez y Risco-.con especialidad en los temas 18 y 40 de la España Sagrada- hacen alusión a la “Tierra de Montenegro” mencionando lugares que fácilmente se identifican por los nombres que hoy tienen, y se prueba aun por otros conceptos, que pertenecen al territorio de Villalba; en la antigua existencia de un condado de Montenegro, que se encuentra entre los once condados lucenses del tiempo de los suevos, y si esto mereciese desconfianza, se encuentra por lo menos mención de un territorio montenegrense en el famoso testamento de Odoario, Obispo de Lugo y en la donación de Abala del año 974, citada por el Padre Florez (tomo 18, cap. 4, Pág. 106); en fin por estas razones que se indican y aun por otras que omitimos para no dar demasiada extensión a este artículo, en que nos hemos propuesto la mayor sinceridad y concisión, creemos indudablemente que los vestigios expresados son los de un pueblo que tuvo el nombre de Montenegro”. Y sigue.

            Y ahora dejemos que García Hermida transcriba a la página blanca lo que escribiera en 1911 (2), sobre el pueblo que amó más que a su propia vida:

            “Su fundación es antiquísima. Ya a fines del siglo XII o principios del XIV, el Infante don Felipe, hijo del Rey don Sancho el Bueno y de doña María de Molina, obtuvo la donación, en privilegio, del Castillo de Villalba con su alfoz y tierra, denominada entonces de Montenegro. Posesionado don Felipe de la fortaleza, sufrió cerco horroroso por don Fernán Ruiz de Castro, señor de Lemos. Arrasado, casi, el castillo por el año mil cuatrocientos ochenta y tantos, fue reedificado por los Andrade, creándose en aquélla fecha el condado de Villalba”.

            Algo queda, aún de lo que en el tiempo pasado brilló. Sigamos, todavía, a ese escritor-poeta, músico y periodista que fue García Hermida y hagamos nuestro, actualicemos, lo que él escribió:

            “Solo queda de aquél señorío feudal y de sus privilegios ominosos, esa vetusta torre almenada, refugio de cuervos y búhos que en las agrietadas paredes anidan. Han cambiado usos y costumbres. En torno de ese gigante de granito brilla potente la luz eléctrica. La vieja torre se levanta como un fantasma, como un espectro, hablándonos plañideramente de un poder que fue”. Es verdad; enteramente cierto. Pero la torre vetusta nos habla del abolengo de la villa y es punto de referencia en el recuerdo de todo raudo viajero que ha transitado, una vez por nuestras calles.

            Más podría escribir y copiar, transcribir, acerca de Santa María de Montenegro; pero, aun dispuesto a robar tiempo al tiempo, el espacio me impone un final no deseado.

            Ahora, en parte –algún día pienso recalar en el mismo puerto que hoy- queda explicado el origen de Santa María de Villalba. Espero que esos hijosdalgo, que son todos los villalbeses, sepan disculpar mi impericia posible, al tratar esta cuestión, en atención al trabajo que me ha costado desenterrar estos datos de su olvidada tumba de papel.

 

(1)    De “Apuntes para la historia de Villalba”. Artículo publicado con el título de “El Castillo” en la revista mensual “El Eco de Villalba” de fecha primero de enero de 1908. El artículo está fechado el 16 de diciembre de 1907.

(2)    Reportaje publicado en “La Voz de Galicia” el día 2 de Julio 1911, bajo el título “Villalba. –Del pasado, del presente y del porvenir”.

Schubert, vida incompleta


            Estamos en Viena, en noviembre –día 19-, en la Kettenbruckengase, una calle silenciosa de los suburbios vieneses.Corre el año 1828. En una de estas casas, que no es la suya, acaba de fallecer Franz Schubert. Schober, Schwink y Bauerfeld, sus leales amigos, lloran. El tifus y la fiebre nerviosa han fusilado al maestro. Viena ignora todavía –querrá ignorarla mucho tiempo aún- la gran pérdida que acaba de sufrir. Cien años después estará orgullosa de haber tenido tan preclaro hijo. Ahora no.

            Estamos en Viena, en cualquier calle, un día cualquiera, primavera u otoño, de 1928. Ha pasado un siglo y, -lo de siempre- la capital austriaca conmemora, esplendorosamente, el centenario de la muerte del genio. La ciudad entera dobla la rodilla como homenaje y recuerda al compositor excelso. Trata de darle ahora, cuando ya no es posible que reciba nada, lo que, viviendo el genio, le negó.

Ha muerto Schubert a los treinta y un años, en la plenitud de su vida, no –como han escrito algunos- de su obra. La vida de Schubert es una vida segada en flor, incompleta, al igual que esa su obra famosa, desde su niñez. Ha creado mucho el gran músico; muchísimo; pero, sin duda, mucho más se ha ido con él a la tumba; mucho más hubiese producido si, desde niño, hubiera tenido lo que siempre le faltó: amor.

            Positivamente feo, en lo físico. Hijo de un maestro que le desprecia desde sus primeros años; que le golpea sin causas, que le niega hasta el consuelo de poder despedir á su querida madre moribunda. Ignorado más tarde por las gentes. Mal retribuido o rechazado por los editores que han de enriquecerse a costa suya. Perdida para siempre la única mujer a quien se sabe ciertamente que amó, Teresa Grob, el maestro se refugia en la Música, su verdadera novia eterna, porque “Quería cantar el amor y el amor se me trocaba en dolor. Quería cantar el dolor, y el dolor se me trocaba en amor... Así “el amor y el dolor me desgarraban”. Amor deseado y no conseguido. Dolor que arraiga y crece día a día en su torturado corazón. Amor y dolor amalgamados, mezclados, fundidos en el alma del músico no reconocido. Desesperación y esperanza. Luz y sombras. Esta es la música de Schubert. Este es Schubert, el despreciado: el de la vida incompleta. Melodías. Marchas. Impromptus. Sinfonías. Cuartetos.Quintetos. Valses. Canciones. El Ave María, la Serenata el Momento Musical. Música de siglos. Melodías eternas. Este es Schubert: amor no logrado: dolor no merecido; pobre vida cortada en su mitad.

            También, como músico, le falta algo a Schubert. Es muy grande, con todo, pero incompleto. El lo sabe y quiere estudiar contrapunto para perfeccionar su producción futura. Quiere estudiar con Sechter: pero ya la muerte aletea a su alrededor y la enfermedad se dispone a lanzarse sobre su cuerpo rechoncho ávida de apagar para siempre la débil luz que titila en sus ojos miopes, parapetados en gafas de gruesos cristales. Y muere, sin estudiar contrapunto, incompleto como su obra famosa.

            ¿Qué hubiera producido el maestro de poseer ese amor y esa técnica? No sé. Creo que hay cosas que un artista no puede crear sin haber sido amado de mujer. Otras hay que no pueden ser concebidas si no se sabe antes lo que es ser padre y esposo. Algunas, solo pueden ser imaginadas por hombres sin hogar, sin lumbre, sin alimento, sin vestido. Hay que ser lobo solitario para engendrar ciertas ideas. En el fondo del corazón de Schubert, vida incompleta, sin duda había algo de esto último.

            ¿Acaso su obra inacabada puede ser un símbolo de lo que fue su vida?

 


Azorín y Rosalía


           Braceando, buscando, buceando, en un mar de polvo y libros viejos, he tropezado con uno de Azorín: “Andando y Pensando”. Subtítulo: “Notas de un transeúnte”. Es un libro de ensayos; lo desconocía. Ignoraba absoluta, totalmente la existencia de esta obra literaria de José Martínez Ruiz. Ha sido editada –Editorial Páez- en Madrid; año 1929. Me ha revelado, descubierto, un Azorín inédito –para mí-; sorprendente.

            He confesado, sin rubor, que ignoraba algo. Ha pasado el tiempo, felizmente, en que reconocer ignorancia me hacía erubescer como una colegiala requerida de amores. Ahora es distinto. Tengo más años y menos sangre pura. Con la edad sucede esto, lo cual prueba mi teoría de que la vergüenza coloreada es directamente proporcional a la cantidad de sangre pura que llena nuestras arterias e inversamente proporcional a la edad. Claro que lo mismo suele suceder con la vergüenza –“rara avis”- sin manifestaciones cromáticas: esa es la razón de que muchos ignorantes parezcan sabios en “la color"- diría Cervantes- del rostro.

            Todo el mundo, más o menos, conoce al maestro –maestro de las Letras-. Azorín. Cervantes y él son los soportes de la inmensa bóveda literaria española. Cervantes y Martínez Ruiz: crepúsculos literarios de España. Díaz Plaza –un catedrático de Lengua y Literatura española- coincide conmigo. Miguel: estilo amplio, abundante, descriptivo en grado máximo. Un detalle significa un párrafo, largo párrafo, inigualable. Azorín: conciso, “conciso” –palabra desusada... Un detalle es un puñetazo Insuperable. Dos estilos maravillosamente opuestos. Cenit y nadir de la lengua hispana. Únicos. Elevados. Gloriosos. Inimitables. Martínez Ruiz tiene ventaja: es difícilmente sencillo o sencillamente difícil, de imitar, se entiende. Comprendido por todos. Cada palabra un bofetón. Cada punto una puñalada en el corazón del lector. Cosas inolvidables. Este es Azorín.

            Despacio -como gusta de caminar Azorín- le he seguido a través de su libro “Andando y Pensando”.

            Caminando lento –los dos- he llegado a encontrar al Azorín admirador de Rosalía. Sorprendente.

            Subtítulo –lo he dicho ya-: “Notas de un transeúnte”. Yo también he sido transeúnte –transeúnte pensante- alguna vez. Mis ojos han transitado, peregrinado, por las páginas de “Andando y Pensando” hasta llegar al último capítulo –Capitulo XXX-: Rosalía de Castro. Y dice el maestro:

            “En tanto que aquí, en la gran ciudad, los poetas lanzaban versos rotundos, enfáticos, declamatorios; en tanto que aquí, entre la sociedad literaria, todo era artificio, estrépito de lisonjas mutuas, tráfago de vanidades –superficialidad brillante, frivolidad-, allá en un rincón de Galicia, lejos de este estruendo, apartada remotamente de este bullir mundano, había una mujer que iba en silencio, componiendo unas poesías delicadas, suaves, íntimas, henchidas de emoción. Nadie conocía en Madrid a éste poeta; nadie ha comenzado a estimarle hasta muchos años después. Un obstinado y estúpido silencio ha sido guardado en torno a este poeta: su nombre ha sido ignorado por críticos, académicos, eruditos, catedráticos de Literatura, formadores de antologías. Este silencio era necesario al prestigio del poeta; quien vivió y escribió como vivió y escribió Rosalía de Castro, no podía ser proclamado poeta súbitamente por la gente frívola y mundana: ...”

            Este es mi Azorín inédito; sorprendente. El Azorín admirador y defensor de Rosalía, es decir, el Azorín conocedor de Galicia y de sus gentes.

            Un gran escritor, levantino, ensalzando a nuestra poetisa: a nuestra dulce y expresiva y sentimental Rosalía: a una, uno, en definitiva, de los nuestros. Galicia, reincidente en su eterno pecado, ignorando que tuvo que tiene, que puede llegar a tener, gente grande en el mundo de las Letras. Sublimes y sencillos, como los paisajes de su tierra natal, nuestros artistas se conforman con pensar que la posteridad habrá de llevar flores a sus tumbas. ¡Oh, Galicia, humilde madre de los genios humildes!

Recluta


Era el año 1945. Febrero. El tren correo de Galicia me puso de patitas en Madrid. Fue allí –en el Madrid nunca visto- donde nos concentramos para viajar hasta Marruecos; pero ya uno era recluta y, así, Madrid fue testigo indiferente de mi primer día de milicia.

El patio del cuartel era pequeño, cuadrado, con un árbol en el centro y un grifo –buena agua, fría, saludable- en un rincón. Todos íbamos a beber en él. Yo estaba haciéndolo cuando un cabo me llamó:

-          ¡Eh, tú recluta! Ven a pelar las patatas si quieres comer.

Por primera vez en la vida me encontré pelando patatas, -montones de patatas- sentado en el suelo, humillado, en los ojos una mirada amarga y en la garganta un nudo; algo que apretaba, que dolía, que hacía toser, Caí en la cuenta de que sentía ganas de llorar.

Creía haber concluido la labor. Caminaba hacia el grifo cuando la voz del mismo cabo me obligó a girar, irritado, sobre los talones.

-          ¡Eh, recluta! Hay que lavar las sardinas aún. ¿Que pensabas?

Aquello era peor; pero se hizo también –los otros reclutas conmigo- en compañía.

Por fin terminé y busqué la sombra del árbol para esperar, tendido, la hora de comer.

Fueron quince días nunca presentidos. Una buena noche, calurosa, nos condujeron al tren, otra vez, y partimos hacia el sur. África –sueño temido y a la vez anhelado- esperaba...