¿Miedo? no


        Es algo que no acabo de comprender. Me disculpo. Posiblemente será así porque mi cabeza –cerebro, intelecto, entendimiento- es demasiado pequeña para captar ideas grandes, geniales. Hace tiempo vengo siguiendo, leyendo, estudiando casi, el proceso sensacionalmente especulativo –periodístico, revistéril- a que han dado, vienen dando, lugar las bombas A, H, C y N; esta última puede ser “farol” de los rusos; o realidad. Me refiero, claro a las bombas Atómica, de Hidrógeno, de Cobalto y de Nitrógeno. Entreveo que alguien está asustado o que –esto no es probable- trata de asustar a los demás: al resto de los pobrecitos mortales que, quieras que no, con bombas o sin ellas, hemos de morir irremisiblemente: como los metemiedo. Esta verdad, por de pronto, es indefectible, infallable. En cambio el que haya otro guerra o no; que la bomba N –de ser lanzada- elimine totalmente a la humanidad… bueno. Eso es contingente. Puede ser…o no. Y ni el mismo Einstein se atreverá a decir lo contrario por que –dicho españolamente- “por que no”. Einstein, gran físico, ingente matemático, es un hombre vulgar –entendedme- no un profeta. Y los que presentan tan tétrico el porvenir, sin ser lo primero tampoco son lo segundo. Razón más que convincente para dar un despreciativo manotazo al miedo que tratan de infiltrar en nuestras almas. Pero las hay más poderosas.

      Habrá guerra. Se lanzarán bombas, gases y… ¡oh, la guerra bacteriológica! Será el fin, decimos. Es que pensamos en hombre; no en cristiano; no en católico. “Yo soy el Alpha y la Omega, el principio y el fin…” dice el Apocalipsis, (capítulo 1-8). Entonces ¿Qué? Nada. Que el fin vendrá, como fue el Principio, en el segundo exacto que Dios tiene señalado para borrar al hombre del encerado de la vida. Mientras, persistirán hombres, plantas y animales, sobre el planeta Tierra, pese a los sabios y a los ignorantes; exploten bombas o dejen de explotar.

      Vivimos tiempos angustiosos. Cierto: sin embargo, también está escrito: “Pero la salvación de los justos es Jehová y su fortaleza en el tiempo de angustia”, (David, salmo 37-39). Por otra parte, humanamente pensando -¡qué bien para los partidarios de la eutanasia!- no concibo que sea nada terrible eso de ser desintegrado así, de repente, instantáneamente, lo terrible empezará después, cuando uno llegue al reino donde el tiempo no existe; el tiempo eso que llaman cuarta dimensión. Más digo. Cualquiera que haya sufrido un desmayo provocado por un formidable golpe en la cabeza, sabe que se puede morir tranquilamente, sin dolor, sin enterarse, además. ¿Desintegración?; venga en gracia de Dios y así me las den todas por lo que a mí respecta.

      No es necesario abundar, creo yo, en más razonamientos que vendrían a ser todos del mismo tipo o estilo. Demos un despreciativo manotazo al miedo; ese perturbador mosquito ultramoderno. No hay razón para asustarse. Principio y Fin. Nacer y Morir. Eso será cuando Dios quiera. Y no es pensar en fatalista pensar de esta manera. ¿Miedo? ¡No, hombre, no!

Más luz


         He leído que Goethe, agonizante, -él que tantas había recibido- susurró, murmuró como un verso o como un rezo, súplica o lamento, canción o sollozo, -¿qué sé yo? ¿Quién puede saber lo que se ve y se piensa al nacer a la muerte?- : ¡Más Luz! He aquí la suprema, la más sublime y dolorosa de las oraciones. Pedir luz; siempre luz. Y si ya se tiene, más; siempre más; todavía más. Hasta que la más recóndita circunvolución del cerebro de todos y cada uno de los hombres se sienta vivificada por la ambrosía de lo luminoso y las almas todas naden en claridad. Luz intelectual; luz moral; luz espiritual; es decir, cultura, es decir, ciencia.

Quizá porque yo, nacido en una villa, soy un hombre sencillo –como todo villano-. Villano: nativo de una villa. Eso viene del latín “Villa”, me agrada sobremanera ver, observar, pensar, discurrir y, luego, escribir acerca de los hombres, las cosas y los hechos también sencillos, pequeños, humildes, que se dan con extraña y abundante cotidianeidad en la vida. Y es que hay algo de inmensamente grandioso en la timidez de tantos seres obscuros como viven sobre la haz de la tierra avergonzándose, casi, de ello; no tanto, en definitiva, por “ser”, si no por verse obligados –imperativo vital- a manifestar que “son”. Y sin embargo hay que ver con qué admirable energía, tímidos y todo, arrastran por la existencia adelante –tremenda obligación de todo bicho viviente- el infinitivo presente de ese verbo maravillosamente terrible: vivir. A ellos –a los seres sencillos- el esfuerzo les resulta doblemente costoso, y doloroso, porque caminan entre la sombra y la luz, es decir, en la penumbra; e incluso, muchos, únicamente a través de la sombra absoluta. Caminan vacilantes, a tientas –como topos- de tropezón en tropezón. Pierden el sendero y vuelven, retroceden, retornan de nuevo, pacientes, a reencontrarlo; a empezar otra vez. Y así un día y otro día. Así su vida entera. Y mueren, todo lo más, en la misma penumbra en que nacieron o que, los que partieron de la sombra, lograron alcanzar. Un paso más y habrían ganado la zona iluminada. Pero hay un alto peldaño que no se puede remontar sin ayuda: es necesario alargar el brazo y tender la mano a los suplicantes que intentan subir. Y los hombres, cual hacen las mariposas nocturnas, avanzan hacia la luz –para quedársela o quemarse en ella- sin volver la vista atrás, proyectando sombra sobre sombra.

            Presiento cabezas en la obscuridad. Rostros pálidos y anhelantes de hombres: de muchos: de miles; de millones de hombres que piden luz. “Oíd vosotros –dicen- apartaos un poco y dejad llegar la luz al reino negro. Sois los culpables. Algunos tenéis varias. Proyectarlas hacia abajo. No iluminéis a lo alto que hacia arriba está el sol. Que los rayos brillantes nos hieran, lastimándonos los ojos, pero alegrándonos el alma. Queremos ver algo. Queremos ver también. ¡Luz! –gritan hombres en la sombra- ¡Más luz! He ahí la frase que musitó Goethe. -¿Para si solo o para todos?- y baila una danza trágica, torturante, en millones de cerebros. Es fácil remediarlo. Poned libros en todas las manos. “A ver, vosotros, los iluminados: ayudad”. Esto es lo que piden las mentes cercadas de sombra.

Villalba; Villa-Blanca


     En mi precedente artículo fundamenté el origen etimológico del nombre de Villalba, nombre que equivale a Villa-Blanca, según el significado de las palabras simples, derivadas del latín que formaron la compuesta. Lo que no dejé definido, por falta de espacio, fue la razón, el motivo que dio lugar a tal denominación. Ni tampoco podría hacerlo, de ninguna manera, a no ser porque la casualidad –suerte o buena estrella –tuvo a bien depararme, en el curso de mis indagaciones, el hallazgo de un viejo periódico Villalbés (1) en el cual se publicó un trabajo del ya entonces fallecido y tantas veces por mi citado Manuel Mato Vizoso, titulado “De la Tierra de Montenegro y coto de Villarente”, en el cual puede leerse:

      “Parece que, después del incendio del antiguo poblado de este nombre, a la vez que con el mismo se continuaba designando la parroquia, o por lo menos seguía unido al artículo de su iglesia, se percibe en el primer tercio del sigo XII, el origen de la villa actual de Villalba, que se levantaba sobre los escombros del pueblo antiguo con la nominación de Villa de Villarente, cabeza de un coto así llamado, que ya en el año de 1117 cede la reina doña Urraca al obispo mindoniense y aparece en 1128 constituido con 22 parroquias”.

      Y en otra parte del mismo trabajo:

“…así como al principio de dichos documentos se dice “la villa de Villalba de Montenegro y  su alfoz…en el mi Regno de Galicia”: términos que, identifican esta villa por la mención de dichas parroquias de su comarca y demás, demuestran el largo periodo que subsistió el nombre de Montenegro, desapareciendo el de Villarente que no aparece mencionado después del año 1202, y que tal vez fue denominación oficiosa impuesta por algún señor del mismo coto, no aceptada por el vulgo, el cual merced al aspecto, que por su blancura, debió ofrecer la nueva villa, la designaría con el adjetivo de alba (blanca), que al fin quedó como nombre propio, mientras el antiguo de Montenegro pasando a segundo lugar, terminó por ser completamente olvidado”.

      Es completamente verosímil la opinión del autor de las líneas transcritas: máxime si consideramos que él, “profundo investigador –y no solo de cuestiones referentes a la historia de Villalba- no pudo encontrar pruebas concretas que transformasen la conjetura en juicio categórico e inapelable Indudablemente hubo de ser como dice, ya que del contraste entre el aspecto de las primitivas y rudas edificaciones del antiguo poblado con la alegre y limpia presentación de las nuevas construcciones, no pudo menos de nacer en las mentes de los habitantes de la villa, reconstruida desde sus cimientos, una idea de luminosidad y blancura que les hizo preferir el nombre de Villa-Blanca a cualquier otro. Y así, acabaron por imponer éste último, contra toda oposición, aun desterrando, para lograrlo, las más tradicionales e históricas denominaciones. Y esto es todo.

 

(1)   El Eco de Villalba. (30 de junio de 1910)

Villalba una puebla que es en Galicia


Allá por octubre del año 1953 –el día 11, para ser más preciso-, Antonio Cillero dedicaba a mi pueblo un artículo, hecho público en este mismo periódico, que tituló así: “Villalba bajo su Pravia” Entre otras cosas decía su autor lo siguiente: “No sé si Villalba viene de “villa-alba”porque se me ha ocurrido ahora –nada extraordinario- pero no lo había oído nunca”, yo tampoco, sin embargo ayudado por mis exiguos aunque  para el caso suficientes conocimientos del Latín, lo había deducido. Al presente quiero dejar sentado, probándolo, el origen etimológico del nombre de mi villa: de “mi bella durmiente del altozano” escribí, un día a un amigo. Villalba – el nombre-  es una palabra compuesta de las latinas “villa, ae” –sustantivo- y “albus, a, um” –adjetivo-. Sus respectivas significaciones; caserío y blanco, cándido. En este sentido las emplea un clásico latino, autoridad de gran talla: Cicerón. Villalba significa, pues, Villa-blanca, No hay lugar a dudas y así lo afirmo rotundamente, advirtiendo, al totalmente profano en estas materias, que ha de tenerse en cuenta, necesariamente, el proceso de formación de la lengua castellana nacida de la corrupción del latín vulgar –aquí cabe decir por corrupción de lo ya corrupto: paradójico, pero real-. Se prueba esto incontrovertiblemente con las 5400 voces, poco más o menos, de origen netamente latino que podemos encontrar en castellano; infinidad de ellas apenas modificadas. De aquí se deduce que el latín es el elemento básico de nuestra lengua, puesto que de otros idiomas que hayan incrustado vocablos en el nuestro es el vascuence el que más palabras aportó y solo llegan a 1.500; según tengo entendido. A nadie puede extrañar, en consecuencia, la rotundidad de mi afirmación; ni al más lego en cuestiones lingüísticas.

            Me asalta ahora la duda –y bien puede acontecer- de que alguno ponga en tela de juicio cuanto asevero por ser yo, literato aficionado, escasa autoridad en la materia que me ocupa. Recurriré, por lo tanto, a otra, indiscutible en cuanto concierne al pasado histórico villalbés: la de Manuel Mato Vizoso. Y ello con gusto y sin sonrojo, pues tal es mi costumbre. El citado autor dejó escrito (1) lo que sigue: “La noticia más antigua que tenemos de Villalba (debida a la amabilidad del señor Andrés Martínez Salazar, de la Coruña), es la mención de un notario de “Uila Alua” llamado Pedro Novo, que consta en documento original, del año de 1.280, de la colección de documentos gallegos de dicho eminente escritor.


            En el capítulo X de la crónica del Rey Fernando IV se hace referencia a un riguroso sitio que sufrió el Infante don Felipe, tío del Rey, en Villalba, “una puebla que es en Galicia” muy a los fines de siglo XII o principios del XIV”. Lo que sigue no es de este lugar.


            Queda, pues, demostrado que ya en 1280 se denomina a nuestra villa con el nombre actual (2), teniendo en cuenta que la “u” de “Uila” y de “Alua” ha de leerse “v”, por tener ese valor. Así podemos comprobarlo en escritos de estas fechas y aún muy posteriores; por ejemplo en “La Celestina”, cuya primera edición conocida se imprimió en 1499, y, si no puede observarse en el “Cantar de Mío Cid” ello es debido, sin duda, a que Pero Abad al copiar en 1307, el original escrito en 1140 haría ciertas correcciones que creyó necesarias sin considerar que privaba a la posteridad de algo fundamental para un estudio completo, e interesantísimo, de los orígenes del castellano. No conociéndose en la actualidad la verdadera pronunciación del latín es de suponer que el vulgo –los españoles o los mismos latinos- pronunciasen y escribiesen la “v” como “u” y así pasó a nuestra lengua, en la cual perduró durante siglos mientras se verificaba el proceso de evolutiva formación que condujo al castellano actual. Escritura curiosísima, de muy parecido tipo, aun puede verse en libros editados en los años 1723 y 1733, de cuyas fechas yo poseo dos.

            Aunque harina del mismo costal, en atención a que el espacio, por defecto, se impone, es necesario que escriba otro artículo para agotar el tema que hoy he traído a estas columnas. Y se titulará…



(1)   Jurisdicciones y cotos antiguos del partido de Villalba. Trabajo publicado en “La aldea Moderna”. (Lugo, 22 de Abril de 1904).

(2)    Véase mi trabajo “Santa María de Montenegro”, publicado en este periódico el 30 de agosto de 1953, donde se trata del antiguo nombre de Villalba.

Los que escribimos


         Pensar, interpretar lo pensado y traducirlo en palabras es la gran tragedia de los que escribimos. El hombre corriente difícilmente puede imaginarse todo el angustioso dolor que se siente Al concebir ideas nuevas, o al tratar de concebirlas solamente, y cuanto sufrimiento cuesta, luego, el darlas a luz de forma comprensible. Un puño cerrado; un poderoso puño de titán que trata de abrirse a toda costa para salir, aún a trueque de romperla, de esa pequeña jaula para seres intangibles que es el cerebro humano; nuestro cerebro; el torturado cerebro de los que escribimos. El efecto es parecido. Y duele. Por eso nunca he podido comprender al hombre común –a los hombres diferentes en algo podemos llamarlos “hombres propios”- cuando, si se trata de definir a alguno de nosotros en particular, dice simplemente, sin concedernos la menor importancia, en tono despectivo: “Ese es uno a quien le da por escribir”. Y hay que pararse a meditar profundamente en ese “a quien le da”, por todo lo que significa de menosprecio; aunque esas mismas palabras, implícitamente, vengan a convenir en que somos diferentes de alguna manera, ya se estime que estamos por encima o por debajo de los otros, de los que no conciben que pueda haber cerebros de hombres que se dediquen a pensar por el mero placer doloroso de hacerlo.

 

            Cierto es que los que escribimos somos raros –en ese sentido y en el que equivale a decir pocos- en comparación con la gran masa literariamente acéfala; pero el hecho de ser minoría no implica qué, por ello, seamos merecedores del desprecio, o indiferencia, de los innumerables -¿se me perdonará que los exprese así?- “cabezas prácticas”, ya que la misma realidad de nuestra existencia –ser esto o lo otro es posible únicamente por contraste- hace posible la suya. Y es que nosotros somos lo contrario, es decir, idealistas, soñadores; en una palabra: distintos. Vivimos sueños y soñamos vidas inimaginables para los hombres corrientes y molientes. ¿Queréis saber, de verdad, como somos? Leed “El pájaro azul”, de Rubén Darío.Garcín –el principal personaje del cuento- nos retrata de cuerpo entero, y alma, a los que escribimos. Pero, si cabe, aún mejor lo hace Edgar A. Poe, aquél escritor de concepciones fantásticas, en su poema “Solo”. Leed; leed:

   Desde las horas de mi infancia

yo nunca fui como los otros;

    no vi jamás como otros vieron,

ni adoré ni odié como todos.

 

            Esto, que puede parecer presunción, ansía de distanciarse o diferenciarse significa todo lo contrario. Supone, para el que escribe, el angustioso reconocimiento de que no le es dado vivir la vida normal, la plácida vida incolora del hombre común. Pero seguid leyendo, todavía:

  En la fuente común yo nunca

  bebí mis penas ni mis gozos;

y soñé siempre sueños míos

  y cuanto amé lo amé yo solo.

 

            Un amor distinto. Un dolor diferente. Amar más. Sufrir más. ¡Ah, cuántas veces uno ha deseado ser como los otros sin poder conseguirlo! Y es que los que escriben tienen una estrella para cada uno y los demás tienen una sola para todos. Y se sienten cerca. Y se ayudan y apoyan unos a otros. Pero el que escribe está solo, trágicamente solo, y su estrella aislada le impone un destino irrenunciable y él, únicamente él, ha de dar luz, calor y vida a su sol solitario y exigente. Si se duerme, la estrella se apaga, Si se muere, su sol desaparece y solo brilla mientras la lucecita del cerebro despierto titila.

            Entre tanto, los innumerables ven alumbrar, indiferentes, nuestros astros porque el suyo está encendido siempre a fuerza de constantes relevos. Para nosotros nació la incomprensión, esa feroz tortura inmaterial que atormenta a las mentes que pretenden ser águilas.

            No he tratado de hacer, no, una apología de los escritores, entre los cuales, inmodestamente, me incluyo yo. Simplemente he deseado poner de relieve que merecemos otra atención, en gracia al amor y al dolor con que tratamos de concebir ideas nuevas, originales, bonitas, que ofrecer a los que –quizás por ese mismo –nos definen despectivamente como “los que escribimos”. Por otra parte, nuestra única ambición es –también lo ha dicho Rubén- alcanzar el viejo laurel verde.

¡Aquí Villalba! Ceros a la izquierda


             Esta Villalba blanca, en lo material, -piedras viejas, cemento joven- ha sido siempre, desde que yo recuerdo, una bonita villa. El tiempo pasa sobre las personas arrugándolas, envejeciéndolas, afeándolas, corcovándolas. Sobre los pueblos o ciudades –calles, edificios, monumentos, estatuas- obra en sentido inverso. De las aglomeraciones urbanas puede decirse: He ahí algo in senescente. Resurgen de sus enfermedades con una más lograda belleza. La guerra, por ejemplo, es la viruela de ciudades y pueblos. Y no se nota. Pero esta Villalba blanca, tan constante en el cultivo de su belleza física, padece una lamentable enfermedad endémica, no por localizada menos peligrosa: el derrotismo. Algo que es inmaterial e intangible. Solo está en las personas, pero gravita, se proyecta, influye sobre las cosas. Me explicaré.

Dejando aparte el tema que podría ofrecerme la desaparición del “Centro de Artesanos” -¿Recordáis, verdad?-  o del no menos desaparecido Ateneo, por ser mejor “no meneallo”-¡que buen consejero es Cervantes!-, escribiré algo, es necesario, acerca de esta pujante, progresiva y valiente sociedad que es el Racing Club Villalbés”.

 

Hace uno años la referida sociedad adquirió, en propiedad, el terreno de juego para su equipo de fútbol. Se trato de cerrarlo, rodearlo de muralla, “a cal y canto”. “¡Que locura!” -se dijo-. Hoy estamos orgullosos de nuestro recinto deportivo. Excepto el campo de juego del Club Deportivo Lugo, no hay en toda la provincia ninguno que se le pueda comparar. Ni por aproximación. Costó mucho dinero, desvelos, preocupaciones; pero ahí está simbolizando nuestro afán ascendente. Contra una cerrada oposición, el entusiasmo y la fe de unos pocos. Y ahí está. ¡Que hermosa y monumental realidad!

 

Ahora, después de que nuestros muchachos han ganado, a patadas claro, un puesto en la Serie A regional, otra vez: “¡Que locura! ¡Que fracaso!”. La eterna enfermedad endémica: el derrotismo. No podemos esperar, siquiera, el final de la competición. Entonces podremos opinar con conocimiento de causa; antes no.

 

Jamás he podido comprender a esas personas que se complacen, con cierta delectación morbosa, en criticar el afán de superación de un hombre, pueblo, ciudad o nación. Para mí, todo lo que combate al progreso, en cualquiera de sus facetas, no tiene razón de ser ni de existir. Todo hombre que piensa en negativo –hombre, en teoría, es ente pensante-, es un cerebro paralítico, anquilosado, inválido, inútil. Los cerebros inmóviles, como los relojes parados, son ceros a la izquierda; nada aportan, cubren puestos vacíos. Todo lo que no crea, destruye. El reloj que no crea tiempo es ataúd para doce horas muertas. La célula que no se reproduce es un cadáver. El cero a la izquierda es el más vivo retrato de la Seca; inmovilidad absoluta; nada. Aquí se pretende poner ceros a la izquierda –en el aspecto deportivo, aclaro-.

            Dejemos que el niño se haga hombre. El aprendiz, oficial o maestro. Consintamos que los pueblos progresen, sea en cualesquiera aspectos.

            El espacio apremia. Perdón; he de terminar. Alguien –mi trabajo se ha ruborizado por ello- diría que también esto es critica negativa. No. ¿Acaso negar lo negativo no es afirmar? ¿Por ventura destruir lo destructor no es construir? He escrito. ¡Hala Racing! ¡Adelante!. He leído que la fe remueve montañas.

Lugo primogénita de Cristo


      Esta ciudad que duerme, arrullada en sus noches por la extraña cadencia rumorosa que sube del Miño, arropándose en la sábana grande y ondulada de pétreas y ciclópeas murallas romanas, fue LUCUS AUGUSTI. Un estudio histórico arqueológico de nuestra capital de provincia nos obligaría, casi, a concederle ese título como el de mayor esplendor conseguido a lo largo de su tan dilatada como asendereada existencia; pero Lugo ha tenido, posee y podrá ostentar siempre una gloria mayor que la que podría darle el haber sido convento jurídico bajo la época de Augusto: Lugo es la Ciudad del Sacramento. Lugo es la primogénita de Cristo. No sé desde cuándo, pero sí que hasta el Fin.

            Los primogénitos recibían la bendición de su padre antes que éste muriese; bendición que determinaba el disfrute de ciertas ventajas que los distinguían del resto de los hijos. El Padre Pascasio de Seguin en su “Historia de Galicia” Pág. 55. (Tomo II) escribe: “Otra excelente preeminencia gozaban los primogénitos, y consistía en adornarse con una singular vestidura más preciosa que la de sus hermanos. ¿Y qué otra cosa es para Galicia el Sacramento que tiene incesantemente día y noche manifiesto en su Catedral antiquísima de Lugo, que un soberano sol que con sus vistosos rayos le adorna como vestido el más precioso, distinto del que usan las demás naciones?

            Lo primero, porque Galicia le tiene patente desde tiempo cuyo principio se ignora y sólo se sabe de cierto ser antiquísimo y en una Catedral fundada por el primer apóstol de las gentes Santiago”.

            Si primogénita de Cristo llama el P. Seguin a Galicia por este sin par privilegio de que goza Lugo, ¿cuánto más no hemos de reconocerle a esta ciudad el derecho de primogenitura sobre todas las ciudades y regiones de España, incluida la propia Galicia?

            Es de suponer que Lugo gozase de otras notables concesiones de las cuales no se tiene noticia. Así, en su monografía “La Catedral de Lugo” nos dice J. Vega Blanco (I. Página 2): “... pues está probado que así como la ciudad lucense tuvo en remotas épocas preponderancia y gran significación, su iglesia gozó de prerrogativas y privilegios, algunos de los cuales subsisten, destacándose en primer término la constante exposición del Sacramento, privilegio tan singular y excepcional de que no disfruta ningún otro templo de España, a no ser el de San Isidoro de León, pero no con la misma solemnidad”.

            Faltan datos. El mismo autor citado anteriormente manifiesta:”Débese en parte la falta indicada al saqueo y robo de documentos en los archivos de la ciudad y sus iglesias, asegurándose (1) que en la Universidad de Oxford existían legajos relativos a la historia de Lugo, de los cuales se apoderaron los ingleses que vinieron en auxilio de D. Pedro I, durante el sitio que Ruiz de Castro sostuvo en esta ciudad contra el conde de Trastámara”.

            Ocúrreseme preguntarme qué otro privilegio mayor y más excelso podría disfrutar la ciudad de Lugo que el de tener constantemente expuesto a Jesús Sacramentado. Ninguna otra prerrogativa, creo, podría hacer de Lugo lo que es: la primogénita de Cristo.

            Fuera fundada la Catedral lucense por Santiago Apóstol – como afirma Seguin – o construida por Baldario en los tiempos de San Fructuoso-.supuesto de Murguía-, lo cierto es que podemos decir con Tomás de Kempis (Lib. IV. Cap. 1): “Más aquí, en el Sacramento del Altar, estás todo presente, Jesús mío, Dios y hombre;... “Y aquí está Cristo, cuerpo y sangre, perennemente expuesto y constantemente adorado, desde los más remotos tiempos, y en esto consiste la bendición de Jesús que hizo primogénita a Lugo queriendo fuese nuestra ciudad la sin par privilegiada con su eterna presencia y exposición.

            Esta es Lugo, la ciudad que vela y reza día y noche ante el Santísimo. Esta es la Ciudad del Sacramento; la primogénita de Cristo. Por aquí han pasado los celtas, los romanos, los suevos, los árabes. Innumerables razas pasaron construyendo y destruyendo. Pasaron y desaparecieron. Sólo Cristo, en su Altar, continúa bendiciendo complacido al pueblo que le reza y le vela, porque El lo quiso así, veinticuatro horas cada día. Esta es Lugo, la vieja ciudad, cuyos habitantes esperan, celebrando cada año –desde 1669- la festividad del gran misterio eucarístico, al lado de Cristo, la hora del Fin.

 

 (1) Breve reseña histórico descriptiva de la Catedral de Lugo –Teijeiro- Lugo 1887.

Dos amores: Villalba y Lugo


            A mí, indocto aunque antiguo aficionado a escribir, me agrada – siempre que ello es posible-. basar mis trabajos en lo que otros, con más autoridad y experiencia, más dignos por tanto de aprecio en el orden literario, escribieron antes que yo. Procede, hoy, que un villalbés dedique unas cuartillas a Lugo. Conviene que uno, por todos, concentrado en sí el vasto clamor de la gran voz colectiva de un pueblo que quiere decir algo a la bienamada capital de su provincia, grite -.para que nadie deje de escucharla –la palabra lacónica, cálida y emocionada: ¡Gracias!

            Alguno podrá inquirir, curiosamente, el motivo de que se hayan escrito las líneas precedentes. Se preguntará cuál es la pasada - pasada cronológicamente- autoridad que se invoca y la causa justificativa del título de este trabajo.

            Hoy, para nosotros los habitantes de Alba Villa, es una fecha memorable. Lugo celebra nuestro día; el DIA DE VILLALBA. A fuer de nobles e hijosdalgo –jamás por nadie ha sido desmentida esta monumental realidad- de ningún otro modo podríamos expresar la emoción que nos baila en las entrañas, mejor que gritando -¿por qué no?- la palabra escueta: ¡Gracias! Que siempre las más grandes emociones se tradujesen en los más sencillos gestos: cierto brillo en los ojos, un grito sofocado, un latido alterado allá en el corazón.

            Por otra parte –conviene que sea villalbés el que escriba- es importante demostrar prácticamente el por qué del amor entrañable que sentimos por nuestra ciudad capitana. Amamos a una mujer por bonita: a otra por buena y hacendosa. Por la misma o idénticas razones -las urbes tienen su alma colectiva, su modo de ser y de sentir- una ciudad se gana nuestro amor; o nuestro desprecio, cuando faltan las cualidades señaladas. Dejad que un villalbés fallecido –mejor que podría hacerlo yo- os explique, valiéndose de mi brazo y de mi pluma, las causas del amor entrañable que profesamos a la vieja Lucus.

(1)               “Así como otros pueblos son conocidos con los nombres de Ciudad-sonrisa, Ciudad-cristal, Ciudad-luz, alguien llama a Lugo Ciudad-corazón. Y en efecto, por su situación geográfica, por la pureza de costumbres que en sí encierra, por ser tal vez la capital gallega donde mejor se conservan las santas tradiciones, donde la música y la dulce “fala” de la tierra “meiga” tienen la ranciedad de las cosas añejas respetadas a través de los tiempos con religioso cuidado, Lugo merece ese dictado de Ciudad-corazón: Corazón de la vieja Suevia palpitante bajo el terciopelo esmeraldino de sus campos; vigorosa y emprendedora, que celebraba sus ritos en los bosques sagrados bajo las ramas añosas de los “carballos”, símbolos de la fuerza, retorcidas hacia lo alto como brazos nervudos, donde la Naturaleza hablaba a los espíritus inquietos de altos ideales de nobles y transcendentales empresas; corazón exquisito, relicario de la Fe, santuario de la realeza, donde permanentemente se halla expuesto a la adoración de los fieles, de este pueblo hidalgo y devoto, el Amor de los amores ...”.

A los escépticos en toda cuestión de amor pueden bastarles las líneas antecedentes para comprender que hay motivos poderosos por los cuales también a una ciudad –piedra, hierro, madera y cristal- se la puede amar apasionadamente, incluso con cierta clase de amor físico que llega a causar sensación de dolor cuando el tiempo y la distancia nos separan –como al enamorado- del ser –la ciudad en este caso- objeto de nuestro cariño.

Sería insincero, sin embargo, anteponer el amor que profesamos a Lugo al que sentimos por nuestra villa blanca. Fuera de mi tamaña insensatez: pero no temo equivocarme al afirmar que Lugo es el segundo amor de todos los nacidos en esta Santa María de Villalba que un tiempo fue “Tierra de Montenegro”. Amamos a la madre primero y a la novia después, con la edad. Lugo es la novia guapa, la novia limpia y elegante, de todos los villalbeses. He aquí la razón de mi título. He aquí, plasmado, el origen de los dos amores entrañables que encierra nuestro corazón. La verdad de mis afirmaciones vosotros, amables lucenses, -hombres de pro si los hay- podréis contrastarla hoy. Y, por favor, que el genial “Pelúdez” nos diga después si nos hemos portado como nobleza obliga. (E non t´enferruñes. Pelúdez, -bon peilao, po-l-os dioses d´o Olimpo –pois n´e isto por mal, senón reconocemento de que ninguén mellor que tí pra falar d´o noso día).


 (1)Antonio García Hermida. Del artículo publicado en “Heraldo de Villalba” bajo el título LA CIUDAD-CORAZON. (18 de octubre de 1929).

Apuntes históricos de la comarca de Muras


            Vicente Otero Cao o la Voluntad. He aquí descrito –pauca verba- al hombre. El título de su trabajo laborioso y preñado de dificultades, encabeza estas líneas. El autor me ha honrado dedicándome un ejemplar de su libro. No puedo, ni lo pretendo, erigirme en crítico de nadie; sin embargo, a mi parecer estos hombres que gastan sus horas en descifrar el pasado para darnos cuenta de hechos y sucesos que, sin su sacrificio, se hubieran fatalmente perdido entre las nieblas negras que amortajan el cadáver del tiempo fenecido, son dignos de todo encomio y consideración.

            He leído los “Apuntes...” En ellos se condensa la historia de Muras –una villa risueña que es en nuestra provincia- desde el siglo XII hasta la actualidad. El autor hace subir por la escalera del tiempo los hechos y los hombres de su tierra natal, aportando con ello algo inédito que agregar a esa gran historia de Galicia que está por escribir.

            Otero Cao, murés fuertemente enraizado en Villalba, ha publicado su libro a los sesenta y tres años de edad. Un ejemplo de voluntad y constancia que debe ser imitado. Una voz que dice a los ganados por el desaliento: ¡Sursum! Todavía...

La herencia


El hombre, por cosas de la vida, dejó el empleo que tenía en el pueblo y se fue a trabajar a la ciudad. A cien kilómetros, más o menos, de su casa, de su mujer de sus siete niños. Venía todos los meses, cuando cobraba, casi siempre el día dos, a entregar a la mujer lo que sobraba del sueldo, incluidos los puntos, después de haber pagado a la patrona. La mujer contaba el dinero un par de veces, movía la cabeza de un lado a otro para expresar su disgusto, porque siempre era poco, y luego devolvía, muy seria, trescientas cincuenta pesetas a su hombre: “Tanto para tabaco –los hombres necesitan echar un pitillo-; tanto para cuchillas de afeitar  -los hombres barbudos dan asco-; tanto para el viaje y el resto por si tienes algún compromiso. Pero cuidado ¿eh?, cuidado, mira bien por los cuartos, no gastes una perra sin necesidad; piensa que tienes siete hijos. “El hombre cogía los setenta duros, se los metía con rabia en el bolsillo del pantalón, invariablemente en el bolsillo derecho, y¡ hala!, a cenar lo que hubiera. Al día siguiente, por la mañana, se iba: “Adiós, hasta el mes que viene”. No besaba a nadie, Ni a la mujer ni a los niños. A nadie. Decía adiós, sencillamente, y se iba.

            ¡Ay, la perra vida! –suspiraba la mujer al quedarse sola con los niños. Y gracias que mi hombre puede venir una vez al mes –pensaba. A ver a su familia. Y luego, venga, a lo suyo, a trabajar como una negra en casa, a volverse amarilla cosiendo para los vecinos, que pagaban mal y tarde, y a mal comer pequeños y grandes porque hay que ver lo largo que es un mes, para los pobres, y lo poco que saben ganar algunos hombres. De vestir ni hablar: “Cada uno anda como puede. ¿Para qué se casarán los pobres, Señor, para qué se casarán los pobres?”. La mujer se ensimismaba y los niños, los siete, exhibían una sonrisa indecisa que más bien tiraba a triste.


II


            El viejo había sido toda su vida un buen camastrón. Mientras estuvo fuerte y fue capaz de conducir la “rubia”de su propiedad, venga vino, julepe, mujeres y buena mesa. A la sobrina pobre que la parta un rayo. Que no se casara con ese mangante que no sabe más que trabajar, ganar poco, hacer hijos y vivir miserablemente. Para eso él, que se había casado con una mujer vieja y rica que no le dejó hijos pero testó a su favor. Para eso él, que había sabido ganar, y derrochar, montones de duros, y se las había compuesto para “pegársela” a su esposa un día sí y otro no, incluso cuando ella enfermó gravemente y él se aprovechaba de su quinta querida manoseándola a los pies de la cama de la enferma. Lo de menos era que la vieja hubiera muerto solitaria, sentada en un sillón, gritando por él. El caso era haber vivido, vivir, y seguir viviendo bien. Listo que era el nene. Y la prueba estaba en que ahora, paralítico de cintura para abajo a causa de un derrame cerebral, era llegado el momento de llamar a la sobrina pobre –las ricas no hubieran hecho caso alguno- para que le limpiara la cama, la baba y otras cosas. Lo dicho: listo que era el nene. Y total, a cambio, lo poco que restaba de la herencia de aquella vieja tonta que había creído en sus mentiras: veinte mil duros, aproximadamente, en tierras, nada de dinero, y una casa en ruinas. Poca cosa, ya se sabe, pero lo suficiente para que una madre pobre con siete hijos que mantener se vea obligada a oler toda la mierda que suelta un podrido viejo paralítico.



III


-          Mamá está en la aldea de su padrino –dijo el niño a ver llegar a su padre. Y dice que vayas tú allá, que se está muriendo el viejo y habrá que arreglar las cosas.

-          ¡Pero, bueno! –saltó el hombre-. ¿Y quién os hace la comida? ¿Quién cuida de vosotros?

-          La comida y la cena nos la hace Chelo, la vecina. Y las camas y barrer lo hace Nita. También hace el desayuno –recalcó el niño.

El niño tenía nueve años y la niña diez. La niña se llamaba Nita y llegaba en aquel momento arrastrando dos cubos llenos de agua casi tan grandes como ella, uno en cada mano.Los otros cuatro niños, más pequeños, jugaban con una pelota deshinchada a la puerta de casa. El benjamín –un año- estaba sentado en la cuna, en la cocina, todo sucio, acabando de romper un libro viejo.

-          Esto no puede ser, Nita, -dijo el hombre a la niña-. O tu madre trae al viejo, si es que no muere pronto, o el viejo os soporta a su lado, Pero esto de estar vosotros solos y la vida en manos de los vecinos, ni hablar. No lo consiento. Ahora mismo salgo para la aldea. Que siga Chelo haciéndoos la comida hasta que yo vuelva con tu madre y con viejo o sin él. Toma ese dinero.

-          Bueno –contestó la niña-. Por los niños no te preocupes. Los cuido yo.

-          Ya, ya –rezongó el padre-. De todos modos esto lo arreglo yo en menos que canta un gallo. Sólo faltaba que permitiera el abandono de mis hijos por culpa de un viejo cabrón que mientras estuvo sano no se acordó de nosotros para nada. ¡Maldita miseria!


IV


     El coche de línea paró ante una taberna y el hombre descendió de él. Un momento, indeciso, miró a derecha e izquierda y luego entró, decidido, en el establecimiento.

-          ¡Buenas tardes! –dijo.

-          ¡Nos dé Dios! –respondió la tabernera, una vieja enlutada, que estaba charlando con un cliente.

-          ¿Puede decirme dónde es la casa de ese viejo que está muriendo? –preguntó el hombre-. Es que ahí está mi mujer ¿Sabe? Una forastera.

-          Ya sé, ya –contestó la vieja-. Mire: siga la carretera, todo abajo, y la tercera casa, a la izquierda, después de la primera curva, ahí es.

-          Bien. Muchas gracias y adiós –dijo el hombre.

-          Adiós y que no sea nada –le despidió la tabernera.

El hombre llegó ante la casa. Vio la puerta abierta y entró, sin llamar, directamente a una cocina oscura y cochambrosa. No había nadie. Al fondo de la cocina, abierta también, una puerta carcomida dejaba ver el arranque de unas escaleras. Al llegar arriba, al final de un corto pasillo, igualmente abierta de par en par, la puerta de una habitación le permitió ver a su mujer inclinada sobre algo. La mujer, al oír pasos, se volvió, irguiéndose, y medio sonrió al ver a su marido.

-          ¡Hola! –dijo.

-          ¡Hola! –contestó él, entrando en la habitación y viendo ya al viejo, tendido en un camastro-. ¿Cómo está?

-          Se recuperará –murmuró la mujer.- El médico dice que de ésta no muere. Es duro de pelar.

-          Bueno –replicó el hombre. Muera o viva, el caso es que los niños no pueden estar abandonados. O te vienes conmigo, con viejo o sin él, o traes a los niños para aquí.

-          Claro. Tienes razón –asintió la mujer-. Pues lo mejor es que vuelvas a casa y los traigas. El no dirá nada. Está de acuerdo con todo lo que yo haga y ya me dijo que en cuanto mejore me hará testamento de lo que tiene.

-          ¡Ya, ya! –exclamó el hombre. Y se quedó mirando al viejo, un rato largo, pensativamente.

El viejo dormitaba y, de vez en cuando, dejaba escapar un quejido.


V


-          Señor Pérez –dijo el hombre al Jefe de Personal.- Necesito ocho días de permiso para asuntos particulares.

-          Esta bien –contestó el señor Pérez-. Pero sin sueldo ¿eh? Sin sueldo.

-          Sí, señor Pérez, sin sueldo –respondió el hombre-. Estamos de acuerdo en que el que no trabaja no debe cobrar, aunque es verdad que hasta los que no trabajan necesitan comer.

-          El reglamento, querido, el reglamento –farfulló el señor Pérez.

-          Ya. ¡El Reglamento! –masticó el hombre la palabra. Y se fue, rápido, a coger el coche de línea.

Cuando llegó a la aldea corría el sexto mes de la enfermedad del viejo. Este continuaba encamado y paralítico de cintura abajo, pero en plena posesión de sus facultades mentales.

-          Aquí me tienes –fue el saludo del hombre a su mujer-. ¿Qué es lo que pasa ahora?

-          El viejo razona, pero está muy mal –contestó ella-. Tiene complicaciones al corazón y me dijo el médico que no lo dejara solo ni un momento porque podría quedarse como un pajarito. Por eso te escribí para que vinieras pronto, si podías. Es necesaria tu firma.

-          Pero ya hizo testamento ¿no? –inquirió el hombre.

-          Sí, el testamento ya está hecho –afirmó la mujer.- Pero ahora se trata de que me haga venta. Una venta falsa ¿Sabes?, y así no tendremos que pagar tanto de derechos el día de mañana. Si el viejo nos vende, a ti o a mí, ahorraremos bastante y sí no, el Estado se queda con casi todo. Eso me dicen los vecinos.

-          ¿Y él que dice? –preguntó el hombre.

-          Nada. El no dice nada. Ahora es como un niño pequeño y hará cuanto yo le mande.

-          Pero bueno –insistió el hombre-. ¿Y quién paga los gastos de escritura?

-          Eso no es problema, hombre, -afirmó ella-. Hay quien me deje lo necesario.

-          ¡Ya!. No hay como ser heredero para que le ofrezcan a uno cuartos. Y supongo que tú piensas que estas haciendo un gran negocio ¿no?

-          Hombre, no –respondió la mujer.- Pero menos es nada. Y si el día de mañana le queda algo a los niños... Ya ves. Son siete.

-          Sí, es verdad –reflexionó el hombre.- Son siete. Siete pecados capitales.

-          Bueno, voy a ver al viejo para concretar lo de esa venta que no tiene nada de falsa, en justicia, pues nada te paga por sacarle la mierda de encima. Y además hay que mantenerlo.

-          Calla, hombre, calla –atajó la mujer-. Aún no sabemos como nos veremos nosotros.      Y al fin y al cabo es hermano de mi padre.

-          ¡Pues que venga tu padre a limpiarlo! –se indignó él.

-           Bien. Dejemos eso –zanjó la cuestión la mujer-. Vete a verlo y háblale. Y no le    digas cosas duras. Ahora llora por menos de nada. Es como un niño.

El hombre subió, despacio, las sombrías escaleras y se introdujo en la habitación del viejo. La mujer, en la cocina, se detenía de vez en cuando en su faena de fregar platos y, aguzando el oído, escuchaba atentamente. Fuera, los seis hijos, todos sucios de tierra, corrían alegremente, bajo el sol, jugando a policías y ladrones. El benjamín, en su cuna, rompía un libro viejo.


VI


-          ¡Buenos días! –saludó el notario.- ¿Cómo está ese enfermo?

-          Pues...regular, señor notario, -respondió el hombre-. Se trata, como sabe  que haga venta a mi mujer de las pocas tierras que tiene, a fin de que podamos ahorrar algo de derechos. Ya sabe usted, no somos ricos y tenemos siete hijos, Si algo queda, al final, por lo menos que quede libre, si es que no se lo come él antes. En cuanto a la casa y al terreno adyacente será mejor dejarlo en el testamento, creo yo, por si alguien quisiera salir al retracto. Uno nunca sabe y un techo es un techo.

-          Bien, bien. Me parece bien –dijo el notario-. Bueno, vamos allá.

El hombre y la mujer subieron, acompañando al notario, hasta la habitación del viejo.

-          ¿Cómo va eso, hombre? –preguntó el notario al viejo.

-          Regular, señor, regular. Aquí llevo tumbado seis meses –contestó el viejo.

-          Bueno. Nunca hay que perder la esperanza –dijo el notario por decir algo- Y, vamos a ver, ¿está usted conforme con vender a su sobrina?

-          Sí, señor. Lo que ella diga –respondió el viejo.

El notario procedió a leer la escritura de venta y el viejo escuchó, con los ojos    cerrados, diciendo de vez en cuando con voz temblorosa: “Está bien”. “Está bien”.

-          ¿Puede usted firmar?- requirió el notario al paralítico.

-            Mal será –contestó el viejo.

Trabajosamente, haciendo unas letras enormes, el enfermo, al que hubo que sentar en la cama, estampó su firma al pie del documento que el notario le presentó sobre una carpeta.

-                Ahora ustedes. Aquí y aquí –ordenó el notario.

La mujer y el hombre firmaron también en los lugares señalados.

-              ¿Cuánto debemos, señor notario? –al hombre le temblaba la voz-.

-                Déme cuatro mil pesetas y pague el taxi –contestó el notario.

El hombre metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón, en el bolsillo de los setenta duros, y entregó cuatro mil pesetas de las cinco mil que tenía preparadas, por si acaso, procedentes de un préstamo. Luego salió, acompañando al notario, y pagó veinte duros al taxista. Lo últimos veinte duros que tenía sueltos.

-          Adiós, buenos días –se despidió el notario.- Ya le avisarán cuando esté todo listo.  No se preocupe.

-          Bien, señor notario –dijo el hombre-. No me preocuparé.

-          ¡Cuatro mil pesetas! –exclamó la mujer llevándose las manos a la cabeza al ver regresar a su marido. ¡Cuatro mil pesetas! –repitió-. Y se echó a llorar.


VII


            Durante un par de días, aprovechando los ocho de permiso, el hombre se dedicó a recorrer furtivamente, como un ladrón, la casa del viejo. Revolvió cajones, examinó pringosos papeles amarillentos, abrió y cerró las puertas de antiguos armarios derruidos. No sabía muy bien lo que buscaba, pero no encontró nada. Nada interesante. Nada que valiera un pimiento. Polvo, polilla, cochambre. Eso era todo. Y bastante hacía la mujer con atender al viejo y a los siete hijos. Al fin, cuando menos lo esperaba, en el cajón de una destartalada mesita de noche, hizo un descubrimiento sensacional y totalmente imprevisto: una pistola, con su funda, muy bien engrasada el arma, muy limpia, muy cuidada, y dos cargadores, uno de ellos incompleto, once balas en total.

-          ¡Vaya, vaya, con el viejo! –el hombre silbó-. Parece que tenía miedo de algo o de alguien. ¡Quién lo iba a pensar!

Y bajó a ver a su mujer.

-          Fíjate en lo que encontré –le dijo al llegar a la cocina-. Está a punto de caramelo para ser usada. A lo mejor, un día, nos sirve para algo. Hay once balas en total y somos nueve, sin contar al viejo. Apuntando bien y de cerca aún sobran dos, o una, si lo cuentas a él.

-          No digas tonterías y guarda eso. No quiero ni verlo –le reprochó la mujer-. Escóndelo donde no puedan encontrarlo los niños.Y aún sería mejor que lo tiraras al río.

-          Nada de eso –respondió el hombre.- Esta pistola forma parte de la herencia y hay que conservarla como recuerdo de familia. A lo mejor aún sirve para algo. ¿Quién sabe?


VIII


-          Señor Pérez –dijo el hombre nuevamente al Jefe de Personal-. Necesito otros ocho días de permiso. Sin sueldo, claro está.

-          ¡Pero, hombre; Pero hombre...! –se lamentó el señor Pérez-. ¿Qué le pasa ahora?

-          No me pasa nada –replicó el hombre-. Lea eso, haga el favor.

El señor Pérez cogió el impreso que se le tendía y leyó: “En virtud de providencia dictada en este día por el Sr. Juez de Paz de este término, a continuación de la demanda, de la que es copia la adjunta, se cita a V. para que el día diez del corriente, a las doce horas, comparezca en la Sala Audiencia de este Juzgado para celebrar el Acto de Conciliación a que se refiere dicha demanda, advirtiéndole que debe asistir acompañado de un hombre bueno y apercibido que de no comparecer, por sí o por representante legal, ni justificar causa legítima que lo impida, se dará el acto por intentado sin efecto condenándolo en las costas, según preceptúa el Art. 469 de la Ley de Enjuiciamiento Civil.”

El señor Pérez leyó también la demanda adjunta y, como realmente no era mala persona, dijo:

-          ¡Vaya! Se le presenta a usted un mal negocio. Márchese cuanto antes y tome los días necesarios. Ya procuraré yo arreglar las cosas para que, esta vez cobre usted los días de ausencia.

-          Gracias, señor Pérez –carraspeó el hombre.- Y salió rápidamente a coger el coche de línea.


IX


-          ¡Menudo lío tenemos organizado! –ladró el hombre en cuanto se encontró con su mujer-. De modo que el tipo ese sale al retracto y se lleva una finca que vale cinco mil duros por cinco mil pesetas ¿no?

-          Así es –asintió la mujer, que tenía los ojos como puños, hinchados de llorar

-          ¿Y no hay arreglo? ¿O es que piensas arreglarlo llorando?

-          No, no hay arreglo –afirmó ella-. Ya fui al abogado y la Ley se lo da. Tiene derecho a quedarse con la finca. No es moral, pero es legal.

-          ¿Y quién es el tipo que sale a retracto? –inquirió el hombre.

-          Un colindante, de los tres que tiene esa finca. Un desalmado. Un ladrón. Fíjate cuantos trabajos llevo pasados con el viejo y ahora viene un desgraciado sin conciencia a llevarse esa finca de rositas.

-          Bueno, bueno –atajó el hombre-. De rositas aún no se sabe. Algo se podrá hacer, creo yo, y sí no, mala pata, haber hecho las cosas bien.

-          ¡No! –sollozó la mujer-. No se puede hacer nada, nada, Se la lleva. Se la lleva por cinco mil pesetas. Es lo que se puso en la escritura. Se lleva lo mejor que tenemos. ¡Lo mejor! ¡Y yo que quería plantar árboles y que quedasen ahí, para los niños, por si lo necesitan el día de mañana!

-          El de mañana y el de hoy –dijo el hombre-. ¡Pues sí que estamos aventajados! Ya me olía a mí a chamusquina la herencia esta, no sé por qué. Bueno, dame algo de comer y el día diez ya veremos que pasa. ¿Y cómo sigue el viejo? Yo no quiero ni verlo.

-          Cada día peor. Te digo que se pone perdido dos y tres veces al día. Y yo, venga, a limpiar. Todo para que luego salga un bandido  al paso y  me arruine.

-          Eso es lo que vas a ganar, malos olores –sentenció el hombre.- Al final saldrás sin plumas y cacareando. ¡Maldito viejo, maldita herencia y malditos canallas que no hacen más que robar a los pobres! ¡Y presumen de cristianos!

La mujer, esta vez, guardó silencio. Hurgó en una gran lata de conservas y sacó un par de chorizos. El hombre, también en silencio, meditabundo se puso a comer chorizo y pan.


X


-          ¿Usted es el esposo de la demandada? –preguntó el secretario del Juzgado

-          Sí, señor, el mismo –respondió el hombre.

-          Pues aquí tiene el demandante y ahora a ver si se ponen de acuerdo y podemos celebrar el acto CON AVENENCIA.

-          Creo que no será posible, señor, -contestó el hombre. Yo no me pongo de acuerdo con atracadores.

Después, muy tranquilo, frío, inexorable, metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón, en el bolsillo de los setenta duros, sacó la pistola que formaba parte de la herencia de su mujer y disparó sobre el demandante.

-          Uno...dos...tres... –fue contando-. Un tiro por cada diez áreas de terreno.

-          Dijo al final, mirando al hombre tumbado-. Y ahora, señor secretario, ya puede llamar a la Guardia Civil

Volvió a guardar la pistola y, encendiendo un pitillo, se puso a fumar.