Un siglo después


No podría precisar, con sinceridad, si es en mi egoísmo o atávica tendencia este impulso irreflexivo y frecuente que siento de recordar públicamente, airearlo, hacerlo flamear arrogantemente, cual desafiante bandera, el recuerdo de aquellos que un día tuvieron cabida en cualesquiera palacios del Arte –ya sean hijos de mi tierra, ya sean gentes a ella extraña- y hoy se hallan sumidos en el abismo insondable del olvido; esa tremenda muerte de la muerte. Egoísmo sería la pretensión de que se me recordase –al morir- sin llegar, en verdad, a la posteridad, obra alguna de mérito; aunque afirmo que este oscuro e infundamentado deseo flota como una capa de aceite sobre el agua del lago de las almas de todos. Atavismo podrá ser. O, acaso, será verdad lo que imaginaba la mente calenturienta de aquel Febrer, protagonista de “Los muertos mandan” que Blasco Ibáñez escribió. El que haya leído esa obra podrá penetrar al instante el sentido de lo que quiero decir. Es curioso, a este respecto, que fuera precisamente un 30 de septiembre la fecha en que se publicó mi trabajo “Poetas sin pueblo” (1), en el que hacía referencia a Chao Ledo, sacerdote-poeta, nacido en Villalba de Lugo otro día 30 de septiembre; pero corriendo el año de 1844. Y no fue mi intención, en modo alguno, el buscar coincidencia cronológicas.

     Cuando se acerca Navidad inevitablemente acude a mí el recuerdo del autor de “A Noite Boa de 1871 cantada por un peilao” y “Os zonchos de Navidá ou a Noite Boa de 1893”, dos muy buenos poemas navideños compuestos por este cura-poeta –cura, poeta villalbés- acerca de quien escribió Lence Santar-Guitián: “Namoriscado d´aldeya e do esprito observador, Chao Ledo conocía as costumes d´os labregos y-as falas d´iles, de tal xeito, que a “ Noite Boa”, poño por caso, mesmo pares estar escrita por un brañego d´a enxebre montaña de Mondañedo e Villalba…”. Es esta una de las razones por las cuales, otra vez, he querido recordar a este ignorado vate. Por otra parte, ha pasado un siglo y algo más, desde la fecha de su nacimiento y nadie –ni propios ni extraños- en esta época tan predispuesta a conmemorar hechos de absoluta intrascendencia, recordó que, por lo menos uno, en esta Villalba, la de la Torre singular, hubo alguien que hizo poesía, Y es este el motivo segundo que me obliga escribir sobre Chao Ledo, aquel curioso don José María, tan amante de los hombres de su tierra y de la tierra y de la lengua de sus hombres entre los cuales, él, ejercía el más sublime de los ministerios: cura de almas.

     “Aquel curioso Don José María” Así lo dejo definido en este año 1954, un siglo y algo más después de su arribada a la vida. Y os preguntaréis por qué. Hay un prólogo de Antonio García Hermida al libro de poesías de Chao Ledo que editó el centro Villalbés de Buenos Aires en 1931. En él puede leerse: “…d´un poeta enxebre, d´un home todo corazón e sentemento que, a maneira de Virgilio, temprand´o seu esprito n-a serenidá bucólica d´os campos feiticeiros d´a vella Suevia, ouservou atento, o comprir co-a santa misión de cura d´almas, xa n-os autos d- a igresa, xa n-as longas noites d´inverno, ou n-os rueiros en días de troula e de festa, os modos e maneiras d´os nosos peisanos, recelosos, socarrós, qu´usan n-a sua parola dísa filosofía especial d´as cousas e d´a vida, que non s´adeprenden en ningún libro”. He aquí el por qué de que yo piense en Chao Ledo como en un curioso y admirable personaje; lo que él –al fin artista- no podía dejar de ser en modo alguno.

     Un siglo y un decenio después del nacimiento de Chao Ledo, como una conmemoración retardada del centenario de su nacimiento, algo me impulsa a dedicarle el humilde y público homenaje de este mi pobre trabajo. He escrito acerca de una  estrella apagada, de un muerto; pero aún, transcribiendo a mi fallecido padre, ese García Hermida que os cité, habré de añadir: (2).

 

 Ysa estrel´apagouse; mais antes

 d´a sua lus recollere moi lexos,

 alumeou a concencea d´o pobo

 c´o claror do seus meigos refrexos.

 E n-o ceo da nosa Galicia

 o perders´entr´as neboas espesas

 outras luces deixou, briladoras.

 Nós seus rayos fulxentes accesas.

 

     Es este el consuelo que resta a los vivos cuando han desaparecido los mejores. Que siga alumbrándonos su luz.

 

 

(1)   “POETAS SIN PUEBLO”.- EL PROGRESO, 30 DE septiembre de 1950.

(2)   Antonio García Hermida: “Rimas Sinxelas”. a mamoria de Lois Porteiro Garea.

 

Con gaita y sin ella


        Se nos ha definido –a los gallegos- como una raza de plañideras. En muchas regiones de España –todavía- y del mundo, siguen manteniendo vivo tal concepto. Decir gallego es decir llorón. Morriña es una palabra (verdaderamente, gracias a Dios, es solo eso: una palabra) con la que pretende manifestarse somos víctimas de no sé qué infamante y vergonzosa enfermedad. Nadie quiere saber, en realidad, lo que significa conceptualmente tal vocablo. Se nos ha rodeado –insidia, envidia, despecho; no sé –de una absurda leyenda negra. Falso todo ello; absolutamente incierto; no hay tal. Y aun he de añadir que cuanto se ha dicho, y escrito, de la gaita, hasta el presente, es mito, falsedad. Ella ríe, solloza, llora o canta tal cual otro instrumento musical de viento, o de cuerda, o de madera. Todo depende de la imaginación de uno, Y cuanto más hiperestética sea ésta mejor; se perciben lamentos a la vuelta de todas las esquinas musicales. Por otra parte ha de ser tenido en cuenta que se llora de alegría y se ríe de dolor. Ignoro también porque la gaita y la música gallega en general han de ser, a la fuerza, una excepción. Llorar, llorar, llorar, ¿Pero es cierto que solo sabemos llorar? No; es mentira. Existe, sin embargo, un motivo que justifica, en los extraños a nosotros, tal infundada creencia. Tuvimos poetas –y poetastros- que tan solo supieron concebir versos lacrimosos. Escritores preocupados únicamente de cantar la tendencia sentimental que anida –como en el de todos- en el corazón de nuestro pueblo. Y con aquello de las nubes que lloran –Galicia está en la España húmeda- y de la niebla y del largo invierno, venga a construir frases bonitas rezumantes de asquerosa dulzura. Por ahí empezó nuestra difamación. Resultante: he ahí cubierta de lodo, bruma literaria, a esta brava Galicia, gran madraza de bravos hombres, gran paridora de hombres fuertes; fuertes como los robles que crecen en nuestra tierra.

            No encuentro yo razones suficientes que sirvan de base a esa leyenda de color café tostado. No, por cierto, existen para aquél que ha leído nuestra historia. No, realmente, puede hallarlas aquél que ha sido o es testigo de las gestas de nuestros claros varones o de nuestras valientes mujeres. Somos gente, en definitiva. Gente que pisa duro, tranquilo, sin temor, por todos los senderos del mundo, consciente de su propia fortaleza. Gente que, con gaita o sin ella, marca el paso a lo largo y a lo ancho sobre el gran viento de la madre Tierra buscando, ganando la vida sin temor a la muerte, ni a la enfermedad, ni a la miseria, ni al hambre. Pueden decirlo en América, de Norte a Sur: de Oeste a Este. Pueden decirlo, si quieren hombres de los cinco continentes. Ellos pueden hablar de la tranquila firmeza con que se enfrenta el gallego a toda tempestad y a toda calma; pues también hay calmas peligrosas para el espíritu, para la materia. Y dicen que tan solo sabemos llorar.

            Levantamos haciendas. Construimos edificios. Fundamos poderosas sociedades. Hacemos patria en todas las partes del mundo. Hacemos nuestros, que es decir de España, trozos de tierra extranjera. Luchamos y vencemos o morimos sin gemir. El ancho mundo nos resulta pequeño. Y dicen que somos la esencia del sentimentalismo cuando lo único cierto es que hasta en capacidad de amar superamos a los otros. No es por otra parte extraño que un hombre llore virilmente cuando abandona todo a aquello que más ama para dirigirse en busca, al encuentro, de una suerte desconocida que en muchos casos le será fatal. Tampoco es extraño que una, una vez triunfante, se desee el regreso para que la tierra y los seres amados sean testigos de un victorioso bienestar  conquistado a fuerza de puños, de inteligente trabajo, de hombría. Esto es lo que hace el gallego, el hijo fuerte de esta brava Galicia, ese hombre sencillo, sereno, cuyo inmenso valor se refleja en el lento ademán tranquilo con que encara toda adversidad, en la valiente mirada sostenida que otea a todos los rumbos, sin un parpadeo, cara a todos los caminos de la noche y del sol. Esto, que no todos los hombres son capaces de hacer. Hay que ser hijos de esta tierra brava. Digan aquende y allende lo que quieran. Nosotros demostramos, con hechos, con gaita o sin ella, que vamos siempre más allá que aquel que llegue más lejos.

Cuento de invierno


El niño –seis años inocentes- había comido el último mendrugo de pan que quedaba en la casa y ahora dormía sosegado, sin pesadillas que turbasen su sueño, porque –por ahora- no sabía que la vida es una guerra en la que siempre triunfan los más fuertes y son estos los que en verdad pueden decir que viven. Pero el niño dormía, tranquilamente, porque aún no era capaz de pensar y, además, su papá y su mamá siempre tenían algo que llevarle a la boca para acallar los alaridos de su estómago pequeñito que, por desgracia, cada día se hacían más frecuentes. La mujer estaba en la cocina, sentada en una silla baja, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos; los ojos muy abiertos y la mirada perdida en una lejanía que, sin duda, estaba más allá de la pared de enfrente; más allá de la ciudad; un punto remoto que no se sabía muy bien si existía o si, tan siquiera, podía llegar a existir. En el hogar no había fuego ni restos de calor, porque hacía mucho tiempo que en aquella casa no se había encendido la lumbre para nada. No hacía falta tampoco. No había nada que poder cocinar. Ella, de cuando en cuando, levantaba la cabeza y parecía escuchar; pero luego volvía a ocultarla entre las manos porque aquella noche solo hablaba el viento y los dedos de la lluvia, en el tejado de la casa, tamborileaban una música igual. Era el invierno. El niño, en su pobre habitación, seguía su sueño apacible. Fuera, el frío lloraba agua y suspiraba viento.

Sonaron unos pasos lentos en la escalera y luego se escuchó una llamada en la puerta exterior. La mujer se levantó y caminó, despacio, para abrir. El entró sin saludar y trató de seguir adelante, el rostro serio y la cabeza vencida; pero la mujer le tiró de la chaqueta hasta que le obligó a dar la vuelta y a mirarla muy fijo con amargura contenida bailándole en los ojos; después sonrió, contra su voluntad, porque la mujer le enlazó el cuello con los brazos y lo besó en el rostro mojado de lluvia. Olvidó por un momento que tenía hambre y que ella debía de tenerla también.

-          Hola- dijo con lenta voz cansada.

-          Hola, Cris, - respondió la mujer.

Caminaron hacia la cocina y le pronto ella preguntó:

-          ¿Qué?

-          Nada –dijo él-. Anda, vete a la cama.

-          Pero... –se obstinó la mujer-; ¿nada entonces?

-          No; nada. Anda, vete a dormir.

Ella bajó la cabeza y caminó hacia la habitación matrimonial. Pensó que al día siguiente no habría nada para que el niño comiese. Se arrodillo de cara al Cristo que tenían a la cabecera de la cama; abrió los brazos en cruz y lloró mucho, silenciosa, largamente, con la tremenda angustia de los sin pan ni esperanza. Luego se acostó y se durmió rezando.

Aquella noche el hombre no se acostó y cuando ella le llamó al despertarse, creyéndole en el estudio, nadie contestó a su llamada. Se levantó y recorrió la casa sin encontrarle. Había salido llevándose un lienzo que la noche anterior era una tela blanca. El hombre pintaba; pero nunca lograra colocar un cuadro. Habían gastado cuanto tenían y él seguía con su manía de pintar. Cuando la necesidad le obligó, se dedicó a dar blanco a las fachadas de las casas y a embadurnar de pintura rejas y balcones; pero ahora era el invierno y no había trabajo ni fachadas que blanquear. Le quería mucho a Cris, mucho; pero pensaba que jamás llegaría a triunfar como pintor; no valía.

Había llegado el mediodía y el niño lloraba, pidiendo pan, cuando sonó la llamada en la puerta exterior. Fue una llamada fuerte que hizo saltar el corazón de la mujer. Corrió a la puerta y abrió.

-          ¿Qué?

El la abrazó muy fuerte y la besó en los labios; hacía mucho tiempo que esto no sucedía; pero era bueno y a ella le gustaba; sabía que él hacía esto cuando estaba contento...

-          He vendido un cuadro –dijo el hombre.

-          ¿Qué?

-          Sí; un cuadro en que aparece una cama, un Cristo, una mujer que llora con los brazos en cruz y la sombra de una  cruz, en el suelo, proyectada por una figura viva. Me dieron mil pesetas, no es mucho; pero es la comida de un mes y la  esperanza que vuelve.

Volvieron a besarse y bebieron agua de lágrimas. El niño había cesado de llorar. Fuera, la canción del viento parecía dulce.

Tettamancy, el olvidado


     Posiblemente –los coruñeses- cuando lean estas líneas se preguntarán quien soy yo. No es extraño. Otro tanto sucederá –estoy seguro- si les hablan de Francisco Tettamancy  Gastón. Se preguntarán quien es él, aún existiendo sobradas razones para que nadie, en La Coruña, ignore la persona y la obra de este escritor tan grande por su humildad como por su amor a Galicia, en especial a su ciudad; a su querida ciudad de cristal. Pues bien: yo soy uno que escribe mejor o peor, aunque eso no importa. Ahora se trata de Tettamancy, el olvidado. Uno que escribió. Aquel que os legó –y nos legó- entre otras muchas obras, “Historia Comercial de la Coruña”, “O castro de Cañás”. “La revolución Gallega de 1846”, “Batallón Literario de Santiago”, “Víctor Said Armesto”, “La Torre de Hércules”. Obras que le han hecho acreedor a vuestro recuerdo y agradecimiento. Pero le habéis olvidado. Fuera de los círculos literario-periodísticos  - presumo – nadie sabe quién fue, o que hizo Tettamancy Gastón. Es lamentable.

      Tengo una deuda que pagar a Tettamancy. Una deuda de recuerdos. No por los que él me haya dedicado a mí –imposible lo hiciese por razones cronológicas- sino porque, un día, tuvo la gentileza de escribir algo acerca de mi pueblo. Villalba, “mi bella durmiente del altozano”. Una vez, al escribir, así la definí.

El –Tettamancy- era un curioso investigador y no son escasos sus trabajos históricos que nos hablan de la tierra gallega; de la tierra y de los hombres y de los monumentos que sobre la espalda de nuestra tierra se alzan. Entre ellos –quizás no la conocéis- se encuentra una monografía titulada “El Castillo de Villalba”. Es un pedazo de historia de mi villa. Fue publicada, por primera vez, en el número 4 de la revista “Arte Español”, de Madrid, que salió a la luz corriendo el mes de noviembre de aquel año 1912. En 1913 aparece, de nuevo, editada por la “Imprenta y Fotograbado de Ferrer” de La Coruña, con el título “Torre del Homenaje del Castillo de Villalba”, apenas con ligeras variaciones. Es notable. Poseo un ejemplar de esta edición y otro de la revista mencionada, Cayeron en mis manos por casualidad. Aquel día me dije: “Yo he de pagar esta deuda a Tettamancy. El dedicó tiempo y trabajo a mi villa. Yo le dedicaré –por mi parte- trabajo y tiempo a él”. Luego indagué, busqué y pude hacerme con “Víctor Said Armesto” y “O Castro de Cañás”. No es mucho, pero si lo suficiente para comprender con que profundo y viejo amor amaba a esta buena tierra gallega. No es mucho, pero si lo bastante para conocer con que ímpetu y energía y pasión e ilusión escribía sobre temas históricos, con objeto de que España y el mundo supieran de Galicia. Y le habéis olvidado.

      Es ciertamente notable y notoriamente extraño. Galicia no da valor a sus valores. Desconozco las razones: pero es así, Y, sin embargo, tenemos los suficientes, en calidad y en cantidad, para situarnos a la par, por no decir a la cabeza, del resto de las regiones españolas. Virtud o defecto, el hecho es que somos extraordinariamente humildes, o tímidos no sé. De estos era Tettamancy Gastón. Muchos existieron como él. Yo creo que ha sonado la hora de decir:”Galicia tuvo artistas, los tiene, los tendrá. ¡Plaza! Estos son nuestros valores, es decir, nuestros poderes”. Pero tenemos que empezar por conocer, nosotros mismos, a hombres como Tettamancy, el olvidado. Hombres que nos han legado historia y obra y ejemplo. Gentes que han ganado, para nosotros, baluartes que son avanzadilla desde la cual podemos, con más facilidad, intentar el difícil asalto a las cumbres  altivas del Arte, es decir, de la gloria. No está de más, con todo, que de vez en vez dediquemos un recuerdo apasionado a aquellos que nos precedieron en la ruta penosa que conduce al logro del “viejo laurel verde”, como dijo Rubén. Por ello he querido dedicar a Tettamancy mi recuerdo, el cual no es otra cosa que el pago de una deuda.

Mi villa encontró un pintor


        Sucede raramente que un verdadero artista nos visite para crear, hacer obra entre nosotros. Así fue que me sorprendió la grata noticia de que Fermín González Prieto había llegado aquí con el objeto de pintar, precisamente motivos villalbeses. De la misma manera que en Madrid se olvida a las provincias –en casi todos los órdenes- también en provincias, la mayoría ignoramos a la capital de la nación. González Prieto tiene su estudio en Madrid. Por eso habré de presentároslo. Me refiero, claro a los que no siguen de cerca el hacer de los artistas que viven y trabajan en Madrid.

      González Prieto es un fenomenal paisajista formado, como tal, en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Alejandro, en La Habana. A los 17 años era ya profesor de pintura en el Centro Gallego de dicha ciudad. Sociedad que le pensionó para ampliar estudios en Europa. Recientemente expuso en la II Bienal celebrada en la hermosa capital antillana siendo el único artista cuyos cuadros fueron adquiridos en su totalidad. Es de notar que a la misma concurrieron con su mejores obras cientos de pintores. Creo que esto es suficiente para que cualquiera se forme una idea de la calidad de este pintor. Su pintura puede situarse en la línea que siguen los impresionistas franceses si bien, a mi entender, su arte –sus paisajes- se apartan de toda escuela para convertirse en algo íntimo personal, único. Haciendo arte nuevo- ese es su mérito- pinta cosas tan viejas como el mundo, tan hermosas como la naturaleza, porque –habéis de saberlo- González Prieto es todo corazón, corazón que vuelca totalmente en sus obras hasta lograr cuadros de inigualables mérito y belleza. Cuadros vivos, fragantes poderosos, donde hasta las piedras parecen alentar. Como hombre, -¿Qué os diré?- todo él respira ancha y cordial humanidad. Tanto es así que se negó rotundamente a hablarme de recompensas obtenidas y a hacer crítica de otros pintores. Lo increíble.

Por dos motivos poderosos he querido hablaros de González Prieto. Uno por el hecho de que, aunque nacido vivariense, puede decirse que ha nacido a la pintura en Villalba, mi pueblo. Otro, por esa circunstancia de haber encontrado mi villa, por fin, pincel que la inmortalice. Y creedme no exagero al expresarme así.

      Entre los cuadros que González Prieto pintó aquí, cuatro han llamado poderosamente mi atención: “Paisaje de Villalba”, “Pinos de Guntín”, “En Mourence”, “Fonte Vilar”. Serán expuestos en el salón “Dardo”, de Madrid. Creo sinceramente que en especial los primeros que cito, aumentarán el prestigio de su autor. En el “Paisaje de Villalba” ha pintado algo más que paisaje. Ha pintado historia. Paisaje e historia que trasladados al lienzo cobran lozanía, vitalidad, armonía. Y a todo ello, unidos la exacta coloración –sinfonía de luces, sombras, reflejos-; el inconcebible aprisionamiento del celaje: el motivo en sí, una maravilla: en primer término la ermita de la Magdalena, el molino añoso y la huerta y el prado. Y allá arriba el pueblo –triángulo de casas- alrededor del castillo y de la iglesia. “Pinos de Guntín” es un cuadro impresionante por su maravillosa sencillez. Imposible pintar mejor. Os roba la mirada y sentís no poder estar toda la vida contemplándolo. Os haría una descripción emocionada de no faltarme tiempo y espacio. Pero esperemos que Luis Trabazo –ese buen crítico- lo haga, desde Madrid, para nosotros. En tanto digamos adiós al pintor, rogándole que quiera volver a visitar esta villa que, por fin, encontró pincel digno de sus paisajes.

Lugo en el recuerdo


     Ver a Lugo es la primera gran ambición infantil, el primer gran deseo, que tortura el corazón pequeñito, y el cerebro, de los niños nacidos en la provincia lucense. Ocurre en esa edad en que uno ya ha leído “Las Mil y Una Noches”, es decir, ya es capaz de discernir entre lo fantástico y lo real y prefiere esto a aquello. De la maravilla lejana –Bagdad- a la cercana –Lugo- es preferible la próxima. Este es el momento en que –para el niño aldeano; para el pueblerino- Lugo (su existencia, su relativamente remota cercanía, el ansia de pisar sus calles y contemplar sus monumentos, sus edificios, sus plazas y jardines) comienza a ser problema, pesadilla, anhelo, desazón. Sucede que, como tal problema de urgente resolución imperiosa, es planteado a los padres, mientras lo grandes ojos –apenas un parpadeo por minuto- suplican con más intensidad todavía que la voz delgadita y vacilante. Voz y ojos, como de rodillas, repiten la misma petición: “Papá, llévame a Lugo”. Y aún, acaso, por las tersas mejillas sonrosadas, se deslizan lentas lágrimas grandes sin razón alguna de ser.

      Recuerdo que yo no necesité suplicar ni llorar. Un buen día, mi padre –siempre lo hacía así- me miró cariñosamente desde el otro lado de sus anteojos y dijo: “Vas a ir a Lugo conmigo”. Y al otro día fui. Al otro día me fue dado ver, primera vez en mi vida, una maravilla real, es decir una ciudad; la capital de mi provincia. Este fue mi primer gran sueño logrado. Desde entonces Aladino y su lámpara, perdieron en mis conversaciones mucho de su preponderancia.

      En aquel tiempo no era Lugo lo que es hoy. Era una chiquilla. Todavía los grandes arcos de las románicas murallas servían únicamente para penetrar en la ciudad. Ahora sirven también para salir de ella. Esto quiere decir que Lugo ya es una adolescente. Creo que algo ha cambiado. Ha crecido mucho, si, pero –os lo aseguro- no ha llegado aún a ser mujer. Ha de crecer más. Y ha de ser más bonita, si cabe. Pero os estoy hablando de Lugo en el recuerdo veinte años después de aquella fecha gozosa en que la conocí. No debo derivar.

      En toda ciudad hay algo fundamental que no puede modificarse; que, incluso, no se deja modificar, ni por los hombres ni por los elementos. Las ciudades tienen, como los hombres, su Ángel de la Guarda. El se encarga de que permanezca inmutable aquello que no debe cambiar. Por eso es dado que los niños de hoy, a pesar de todo su crecimiento, puedan ver lo que, realmente, es notable y fundamental en Lugo: las murallas, la catedral, los soportales, la fachada y torre del Ayuntamiento, el Parque; y el Miño, ese anciano tranquilo, allá abajo, siempre lento y silencioso, tan bien definido por Manuel María que recuerdo su verso de memoria:

 

O río é vello

             e sempre vai calado.

              Somentes no inverno

               semella que algo laia.

                       Por moito que un o escoite

            o Miño non di nada.

 

      Esas son las maravillas de Lugo. Lo que yo vi, hace veinte años. Esto fue, mejor dicho, lo que vio el niño que yo era “in illo tempore”. Esto lo que os aconsejo veáis y enseñéis a vuestros hijos hoy. Pero no olvidéis la suprema maravilla: Jesús Sacramentado os espera en la catedral, continuamente expuesto y adorado. He ahí por qué Lugo es una gran ciudad. Esa fue la gran concesión de Dios a Lugo.

      He escrito, en tres cuartillas, lo que, para mí, es Lugo en el recuerdo. He cumplido mi propósito. Basta.

Villalba


        Es una linda villa de la verde provincia lucense. Cabeza de partido judicial. Veinte mil habitantes distribuidos entre las treinta parroquias de su Ayuntamiento; cuatro mil –poco más o menos- habitan el casco urbano, lo que es la villa en sí. Ahí la tenéis. Destacando, sobre todo, el castillo y la iglesia –dos torres- a la izquierda. Esa carretera que serpentea, subiendo, acaba de apagar la sed en el río Magdalena después de su largo viaje a La Coruña. Un poco antes –fijaos-, como una flecha blanca, se ve la espadaña de la ermita de Santa María de Magdala, ya en terreno de la parroquia de Mourence. Pero entrad en la villa; es un nudo de comunicaciones notable. Hasta aquí llegan –o de aquí parten- cinco carreteras: dos a La Coruña, la de Lugo, la de Meira, la de Ribadeo; otra que os llevará a El Ferrol del Caudillo o a Vivero. El Castillo y el árbol, desde luego, os llamarán la atención; pero ved que maravilla esa larga y recta y limpia Avenida del Generalísimo; es la calle principal: pocos pueblos, -yo no conozco ninguno –pueden presumir de tener una calle semejante. Y todo, las calles y las casas y las personas presentan mejillas como de manzana en sazón. Por aquí se vive bien.

      Este es un pueblo laborioso, eminentemente comercial. Dos veces al mes –a la feria, al ferión –la Comarca entera y gentes de otros puntos se concentran aquí para comprar y vender. Villalba es un pueblo rico porque su Comarca lo es. La Agricultura y la Ganadería; he ahí las bases fundamentales de una notable prosperidad. No existe mucha industria, pero se trabaja en este sentido, como en todos, y se avanza; el porvenir villalbés se presenta risueño. Se construye aceleradamente. Nuevos edificios; nuevas calles, nuevos habitantes, aparecen de la noche a la mañana. El ferrocarril haría crecer la villa hasta límites insospechados; es una de las cosas necesarias. El camino de hierro elevaría al pueblo al rango de ciudad.

      Ayuntamiento, Juzgado de Primera Instancia e Instrucción, Juzgado Municipal, Delegación Comarcal de Sindicatos, Jefatura Local del Movimiento, Corresponsalía de Previsión Social, Hermandad Sindical de Labradores, son centros oficiales. Racing Club Villalbés, sociedad deportiva. Casino de Villalba, sociedad recreativa. En lo cultural un grupo escolar que necesita ampliación, dos colegios más de primera enseñanza y la Academia “Santa María”. Destaca el Hospital-Asilo, para ancianos desvalidos, como uno de los mejores edificios de la Villa por sus dimensiones. Luego, comercio, comercio, comercio…Esta es Villalba.

La campana y la cadena


        Esta es Mondoñedo; una vieja e histórica ciudad. Aquí están María Paula –la campana- y “la mariscala” –la cadena-. ¿No recordáis a “la mariscala”? Pensad en Pardo de Cela aherrojado. Esta es, también, la ciudad de Pascual Veiga, el músico; de Leiras Pulpeiro y Noriega. Han muerto todos. Pascual Veiga- músico “inmorredeiro” –creó lo mejor de lo mejor que en música pudo dar Galicia: la “Alborada”. Llanto, risa, rezo, sollozo, canción. Esto encierra la “Alborada” de Veiga. Música del marchar y volver; música de la partida y el regreso; notas del amor roto y el amor logrado; luz y sombra; contraste;  así canta Galicia: Día y noche; alegría y dolor; esperanza y desesperación melancólica. Un soplo de Dios inspiró al músico mindoniense para crear la pieza suprema. Ninguno mejor, antes. Ninguno superior, después. Porque supo expresar la canción de la piedra labrada, el lloro del río, el canto del árbol; el dolor de las madres que quedan: la esperanza de los hijos que parten; el gemido del mar; la voz de la brisa; la alegría del triunfo y el amargor de la derrota.

      Leiras Pulpeiro. Este fue cantor de mar. Leed lo que dijo Noriega refiriéndose a él:

     

El gustaba d´a Mariña:

o seu Númen soberano

   via “as cabezas erguidas

        d´os nove pinos d´o Castro”

 y-encaraba, destemido,

     os vagallós d´o mar bravo

 

Y Noriega –el humilde- dice de sí mismo:

 

“A miña musa prestoulle

unha Fadiña o refaixo,

     y-anduvo po-los carreiros

       d´os montes coloreando…”

 

Y éste fue el cantor de la montaña.

 

Ahora tenemos a Cunqueiro, ese estilista de la prosa. Y a Lence-Santar Guitián, ese veterano de la Letras. Quiero decir que aquí se escribe, y se escribió, y se escribirá; pero no se editaba, desde hace mucho tiempo, publicación alguna. Dormidos, la campana no lograba arrancarnos de nuestro letargo. Habíamos olvidado que Mondoñedo fue la segunda ciudad de la región que pudo contar con imprenta; como la segunda en tener luz eléctrica. Dormidos, por ahí afuera tenían que pensar que la cadena sujetaba, inmovilizándolas, nuestras plumas, nuestras mentes, nuestras editoriales. Sólo Álvaro, y Lence, escribiendo –campeones solitarios- para revistas y periódicos extraños a nosotros. Mondoñedo no publicaba nada. Ni un folleto. Silencio. Silencio literario puertas adentro de la ciudad. Dormíamos un sueño de plomo.

      Era ciertamente extraño. Por lo menos conozco yo cinco publicaciones periódicas que vieron la luz en nuestra ciudad: “Acción Social”, “La Defensa”, “Justicia”, “Mondoñedo” y “De todo un poco”. No voy a juzgar el mérito o calidad literaria que tales publicaciones pudieran tener. Esto aparte, la verdad era que se escribía y…, no sé por qué se dejó de escribir. Ahora renacemos, resurgimos, revivimos, reaparecemos en la palestra literaria con nuevo ímpetu, con renovada fe. ¡Plaza a Mondoñedo!

Os extrañará un tanto que yo, nacido villalbés, escriba como si fuera natural de Mondoñedo. Os diré el motivo: amo a esta ciudad, la quiero: por eso escribo como si fuera un mindoniense más y hago mío, para la ciudad del Masma, aquello que Noriega dijo de la montaña, su gran amor:

 

“e si é verdá que hay más terra

dudo que sexa millor.”

Villalba, esa desconocida


Sabéis que existe, pero –en esencia- ignoráis cómo y por qué es. “Aquí termina, o comienza, la Tierra Llana”, respondí a una pregunta de Manuel María, mi amigo poeta; aunque él bien pueda decir lo mismo respecto a Otero de Rey; su terruño. Esta, en la actualidad, es Villalba, Alba Villa, Villa blanca; tierra de próceres; tierra señorial. Por aquí –dicen- pasó, quiero decir que vivió, un tal Rodrigo Sánchez; quien tuvo un sueño de piedra y, al despertar, ordenó la construcción de ese castillo cuya Torre del Homenaje perdura todavía.

Posiblemente no fuera un soñador Rodrigo Sánchez. En realidad no se precisa, con certeza, su existencia; pero a mí me gusta imaginarlo así, soñando sueños pétreos que habría de transformar en castillos, porque siempre ha sucedido que sueños buenos dieron lugar a cosas buenas. Y el castillo, nuestro castillo feudal, es algo fundamental para Villalba. Es cimiento, punto de arranque, origen, cuna, principio. Todos los principios proceden de una idea; de algo intelectual, cerebral. Pero pensar, en definitiva, es soñar. El hombre no puede estar nunca seguro de si el pensamiento es suyo o es de Dios; un sueño de Dios aleteando en el cerebro. El cerebro: puerto franco a donde arriba toda paloma mensajera procedente de quién sabe qué lugar desconocido y de donde parte sin tardanza hacia destinos ignotos.

Quiero creer que pudo así nacer Villalba –esa desconocida- fruto de un sueño bueno; de un sueño de guerrero poeta. Quiero creer que así pudo crecer, a la sombra de su castillo feudal –viejo abuelo de piedra- hasta llegar a muchacha. Y hoy la miras largo y despacio y la encuentras tan bonita como aquel primer amor maravilloso al que, por no poder olvidarlo, retuviste para siempre junto a ti.

La admiráis cual a una bella mujer;  pero no se os ocurre indagar que potentes, vigorosas, ancestrales raíces alimentan, conservan y aumentan tal belleza. Esta Villalba joven se asienta sobre tierra antigua; aquella que fue llamada Tierra de Montenegro. Esta es la tierra vieja en donde vivieron Fernán Pérez de Andrade –o Boó- y Nuño Freire; ese déspota, uno a quien sus vasallos “no lo podían comportar”. Y el otro Freire –don Diego- y más tarde don Fernando Ruiz de Castro, aquel que casó con doña Teresa de Andrade. Y ese don Diego que os cito dicen que fue un varón poderosísimo tan rico como no se puede uno imaginar, el cual vino a reedificar nuestro castillo después que fue demolido durante el alzamiento de las Hermandades Gallegas. Y ese otro don Fernando fue el que incorporó a la casa de Lemos todo cuanto los Andrade poseían. Esta  es una tierra vieja, no cansada, que entró en la Historia a paso de gigante en el tiempo aquel que llamamos medioevo. Esta es tierra de hombres y mujeres fuertes. Hombres que sabían amar y morir y matar. Gente noble. Gente que amaba a su tierra con amor de marido a mujer. Estas son nuestras raíces; estos los villalbeses de otras épocas. A ellos debemos cuanto somos; hasta nuestra capacidad de amar. Con razón podemos estar orgullosos de haber nacido bajo este cielo claro  a la sombra de ese castillo, nuestro alto y silencioso antepasado de piedra.

Piedras, tierra y hombres. Todo nos honra aunque muchos lo ignoren. Aunque para muchos Villalba sea solamente como esa muchacha linda que pasa por la calle y nos gusta tanto y acerca de la cual, sin embargo no podemos decir otra cosa que es bonita como un sol.

En este Día, festividad de nuestro Patrono San Ramón, (la patrona es Santa María, al parecer en trance de olvido) es natural que yo –villalbés- dedique este trabajo a los míos. Así lo hago constar. Sea esta mi confesión de amor. Permitidme, aunque luego digáis que eso es mucho estilo siglo XVIII, que exprese con palabras esa inquietud amorosa que bulle en mi corazón: ¡Oh, Villalba! Por tus hombres y mujeres de ayer, de hoy y de mañana. Por la Historia que has escrito, por la que haces, por la que vendrá: ¡Te quiero!

Ese otro yo sabio


    Sobre la mesa, en aquel estante; en el otro, hay grupos, montones, rimeros, pilas de libros. Muchos de ellos tratan de Filosofía, esa ciencia de las múltiples facetas. Podría basarme en una de ellas, la Psicología, para –llevando de la mano a mis lectores, supuesto que los tenga- adentrarme temerosamente por las tenebrosos  y escondidos senderos que conducen a la ignorada guarida del ser cruel, petulante, altanero, burlón, que habita no sé en cual recóndita covacha de mi subconsciente: ese otro yo sabio. Podría, digo, hacer disquisiciones filosóficas referentes a la cuestión que me preocupa. No lo haré. A la gente no le gusta oír ni leer cosas que no comprende. Para el noventa por ciento de los mortales la Filosofía, en cualquiera de sus variantes, divisiones, formas, derivaciones, subdivisiones, caras o fases, es algo abstracto; y abstruso. El hombre corriente no es partidario de elucubraciones  metafísicas y aún puede decirse que no le agrada ninguna clase de lucubración que, a la postre, sólo sirve para hacer más complicada esta vida que ya no lo es poco de por sí. El individuo adocenado, es decir, el hombre verdaderamente normal, prefiere lo real, lo cierto, lo positivo: poder ver el cielo sobre su cabeza y sentir la tierra bajo los pies rozando la suela de los zapatos, al tiempo que, la mano embutida en el bolsillo derecho del pantalón, aprieta el billete de cinco duros, feliz promesa de una cercanísima cosecha de tabaco regular, café con leche, copa y vuelta al ruedo.

      Este preámbulo, vestíbulo de mi trabajo, es un poco largo; de acuerdo. Me decidió a que así fuera el hecho de que, mis amigos, me reprochan con harta frecuencia mi poca asiduidad en escribir definiéndome –entrañable sinceridad- como “un vago de la pluma” Haré, pues, en su honor, una excepción y escribiré cuatro cuartillas en vez de las tres que corrientemente –inveterada costumbre- suelo garrapatear.

      Cité a mi otro yo sabio; ese maldito francotirador cerebral. Es esta una cuestión, más que interesante trascendente, importante para todo quisqui. Y es así porque ninguno de nosotros, los humanos, -salvo raras excepciones mas adelante citadas-, se ve libre de la tortura humillante que supone al conocer la existencia de ese otro yo que duerme durante nuestra vigilia y vive su vida en las horas de nuestro sueño sin que, en manera alguna, sea posible capturarlo a pesar de las múltiples asechanzas, lazos, cepos y estratagemas con que procuramos hacerle caer en las garras inmateriales de nuestro cerebro, ávidas de atrapar a esa intangible presa escurridiza: ese otro nuestro yo sabio.

      Desde luego, hay que reconocer la existencia de gentes que nos sueñan. A esa rara especie humana pertenecen, por reglas general, los sibaritas, los matemáticos o numerófilos -¿puede decirse así?- y aquellos que se dedican a la compra-venta de cerdos. Esos, verdad indiscutible, no pueden tener otro yo sabio a causa de que, -es lamentable- no tienen otro yo de ninguna clase. Todo se les vuelve pensar en comidas pantagruélicas, en índices, exponentes, raíces de raíces y cerdos bien cebados que pesen más allá de los cien kilos. Pero los otros, todos los otros, -entre los cuales me cuento yo- sí que lo tenemos.

      A mí, la verdad, me preocupa en sumo grado la existencia de ese sabihondo otro yo; máxime porque no sé como atraparlo. Me acuesto. Quedo dormido. Es probable que comience a roncar y, de pronto, ahí tenéis ya al otro yo que se despierta, se despereza, bosteza insultantemente, se pone en pié de un salto y comienza su actuación. Creo que duerme vestido. Discursos fantásticos. Lectura de prodigiosos artículos originales publicados en famosas revistas desconocidas. Composición de extrañas sinfonías inauditas. Pinta cuadros que para sí quisieran Rubens o el mismo Miguel Ángel. Inventa sensacionales novelas y cuentos que harían época de poder ser publicados. Música, pintura, literatura, escultura, prosa, verso, oratoria. De todo entiende en grado increíble ese desconcertante sinvergüenza que es mi otro yo sabio. Al despertar mi cerebro, él huye, quedando solo un recuerdo confuso de las grandes obras concebidas por ese inconcebible sabio huidizo que mora dentro de mi ser. Es desesperante. De poder apresarlo en las redes de mi cerebro diurno yo, sin duda, llegaría a ser un grande hombre. Y tú también, lector amigo, si consiguieras dar caza al tuyo. Creo que no será necesario explicar ahora el por qué de los insultos que he dirigido a mi otro yo sabio.

Lugo y cierra el mundo


     Cierto es que el error reina entre nosotros, los hombres actuales, y que yo soy hijo de Gran Siglo; de un siglo que se esfuerza por creer solo en si mismo; pero todavía me resta capacidad para soñar, poder soñar, saber soñar y tener Fe; fe con mayúscula; fe en Dios. Vosotros, los que andáis mirando siempre al suelo, los que buscáis oro solamente, lo que decís, escépticos: “He ahí cuantas tonterías se escriben”, no os asombréis. Consentid, por una vez, que un semejante vuestro sueñe pasados y futuros. Permitid que os los relate y tened la paciencia, la caridad, de leer.

      “Existir es nuestro verbo clásico, fundamental. Todo pasado es sueño. Todo futuro lo es. Nada importa a no ser nosotros mismos y eso mientras vivimos.” Es falso, Procedemos del pasado: de seres que han muerto ya o han de morir. Algo de nosotros –nuestros hijos; los hijos de nuestros hijos- ha de incrustarse en el tiempo por venir. Ojos del mismo valor que los nuestros verán cosas que ni siquiera presentimos; leerán cosas que desconocían. Soñemos, en consecuencia, con el ayer huido y el mañana venidero. Y particularmente nosotros, lucenses, soñemos, resucitándolo, con el Lugo alpha; soñemos, ideándolo, con el Lugo omega. Dejadme que lo haga yo, por vosotros, camino sobre el suelo del tiempo a largas zancadas.

      Veo tupidos bosques, poblados bosques interminables. Escucho múltiples rumores de follaje acariciado por el viento: besos, caricias, amor del viento a las hojas arbóreas. Rumores de agua corriente; de agua que discurre lenta por cauces anchos y estrechos: besos, caricias, amor del agua a las piedras y a la tierra. Noche. Tranquila noche, Luna grande. Luna llena. Un extraño canto brota de gargantas humanas y sube, sube…Ahí están los druidas orando, cantando, suplicando a la luna. Estamos en Galicia, la tierra extrema de la antigüedad; Finisterre. Por aquí debe de estar Lugo.

      Escuchad ese golpeteo de pies contra el pecho sufrido de la tierra gallega. Es el paso de Roma que avanza. Mirad como se acercan los “hastati”; los primera línea de combate. Y los “príncipes”. Y los “triarios”. Recordad: “Res ad triarios venit”. Estos son los que deciden, en última instancia, las batallas. Llegan las legiones invencibles. Oíd el rumor de la faena. Aquí se trabaja. Estos hombres construyen murallas. Ya hemos encontrado a Lugo. Esta es Lucus Augusti. ¿No lo creéis? Pues ved, aún, las murallas en pie; ellas han llegado hasta vosotros; mensaje pétreo de la Roma increíble.

      Y ahora perciben mis oídos rumor de plantas descalzas; rumor de pies de peregrino que gastan la piel rozando todo sendero; hollando todo camino. Se escucha una gran voz. Otras voces. Ingente clamor. Santiago y los siete varones apostólicos andan predicando por España. Traen la Buena Nueva. Vienen a hablar del Maestro. Y él, el Hijo del Trueno. El, el apóstol, se dirige a Finisterre. Helo aquí. Ha pasado por Lugo y parece que ha dejado un recuerdo de piedra. No puedo asegurarlo. Miro a través de una niebla negra y espesa. ¿Una Catedral? No sé. He de dejar que pasen siglos, invasiones, revoluciones destrucciones. Después podré verlo claramente. El pasado ha de caminar hacia mí y sabré del buen Raimundo –el del Pórtico de la Gloria-. Pero aquí ya se cree en Cristo. Ha pasado Santiago, el apóstol.

      Hay un galope tremendo que estremece los valles y hace temblar los montes. Hordas a caballo. Los suevos; gentes bárbaras. Entraron por el Norte y se establecen, anidan, en esta tierra buena. Galicia es dulce, linda, verde, amable, generosa. Más tarde otro galope. Gente morena y fiera que procede del Sur; sables, alfanjes que irisan al sol. Estos son los árabes. Su misión: muerte a los cristianos. Pasan arrasando. Parece mentira que Lugo resista, sufra tanto, permanezca. Pero sobrevive. Después de las batallas se construye de ruinas sobre las ruinas. Y ha llegado a nosotros y las murallas, Roma, aún en pie.

     

      Distingo un extraño, gigantesco e inmenso resplandor. No sé que es. Procede del corazón de la ciudad y toda ella alumbra, resplandece, brilla. No supe interpretarlo y he ido al Apocalipsis y leí: “Y la ciudad no tenía necesidad ni de sol ni de luna para que resplandezcan en ella: porque la claridad de Dios la iluminó, y el Cordero era su lumbrera.”

      Ahora comprendo. El Cordero está en Lugo. Es Jesús Sacramentado. Es Cristo que vela, día y noche, y espera. Es verdad. Es cierto. Es la claridad de Dios. Ciegos somos. Tenemos ojos que no ven. En nuestros corazones no hay amor. Y el Amor de los Amores proyecta su gran luz para decirnos: “Estoy aquí. Venid. Venid.”

      Pienso que el futuro es menos importante. No hay necesidad de soñar días por venir. Estamos seguros. Sufriremos. Pasarán años, o siglos, dolorosos para la humanidad. Pero Jesús está en Lugo, perennemente expuesto. El no querrá abandonarnos hasta el fin del Fin. Recordad –El dijo así: “Estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. Estamos seguros entonces. El esperará con nosotros, entre nosotros, en Lugo, hasta el último segundo que vivan la tierra y los terrestres, el momento de ascender al Cielo. Lugo será en el mundo hasta el minuto postrero, hasta la muerte definitiva de los siglos. Recordad sus palabras: “Estaré con vosotros...” Lugo y cierra el mundo. Lugo, la última vuelta de la llave de la vida.

Lugo, antorcha constante


   Aquí, en esta punta de España, en la región que un tiempo fue llamada y creída Finisterre, hay una  ciudad –quizás un tanto olvidada- que aún conserva la huella prodigiosa de la andadura de Roma. Romanas son estas murallas ciclópeas que ciñen a la vieja capital que fue de Augusto con un apretado abrazo secular. Románico –aunque impuro- es el estilo en que fue reconstruida esta vieja catedral lucense, tantas veces destruida y otras tantas rehecha. Esta vieja iglesia –cuya estructura general data del siglo XII –ha sido fundada (según el Padre Pascasio de Seguín, buen recolector de tradiciones galaicas), por el apóstol Santiago en persona. Murguía –nuestro historiador- atribuye la construcción de este templo a Baldario, discípulo y acompañante de San Fructuoso, en el tiempo lejano en que esta santo vivía y aquel era “joven diestro en labrar piedras”. Quienquiera que fuese el fundador o cual la época de su edificación no es mi intención determinarlo. Quiero, si, hacer constar a nuestras buenas gentes españolas un hecho que para muchos probablemente será desconocido: esta iglesia-catedral de la antigua Lucus Augusti, goza de un sin par privilegio, no reconocido a ninguna otra, y es el de tener a Jesús Sacramentado perennemente expuesto, constantemente velado por seglares o por sacerdotes (en las horas en que la catedral se cierra), desde una fecha remota e ignorada, durante todo el año, los días y las noches, a través de los siglos.

     Perdido en la opaca niebla de los tiempos idos el origen de este constante culto y notable privilegio, debido a las sucesivas devastaciones que la catedral de Lugo hubo de sufrir; devastaciones que llegaron al próximo en la invasión –también sufrida por Lugo- de Galicia por los árabes, implacables destructores de todo lo cristiano, sábese que es en el año 1636 cuando comienza a darse verdadera solemnidad a este culto y es el primero de marzo de 1669 la fecha en que el antiguo Reino De  Galicia otorga escritura obligándose a contribuir con la suma de 1.500 ducados anuales destinados para alumbrado del Santísimo Sacramento. Estos 1.500 ducados debían presentarse el domingo de infraoctava del Corpus al celebrante de la Misa, en el ofertorio, por el más antiguo Regidor de las siete ciudades del Reino y, si faltase correspondiente presentador, por el decano de los regidores de Lugo. De aquí que, aun hoy día esta gran estimación con que el que fue Reino de Galicia honraba al Sacramento, se recuerda con la celebración de la solemne ceremonia llamada de la Ofrenda.

      Dispensado el título de basílica a nuestra catedral por el Papa León XIII, de grata memoria; lo ostenta desde el año 1896, en que tuvo lugar en esta ciudad el importante Segundo Congreso Eucarístico Español.

      Parece como si uno hubiera dicho poco o nada; yo creo que es lo suficiente. ¿Queréis mayor gloria para una ciudad que la que le da el ser antorcha constante que arde con resplandores de divinidad en honor de Jesús Sacramentado? Esta gloria pertenece a Lugo, la gran privilegiada de Cristo; la, por excelencia, Ciudad Eucarística de España; la Ciudad del Sacramento; la bendita entre las benditas de Dios.

      Está aquí. Aquí, en una vieja catedral-basílica –alguna de cuyas piedras con fundamento se supone milenaria- os espera el Rey de Reyes, el Señor de los Señores. Os espera, en su festividad de Corpus CristI, Cristo Sacramentado. Nos espera a todos. A todos nos ama y nos lo demuestra así: esperando la visita de los hombres por quienes quiso quedarse en el Altar, por quienes quiso velar, constantemente expuesto, en una antigua basílica gallega. ¡Venid adoradores!

      Venid. La antigua Lucus ha crecido un poco y se ha hermoseado un poco más. Las viejas murallas han sido incapaces de contener el avance arrollador del núcleo urbano y los muros ciclópeos que abrazaban se ven, a su vez, rodeados por largos tentáculos de nuevas, innúmeras, grandes construcciones huecas que sirven a la vida de los hombres. Pero esto no es algo permanente. Todo pasará y volverá al polvo. El Universo regresará al Principio. Todo se desvanecerá como si nunca hubiera existido. Las cosa de los hombres y de los cuerpos de estos, serán disgregados hasta el último átomo. Volverá todo a la nada original; pero vosotros, adoradores del Santísimo, seréis inmortales. Vosotros no moriréis eternamente si adoráis al Sacramento hasta haber cruzado las barreras obscuras de la muerte.

      Venid. Formad parte de esta antorcha constante que forman las almas de todos los lucenses, ahora más llameantes que nunca, inflamadas de amor al Sacramento y seréis –como escribió el P. Seguín allá por el año 1747: “honrados y ennoblecidos en el cielo con una hermosísima divisa, que en figura de hostia cercada de un círculo de rayos, se les forme en el pecho, ilustrado de la lucidísima claridad con que eterna e incesantemente los está bañando y glorificando desde su trono Jesucristo Sacramentado”.

      Venid. Esta es Lugo en la ruta eucarística de España.

Veinticuatro horas en la vida de un recluta


            ¡Ya se van los reclutas, madre! ¡Ya se van los reclutas! Son ellos los que cantan –dijeron las muchachas del pueblo aquella mañana de lluvia.

            Y era verdad. Los reclutas cantaban, por no llorar, y las muchachas –las novias, las hermanas – por no llorar miraban lejos ante sí, los ojos quietos, y decían a sus madres: “Ya se van los reclutas, madre, ya se van los reclutas. Son ellos los que cantan.”

            En Zaragoza, en Barcelona, en Valencia, en Almería y en La Coruña. De punta a punta de España. En las aldeas y en los pueblos. En el último rincón de la geografía española hubo una muchacha que dijo adiós a un recluta: “¡Adiós, amor!”. Y hubo una madre que lloró.

            Besos. Abrazos. Lágrimas. Suspiros. ¡Qué pena en el corazón de las madres! ¡Qué ternura húmeda en los ojos, tan abiertos, de las enamoradas! ¡Adiós, amor, te quiero! ¡Escribe pronto, hijo! ¡Escríbeme, cariño! ¡Adiós, amor!

            Así, poco más o menos, fueron despedidos los reclutas. Casi todos. Menos los solitarios. Menos los huérfanos. Menos los sin amor. ¡De todo hay en este bajo mundo! Luego, partieron, al hombro las maletas de madera, de cuero o de cartón, que contenían todo cuanto habían de poseer durante treinta y dos meses infinitamente largos. ¡Su vida! ¡Llevaban su vida al hombro! Sobre el mismo hombro que había de sostener el fusil. Iban a servir a la Patria. Ya eran hombres. ¡Hombres de veinte años! Pero partían melancólicos, llevando en los labios la dulzura de miel caliente del último beso apasionado de la novia y en los oídos la suave caricia del eco de una voz amada que susurraba, ronca y temblorosa de cariño, la postrera despedida: ¡Adiós, amor!.

-          Bueno, me voy –había dicho Juan cuando rayaba el día, dirigiéndose a su madre. Ya deben de estar los otros en el coche.

-          Ven acá, hijo, dame un abrazo. A lo mejor ya no te vuelvo a ver. ¡Soy tan vieja! ¡Y vas tan lejos tú!

-          No hay que pensar en eso, madre. Y además, ahora no hay nada lejos.

-          Sí; no hay que pensar en eso. Los viejos no pensamos más que tonterías. ¡Qué Dios te acompañe, hijo! Reza siempre para que El te ayude.

-          Sí, madre.

-          Como cuando eras niño y yo te enseñaba.

-          Sí, madre.

-          Y pórtate bien con todos.

-          Sí.

-          Y has de ser humilde y bueno.

-          Sí.

-          Y no dejes de escribir a menudo.

-          No, madre, no. No dejaré de hacerlo.

-          Y si necesitas algo, pídelo. Ya sabes que yo ...

-          Sí, sí, madre. Bueno, me voy. Se hace tarde.

-          ¡Adiós, hijo!

-          ¡Adiós, madre! ¡Hasta la vista!

-          ¡Recontra! –pensó Juan al desasirse del abrazo materno. ¡Ya está! Creí que lloraría, pero no. Al contrario. Estoy contento. Será porque siempre deseé ir a África y allá voy. O será, quizás, que soy un estoico –este pensamiento le- agradó. Sí, no hay duda. ¡Soy un estoico!

            Se echó la maleta al hombro y salió de casa. Caminó un rato con toda la gallardía que le es posible a un mozo de cuerda. Porque eso es lo que parecía en aquellos momentos, aunque no se le ocurrió semejante idea, preocupado como iba con el descubrimiento de su estoicismo. Dobló una esquina. En la acera, al lado del coche, había uno que se puso a gritar:

-          ¡Venga, chaval, que nos vamos. Date prisa!

-          ¡Ya voy! ... ¡Ya voy! ...-jadeó.

-          ¡Rápido, arriba! –ordenó el chófer, que había bajado de su puesto con cara de pocos amigos, disgustado por tener que subir la maleta de Juan a la baca del coche bajo la persistente llovizna de aquella mañana de Febrero.

-          ¿Estamos todos? –preguntó el chófer.

-          ¡Síiii! .... –le respondió un alarido.

-          ¡Pues, hala! –cerró la portezuela con violencia. ¡Nos vamos!

            En la carretera, alineados a la derecha, había más coches, grandes ómnibus de viajeros, repletos de jóvenes que, como Juan, viajaban hacia la correspondiente Caja de Recluta para recoger sus pasaportes o formar expedición para otros puntos. Se pusieron en marcha, uno a uno, gritando con el claxon, como máquinas locas, como si quisieran también decir adiós a aquel pedazo de tierra que los reclutas abandonaban, ahora pensativos, imaginando que, quizás, no volverían a verlo, ganados, de pronto, por ese miedo a no regresar que causan todas las despedidas. Partieron, uno a uno. El último el que llevaba a nuestro hombre.

-          A ti... ¿A dónde te tocó? –preguntó a Juan aquel que le había gritado.

-          A África.

            En realidad podía haber dicho, sencillamente, “A Marruecos”. Pero decía África, a boca llena, con un orgullo irrazonado, como si fuera un héroe o un superhombre, o un voluntario para la muerte, imaginando sobre su cuerpo la sombra de las banderas derrotadas que presenciaron el desastre de Annual o de aquellas otras, victoriosas, que antes, en Castillejos, fueron testigos del valor de Prim y sus soldados.

-          ¡Caray! –exclamó el otro. ¡Mala pata! ¿No?

-          No creo.

-          Pero... ¿A ti te gusta ir a África?

-          Sí. A mí sí.

-          Hombre; bueno. No quiero decir que te vayan a comer los moros.

-          No. No hay peligro. Eso era antes.

-          Pero podrás venir pocas veces con permiso.

-          Ya.

-          Y sí te pasa algo, allá te quedas.

-          Ya, ya. Lo sé.

-          Y la novia. No podrás ver a la novia en mucho tiempo.

-          Yo no tengo novia –replicó Juan secamente.

-          ¡Caramba! Pues yo creí que esa chica... ¿Cómo se llama?

-          ¡Deja en paz a esa chica!

-          Pero a ti te gustaba, ¿no? Te he visto acompañándola varias veces. Bastantes veces.

-          Eso, eso. No. Ella dijo no. ¡Ya calla ya!

-          Bueno, bueno. Perdona, chico. No quise molestar. Yo solamente ...

-          No, si no me has ofendido. Es que, ya sabes, en estos casos vale más callar.

-          Si; tienes razón. Vale más callar.

            Silenciosos, los dos interlocutores, miraron alrededor, a los otros. Juan enrojeció, un tanto, avergonzado de haber divulgado su secreto. Todos habían estado escuchando y alguno sonreía maliciosamente. Durante algún tiempo sólo se oyó el ruido del motor. Lloviznaba.

-          A ver, ¿quién quiere beber? –rompe el silencio un energúmeno vociferante, alto y de rostro colorado, blandiendo peligrosamente una botella, llena de negro tintorro, a la que agarra fuertemente por el delgado cuello, que desaparece casi totalmente bajo su mano fuerte, grande y callosa, de campesino.

-          ¡Yo! ... ¡Y yo! ... ¡Y yo! ... –gritan.

 Se acaba la botella. Más gritos. Pataleo contra el suelo del coche.

-          ¡Más vino! ¡Más vino! –vociferan.

-          ¡Quietos, me cago en diez! –grita el chofer a su vez, soltando casi las manos del volante. Me haréis polvo el coche. ¡Malditos reclutas! ...

            Hay más botellas. Beben todos, menos Juan, limpiándose los labios con el dorso de la mano, el gesto lento de segadores que enjugasen el sudor de sus frentes bajo el sol implacable de Agosto.

-          Tú. ¿No serás abstemio, eh? –increpa uno a Juan.

-          Sí. Soy abstemio. ¿Qué pasas?

-          No, nada. No pasa nada. Por algo no te quiso la novia. ¡Cualquiera se fía de tipos así!

-          ¡Mierda! –explota Juan. Te voy a romper la cara. ¡Marica! ...

-          Oye, tú... –dice el otro, intentando levantarse y agredir a Juan.

-          ¡Paz, señores, paz! –tercia un diplomático. Cantemos algo.

-          Sí, sí. ¡Cantemos!.

Y prorrumpe, con voces estentóreas, en la sempiterna nostálgica canción:

    No me marcho por las chicas


Que las chicas guapas son.

   Me marcho porque me llama

                                                 El Ejército español.

            Silencio. Han enmudecido de pronto. Todos recuerdan algo. Están en marcha. Abandonaron el pueblo, la aldea, el lugar, y se dirigen a un mundo desconocido y, de momento, hostil.

-          ¡Guapas son! En efecto, ella es guapa –cavila Juan, que cree ya no podrá haber otra mujer en su vida. Recuerda el día de su declaración, que fue también el de su decepción. Llovía dulcemente, cansinamente, sin parar, como si aquella lluvia hubiera de ser eterna. El había encontrado a la muchacha, sin buscarla, refugiada en un portal. La calle, bajo los reflejos de la luz eléctrica, parecía de charol. Era la noche.

-          ¡Ah, hola! ¿Estás ahí?

-          ¡Pues! ... –la chica vacila. Ya tú ves. Llueve y hay que protegerse del agua.

            Unos minutos de silencio. Largos, embarazosos, sin fin, sin sentido, sin motivo.

-          Si no te parece mal me voy –dice la muchacha.

-          No, no. Bueno, quiero decir... ¿Llevas prisa?

-          No mucha. Voy a hacer una compra.

-          Si quieres te acompaño.

-          Bueno.

-          Es que tengo que decirte algo.

-          Bueno.

-          De camino te lo digo.

-          Está bien. Vamos.

            Más silencio. Caminan aprisa.

-          Tú dirás –se decide la muchacha.

-          Verás... –Juan vacila y, de repente, estalla: Es que, antes de irme, quisiera decirte que te quiero.

            La muchacha se detiene. Se lleva una mano al pecho, sobre el corazón, y permanece absolutamente inmóvil bajo la lluvia lenta, pertinaz, incansable.

-          Te estás mojando –dice él, olvidado de sí mismo.

-          ¡Oh! Es que ... Me ha sorprendido tanto eso ... Yo no podía imaginar ...

-          ¿Y qué dices? No hay esperanza, ¿eh? Y te he ofendido.

-          No, no. No es eso. No sé que decirte, la verdad. Ya te contestaré. Mañana... Sí. Mañana me esperas a esta hora. Me esperas por aquí. Ahora es mejor que me dejes. Me iré sola.

-          Como quieras –responde Juan. Pero ya veo que no hay esperanza alguna. Lo presiente. Es triste. ¡Ojalá no te hubiera dicho nada! Ahora ya no me querrás a tu lado. Nunca más me querrás a tu lado. Y como me iré pronto ...

-          Anda, vete. Mañana será otro día.

-          Sí, es verdad. Mañana será otro día. Te esperaré mañana. Y siempre. Mañana y siempre te esperará mi corazón.

-          Anda, no seas poeta, vete.

-          Bueno. Hasta mañana.

-          Adiós.

-          ¡Adiós, amor! Aquel mañana no existió. Y pasaron los días, rápidos, inexorables, asesinando su esperanza. Y él, ahora, viajaba hacia Marruecos. A Melilla, creía. ¡Adiós, amor!

-          ¡Ahí está la ciudad! –exclama uno de los reclutas viajeros.

-          Es verdad. Estamos llegando –repiten a coro. Y alargan el cuello, curiosos.

            Unos minutos más y...

-          ¡Abajo, muchachos! Hemos llegado. ¡Buena suerte!

El chófer, ahora, parece un terrón de azúcar porque una fuente sentimental se ha puesto a manar en su corazón. Le parece que está diciendo adiós a su propia juventud que ya se fue. El también fue recluta y una vez...

-          ¡Adiós, adiós!

            Los reclutas, otra vez la vida al hombro, le hacen volver a la realidad con su griterío.

-          ¡Adiós, adiós!

            Una larga fila de improvisados maleteros camina por la ciudad hacia la Caja de Recluta, que no está lejos. Juan se rezaga.

-          No tengo prisa –piensa. Yo soy el único de esta Caja que voy a Farmacia Militar, de África. No tengo prisa.

            Entra en un bar. Se acerca a la barra, a su lado la maleta.

-          Café –pide.

-          ¿Sólo?

-          Con leche.

            Le sirven el café. Lo saborea lentamente. El barman le mira y no puede contenerse. Juan es su único cliente a esta hora, demasiado temprana.

-          ¿Recluta?

-          Sí.

-          ¿Lejos?

-          Regular. África.

-          ¡Bah! Ahora creo que allí se está bien.

-          Sí, creo que sí.

-          Claro que eso de la Guerra Mundial. Italia está cerca. Y los ingleses en Gibraltar.

-          Yo voy a Melilla y allí no tienen nada que hacer los ingleses.

-          Pero a lo mejor les da por meterse con uno. Malos tiempos estos –el barman tiene ganas de conversación-.

-          Bueno. A mí me da lo mismo. También en la paz hay guerra. Y todo depende de donde le coja a uno o del coraje que ponga en la pelea. Yo creo que sólo mueren los cobardes.

-          Sí, sí, claro. Pero la novia, ¿qué dice? Cuando uno va lejos, ya se sabe “lejos de la vista lejos del corazón”. Y hoy las chicas no suelen ser modelos de fidelidad. Se cansan de esperar. Quieren divertirse. Ya conoce usted la canción esa que dice: “El que tenga un amor, que lo cuide, que lo cuide ...”

-          Cobre. Yo no tengo amor –dice Juan, malhumorado, casi rabiosamente.

            Recibe el cambio. Termina el café de golpe y sale a toda marcha, sin sentir apenas el peso de la maleta. El barman queda mirándole, pensativo.

-          ¡Condenado latoso! –va pensando Juan. Cuidado que son pesados estos tíos. Y a todo el mundo le da por hablarle a uno de la novia. ¡La novia! Como si fuera obligatorio tener novia. ¡Arrea, que me paso!

            Retrocede unos metros y entra en la Caja de Reclute. Se cruza con un sargento y aprovecha la ocasión para preguntar:

-          ¿El capitán Rubio?

-          ¿Le espera?

-          Sí, señor.

-          Bien. Ahora mismo lo aviso.

-          Aparece el capitán. Buen muchacho, alto. Cordial. Se dirige a Juan y le tiende la mano.

-          ¡Hola, hombre! Pasa a mi despacho. Voy a darte el pasaporte. El caso es que tienes que viajar solo hasta Madrid. Allí formaréis expedición para Marruecos. Sois muy pocos los destinados a Farmacia Militar, de África. Al llegar a Madrid vas a la Agrupación del Cuerpo. Ya te dirán lo que tienes que hacer.

            Juan recibe el pasaporte. Da las gracias al capitán, le estrecha la mano y sale a la calle, aferrando la maleta con su mano derecha. Camina un rato. Se detiene. Deja la maleta en el suelo y permanece inmóvil, pensativo. Está preocupado. Medita, cabizbajo. Los transeúntes le miran al pasar a su lado.

-          De modo que he de ir solo hasta Madrid. Esto está bien. ¡Nada de rebaños! Al llegar allí, aunque no conozco a nadie, tomaré un taxi. Eso es. No hay nadie como los taxistas. Son gente lista, que se las sabe todas. ¡No hay problema!

            Coge la maleta y camina apresuradamente un centenar de metros. Se detiene.

-          ¡Uf, como pesa esto!

            Pasa la maleta a la mano izquierda. Camina unos minutos. Es peor. Mucho peso para un maletero novato. Se pone la maleta al hombro y reanuda la marcha. Paso lento. Poco a poco se va encorvando bajo la carga, pero camina, a pesar de todo, con las mandíbulas apretadas. Suda por  todo el cuerpo. Sin embargo camina, soporta el dolor y llega, por fin, a la estación, con el tiempo justo para acercarse a “taquilla”, coger el pase gratuito y tomar el tren.

            En el vagón de tercera al que ha subido no hay ni un asiento libre. Nada. Deja la maleta en el pasillo y se sienta, tristemente, sobre ella. Apoya los codos en las rodillas y oculta la cara entre las manos.

-          No. No voy a llorar. Es que no quiero ver el rostro imbécil de la gente. Todos, hombres y mujeres, tienen cara de luna llena y fofa. Parece que a todo el mundo le ha dado por viajar hoy. Da asco, tanta gente amontonada. Huele a humanidad, es decir, mal. Y yo estoy sólo, sin un amigo, sin un conocido. ¿Y ella? ¿Qué estará haciendo ella ahora? ¿Se acordará de mí? A lo mejor sí. Pero no. No es posible. Soy un iluso. Si sintiera algo por mí habría venido aquel día. Sin embargo... ¿quién sabe? ¡Es tan niña aún! Quizás sintió vergüenza. Quizás... Bueno. Cuando vuelva le hablaré de nuevo a ver si hay más suerte. Si, cuando vuelva ...

            Pita el tren y se pone en marcha, resoplando.

-          ¡Nos vamos! Ya nos vamos. Estamos en marcha. Ya nada tiene remedio. ¡Adiós amor que no conocí! ¡Adiós, amor!

            El tren cobra velocidad y la ciudad desaparece a los lejos. Juan se pone en pie. Mira al cielo de plomo a través de un velo cristalino. Hay algo húmedo y frío en sus ojos y una mano se cierra, potente, apretando, sobre su corazón. El cielo sucio llora lluvia sobre los campos solitarios. Llora el cielo, como aquella noche en que se declaró. Y él, pobre recluta sin amor, mirando sin ver hacia el paisaje que huye, enfría su frente calenturienta en el cristal de la ventanilla del vagón, mientras compone unas rimas que su amada jamás conocerá.

            Se sienta en la maleta, nuevamente, los ojos cerrados, y va repitiendo sus rimas hasta fijarlas bien en la memoria.

-          ¡Perdón! –alguien le ha pisado.

            Abre los ojos, se levanta de nuevo, y mira a lo lejos, más allá de los campos, queriendo rebasar con su mirada el horizonte. ¡Que nostalgia tan grande va invadiendo su pecho! En su cerebro dos palabras. En su cerebro y en su corazón: ¡Adiós, amor!

-          Me esperan largas horas de tren –reflexiona.

            De pronto, encoge los hombros, mueve la cabeza de un lado a otro, como queriendo desechar incómodos pensamientos y se dice:

-          Hay que ser fuerte. Hay que aprender a sufrir.

            Y se pone a mirar fijamente a un hombre gordo que come a grandes bocados tortilla y pan. Otros viajeros hablan, todos a un tiempo.

-          Comer. Dormir. Hablar –piensa Juan. En esto pasamos la mayor parte de la vida. En esto consiste la vida. Comer. Dormir. Hablar... Tortilla y pan. Y sueño ...

            Hasta Madrid irá viendo cosas así y el mismo las hará: Comer, hablar, dormir. Dormir tendido a lo largo del pasillo del vagón. Al día siguiente descenderá del tren y se encontrará sobre el andén de la Estación del Norte madrileña. Se encontrará, solo una vez más, repitiendo desesperadamente las palabras de despedida que nadie, sino él, puede oír:

-          ¡Adiós, amor! ¡Adiós, amor que no conocí!

            Sintiendo sollozar a su corazón, en el momento en que Juan se dirige, con la vida al hombro, con la cruz de su amor no correspondido a cuestas, hacia la salida de la estación habrán pasado veinticuatro horas de la vida de un recluta. Veinticuatro horas tristes, desesperanzadas, que pesarán siempre, como plomo, sobre el corazón que las vivió, solitario, evocando el recuerdo doloroso de un amor que no pudo ser.