Con hondas saudades


            A mi madre y a mi esposa. Con un cariño igual.


 Ahora es agosto. Huye la tarde. Un sol oblicuo y lento camina hacia el ocaso abandonando largos besos tibios sobre las blancas fachadas de las casas. Acaricia las piedras seculares, color de oro viejo, del castillo y juega al ajedrez en los pinares, en las robledas y en el castañar. Bajo la luz evanescente la campiña derrocha verdes imposibles. Muere la tarde y ese buen peregrino milenario –el sol- rinde su fuerza a las espadas rojas del crepúsculo. Las corrientes murmullan versos de Chao Ledo antes de hundir sus cuchillos plateados en la carne azabache de la noche:

“Aquí merlos e calandras

e sombrías carballeiras,

     Ríos de graciosas beiras…

Tod´aquí convid´a rir”.


            Sucede un cielo virgen, vacío de sonidos, y hay un silencio al que le duelen las palabras.

            Ya sé que la habéis reconocido. Estos policromos atardeceres grandiosos, crepúsculos impares, sólo se dan aquí. Aquí y ahora, que agoniza agosto, próxima ya la llegada del otoño melancólico y dulce.

            Presiento que la habéis adivinado. Esta es Villalba. Cabeza de la tierra llamada Chá, donde las muchachas –así lo escribió Manuel María:


            “teñen a cór das carpazas

             o corpo bimbial do bimbio

              i-os ollos como avelairas”.


            Yo sé que la habéis recordado.Esta es Villalba. Villalba de entre ríos. Mesopotamia de Galicia. Tierras fértiles. Sencillas gentes. Bucólica paz. “Aires puros, serenos ríos, plácidos días” –escribió Manuel Fraga Iribarne.


            Ahora es Agosto. Huyó la tarde. La noche huele a flores y a muchachas. ¡Noche de San Ramón! ¡Indescriptible noche villalbesa! Juglares increíbles andan por las calles a cantar:


            “Bailemos agora, por Deus, ay louvadas,

             so aquestas avelaneiras granadas...”


Luego, rendido de amor, con un leve suspiro de adolescente enamorado, el cantar medieval se desmaya entre los brazos tibios de la noche bruja. Desde las tierras llanas de Otero de Rey, para sustituirlo, saltando acrobática y lenta sobre las claras aguas mansas corrientes, llega la voz actual, lejana, blanda, tierna, del dulce cantor de la luguesa planicie:



            “Ven un vento manseliño

              que me di ...

            “quen tivera amor, amigo,

              pra llo dare a un paxariño”...


            Y, reminiscente, nostálgico de felices días idos, ante otro San Ramón que no viviré, mi loco corazón sentimental se inclina tembloroso, sobre la cuna del recuerdo para arrullarlo, como a un niño con versos de Antonio García Hermida –“el novio número uno de Villalba” en frase de Pablo Pena- evocadores de una inaudita canción gallega del agua interpretada por un coro de pájaros.


            “Vai a gaita tocando... tocando...

              tan baixo, baixiño...

              Que parés o subío dos merlos.

              A veira do río”


            Invaden mi ser hondas saudades. Hundido en el abismo del pasado remoto, creo escuchar el latido de mi corazón de otros tiempos, cuando mi mocedad se adormecía escuchando tenues canciones de cristal roto. Canciones de cuna, de amor, de siega, de molino. Viejas canciones que canta el Magdalena con voz inmemorial, para aquellos que saben escucharlas, acompañando por una orquesta de ranas. Canciones que cuando llega el San Ramón, olvidado el río de su tristeza antigua, suenan a pasodoble de banda de pueblo, haciendo nacer una luz nueva y alegre en los ojos de quienes viven ese día.

            Y ahora, amigos:


 “que tempo e

                        de me partir destas cousas

  per boa fe”.


Quiero deciros algo aún: No me tildéis de romántico. No me acuséis de abusar de un vago lirismo decadente. ¿Sabéis vosotros, los arraigados en Villalba, de lo que sufren aquellos que solo pueden soñarla, separados de ella por la distancia y el tiempo? Yo os digo que bajo todos los cielos del mundo, tal día como hoy, día de San Ramón, cientos de villalbeses evocan la sinfonía de plata y de cristal de las corrientes limpias que abrazan a la villa en la que vieron la primera luz. Cientos de villalbeses, vueltos los ojos tristes hacia un cielo que les resulta extraño, repiten conmovidos, con hondas saudades, estrofas que aprendieron en su añorada edad feliz, feliz porque estaban en Villalba:


        “Non che nego a bonitura

ceiño desta terriña.

  Ceiño de terra allea:

            ¡Quen che me dera na miña!


“Con hondas saudades” se alejó un día Noriega Varela de nuestra “vila churrusqueira” –que escribió Lence Santar. Con hondas saudades de ella, para ella, escribo esto yo.

Carta perdida


        Esta carta es para ti, salvaje magnífico, saltimbanqui del intelecto, ideólogo hercúleo, Gargantúa sentimental, Quijote vivo, malabarista del sonido, de la forma, de la palabra, del color.

            “Tolle et lege”. Te escribe un hombre común, civilizado, ciudadano, lógico, ganapán sedentario, respetable lector de revistas deportivas, jugador de quinielas por ambición y bebedor mesurado –sólo por presumir- de “whisky and soda” y cócteles “Manhattan”. Toma y lee.

            Te conozco, artista, desde que escruté el fondo de tus ojos para ver un desfile de teorías insólitas. Me das pena. No eres hombre práctico. En cierto modo no eres siquiera. No sabes vivir. ¿Qué piensas? Nadie agradece tu condescendencia meditada ni comprende tu melancolía inevitable. Tu cabeza es un cajón de sastre y tu alma una paloma mensajera sin destino. Desprecias a los físicos y tildas de papagayos a los que disertan, convencidos o no, sobre la influencia espiritual de las secreciones glandulares. Crees en el supremo valor de las ideas. Descubres belleza aún en lo deforme y defiendes la definitiva eficacia del cortés bofetón intelectual ¿Y qué? No sé de qué te sirve todo eso. Los hombres de la calle nos reímos del viejo Cicerón y vivimos perfectamente sin Homero y sin ti. Nos importan poco los delirios de Proust “A la recherche du temps perdu” y no necesitamos la compañía de Beethoven para saborear el café después de las comidas. Sabemos muy bien que el mundo siguió andando a pesar de la muerte de Miguel Ángel. Hay que aprender a interpretar la poesía contenida en un buen plato de merluza a la cazuela. El arte es un sucedáneo del aburrimiento. Eso es todo…

            ¿Qué, entonces? Será mejor que desciendas de tu cumbre dorada y te dispongas a caminar a nuestro lado. Seremos alegres compañeros de sobremesa, hipócritas expansivos, propagandistas de los valores vitales sintetizados en el café, la copa y el puro habano. Y tú aprenderás, así, a ser “un hombre”.

            ¡Ah! Has taponado tus oídos con algodón hidrófilo y te has atado con fuertes maromas al palo mayor de tu navío filosófico. Tanto peor para ti, asceta insobornable. Yo sólo pierdo una carta.

Escucho artista, tu contestación altiva me dice que lea el “Reclamo” –“Poesía en Prosa”- de Papini. Leo:

             “Si soy mayor que todos, ¿tengo yo la culpa?

              Mi estatura es irreducible.

            ¿Qué no entro en vuestra casa? No entro.

              Tendría que doblarme. Mi columna está soldada;

              las articulaciones no se mueven con facilidad;

              la gentileza me repudió. No beso la mano de las mujeres.

              No me inclino ni para coger el oro de las aceras”.

            Comprendido, artista. No seré yo quien te reproche el haber crecido desmesuradamente. Nadie puede, en justicia, acusarte de pedante si crees que la bóveda celeste es un techo casi decoroso para cobijar tu gigantesca contextura metafísica. Pero te digo mi verdad: te compadezco mucho más que te admiro. Porque siempre estarás irremediablemente solo. Porque ningún alpinista del espíritu osará escalar tu montaña para ayudarte a soportar la tremenda pesadumbre que te causa el haber descubierto quién eres, ni habrá perros de San Bernardo que lleven auxilio a tu agonía solitaria. Porque tú, artista, Tántalo increíble, buzo espiritual, olvidado guerrillero de la belleza, sufrirás la angustia eterna de saberte un extraño producto simbiótico abandonado en la zona glacial, temible tierra de nadie desolada, que separa a los hombres de los dioses, Y es inútil que llores, desesperado, sobre las ruinas de tu corazón de tierra, puesto que nada podrá transformarte de lo que eres en lo que quisieras ser. Hasta que Dios te dé su paz.

Tres Pepes


El día diecisiete de este mes, supongo que los corresponsales informativos de Prensa habrán dado  ya la noticia, se celebra  en Villalba el  “DIA DOS PEPES”.

Con tal motivo, ignoro si acertada o desacertadamente, pienso que procede trazar y publicar la semblanza de algunos Pepes villalbeses, tres exactamente, que a mi entender lo merecen por los conceptos que se dirán.

El primero, a muchos codos  de altura sobre todos cuantos villalbeses llevamos el nombre de José ha de ser Pepe Fraga Iribarne, fallecido en plena juventud, casi adolescente. Era este un superdotado cuya muerte supuso para España una pérdida irreparable, no ya por lo que hizo sino por lo que hubiera sido capaz de hacer.

Cuantos le trataron pueden dar fe de que no exagero en absoluto. Alto, rubio, elegante en el gesto y en la palabra. Notable, inteligente, sabio,  humilde, amable, sencillo, querido por todos. El pueblo le aplicaba el diminutivo cariñoso: Pepito Fraga.

Recuerdo que un día de San José, por la mañana, me tropezó en la calle.  “Ven -me dijo-.  Tengo que felicitar a un amigo y quiero que me ayudes a elegir la estampa que pienso enviarle”. Nos acercamos a una librería y allí escogió aquella estampa religiosa por la que manifesté mas entusiasmo. Nos despedimos y cuando llegué a casa allí estaba la estampita con una afectuosa dedicatoria de Pepito Fraga para mí. Así era aquel joven inolvidable: delicado en su trato hasta más no poder. Murió siendo  Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas y Económicas. Cristianísimo, recto, justiciero, devotísimo de María, con razón pudo escribirse en su epitafio: “Amó tanto la Justicia que se fue a ejercer la abogacía al Cielo”. Está enterrado en Villalba.

Pepe Apenela Jiménez es de mediana estatura. Calvo. Dinámico. Nervioso. Usa gafas. Este es el gran organizador. Cuando se trata de organizar algo, lo que sea, no hay más que dirigirse a él y asunto resuelto. No hay posibilidad de fracaso. Tiene un talento de organizador extraordinario. Lo tuvo siempre; desde niño. El era quien  -allá por los tiempos en que fundamos el Aspirantado de Acción Católica bajo la supervisión del recordado don Gabriel Pita da Veiga- él era el que, si se trataba de recaudar algo, aparecía en una esquina cualquiera con una mesita y un montón, a veces, montaña, de heterogéneos objetos. No sé de dónde sacaba tantas cosas: pero él las conseguía. Abría su  -hay que decirlo así- tómbola en miniatura y problema solucionado. Este es el Pepe sin cuyo concurso -en Villalba- cualquier organización pierde brillantez.

Para terminar presentaré al humorista del pueblo: Pepe Fernández Fernández, más conocido por “Epi” y a quien, en la infancia, llamábamos “Pequeñín”. Obeso, de baja estatura, calmoso, sonriente. Este es un filósofo de café, un rebelde de poltrona, un conferenciante de trastienda, un comentarista de vidriera de bar. En sus tiempos de fiebre literaria escribía unos famosos “Fuera de banda”, en el semanario deportivo villalbés “Stadium” muerto en la niñez, al estilo de aquellas jugosas crónicas futbolísticas publicadas en “ABC” por Wenceslao Fernández Flórez. Este es aquel que en cierta ocasión, cómodamente instalado en la terraza de un bar, al ver que un coche saltaba como una liebre sobre un bache de la carretera, dijo: “Hay que poner unos indicadores que digan: “Cuidado, Bache”. Así, además se ahorran reparaciones”. Tiene una gracia fría, retardada, inglesa. Pero él es así: lento, pausado, como la eterna sonrisa que lleva colgada de sus labios cual si fuera una vieja y olvidada bandera desteñida.  

Y ahora me asalta el deseo de trazar mi propia semblanza, pero -según escribió Baroja- “me parece esto demasiado agradable para el que escribe y demasiado desagradable para el que lee”. Así es que pondré punto final.

Ofrenda lírica ¡Villalba mía!


¿Qué importa, Villalba mía, si por ti he de quedarme sin mi corazón de niño? ¿Qué importa si, por tu amor, he de renunciar a mi corazón de ayer? Todo está previsto desde la infancia del mundo. Incluso este insólito “allegretto” que interpreta en los claustros de la catedral de mi alma un quinteto increíble de extraños violines inauditos.
Mi canción será tan solo tuya. Olvidaré las historias y el peso de la vida para quedarme a solas con mi sangre y contigo confesando a tu oído mi nostalgia de ti. Ignoraré las guerras, las treguas, las batallas y arrojaré al camino los libros filosóficos. Rodearé tu cuello con mis brazos amantes y cantaré en voz baja, suave, dulcemente, mejilla de carne contra mejilla de tierra, las melodías tiernas de mi tembloroso corazón.

Liberado de todo saber pedante y de toda reminiscencia libresca, feliz en mi consciente ignorancia enamorada, abandonaré sin pena a mis poetas preferidos y daré la espalda despreciativamente a los serios prosistas que tanto admiré. Quedaremos tú y yo solos, alegres, bajo el gran cielo abierto de los mundos como único testigo de nuestra cita de amor. Nos uniremos en un abrazo interminable y alegremente le diré adiós a la tristeza.

Dejaré de leer tragedias y comedias y no pensaré más en la grandeza y en miseria de    ser hombre, peregrino dramático que lleva la vida al hombro. Y pediré a la diosa Primavera, apasionadamente, que llueva flores sobre nosotros dos. De margaritas y trinitarias tejeré una guirnalda para adornar tu cuello y seré feliz  al ver tu sonrisa agradecida. Volveré a ser aquel niño bullicioso que corría alegre bajo el sol por los senderos que cruzan tus campos pardos y verdes, persiguiendo a las mariposas azules y blancas o demorándose para asesinar amapolas que ofrecerte todavía palpitantes de vida. Tropezaré de nuevo y caeré en tu regazo y al abrazarnos nos sentiremos los dos en uno: porque en verdad yo soy tierra de tu tierra. Villalba mía, que lo eres todo para mí. Te ofreceré entonces mi corazón de ayer. Un corazón nuevo, cándido, inocente, de niño de grandes ojos admirados que busca tesoros bajo todas las piedras del camino y sueña todas las noches con duendecillos vestidos de colores que golpean varitas mágicas de plata contra brillantes yunques de oro. Y tú, amante madre emocionada, recompensarás a tu pequeñuelo que te quiere tanto con besos hechos de luz, de sol y de luna y de relámpagos de cristal de roca. Luego me iré pequeñito, vacilante, a recobrar mi amarga profesión de hombre y en mi estatura de bípedo adulto, gris e intrascendente. Pero ya habré dicho adiós a la tristeza porque entre todos los mundos vives tú para mí y en cualquier hora, en cualquier instante, podré cantarte esta canción que nace hoy. Esta canción que será como un rosal florido, solitario habitante del jardín sin jardinero que es mí olvidado corazón de tierra.

¡Villalba mía! Te llevo en las niñas de mis ojos. Recorres los caminos de mi sangre. Mi corazón de ayer late por ti. Tómalo. Cógelo. Escóndelo en tu seno maternal. Es la única joya que poseo, la rosa más hermosa del rosal abandonado que crece en mi triste jardín sin jardinero. A nadie quiero darla sino a ti, querida emperatriz de mis ensueños. Nadie, sino tú, la merece, amada reina de mis soledades. No dejes que se marchite, solitaria, en mi jardín sin jardinero. No permitas que mi corazón de ayer se amalgame con mi corazón presente. Arranca de mi rosal la mejor rosa. Prende en tu pelo mi flor. Guarda en tus oídos mi canción. Así podré decir adiós a la tristeza y estaré seguro de tu amor de madre. Estaré seguro de mi amor de niño. Estaré seguro de que este amor será inmortal. Escucha, Villalba mía, mi cantar. ¿Qué importa si por ti he de quedarme sin mi corazón de niño? ¿Qué importa si, por tu amor, he de renunciar a mi corazón de ayer?

España en Giovanni Papini


          Este ensayo –hay que decirlo- será poco más que una escueta exposición de los trabajos que Giovanni Papini dedicó a temas españoles, es decir, a España –nación tan amada por él- a lo largo de su vida y de su obra. Sin embargo, espero lograr que esa exposición resulte amena e interesante su lectura. Tal pretensión es, quizás, desmesurada porque grandes son, en efecto, las dificultades que presenta el intento de decir mucho en tan poco espacio como ofrece un periódico para un artículo. Pero el mérito, precisamente, es ese: ser breve y decir algo. Vayamos, pues, al grano.
            Papini amó a España. Y lo confesó. En EL SACO DEL OGRO -”Polonia y España”- podemos leer: “No solo escogemos las amistades entre los hombres sino también entre las naciones. Por lo que a mí respecta, desde niño he dado un poco de mi corazón a dos: Polonia y España. Parecen alejadas, pero ambas, en mi espíritu, están muy próximas”. Fruto de ese amor –sin olvidar que Papini fue un curioso universal- es, sin duda, su interés por la literatura española, pues ha dicho –en el primero de sus RETRATOS EXTRANJEROS            titulado “Miguel de Cervantes”-, “he gastado más de tres años de mi más verde juventud en el estudio de la literatura castellana”. Y así es como Giovanni Papini, conociendo y amando a nuestra patria, llega a escribir sobre temas españoles no menos de treinta y dos ensayos, esparcidos a lo largo de su intensa, impresionante, apasionada y apasionante a veces dramática, y en conjunto titánica labor. Comprobémoslo leyendo sus obras.

            Desde “GOG” hasta “SANTOS Y POETAS”, según el orden establecido por Editorial Aguilar en su edición en cuatro tomos (1956) de las Obras –no completas- de Giovanni Papini, tropezamos con veintidós trabajos de este autor, por tantos conceptos admirable, que de un modo u otro, se refieren a España. Luego, en el JUICIO UNIVERSAL, obra póstuma de Papini, editada por “Planeta”, asistiremos a la acusación y a la defensa de famosos personajes españoles que dan lugar a los diez títulos siguientes: “Alfonso el Sabio”, “Carlos V”,”Felipe II”,”Don Carlos” “Rodrigo Maldonado”, “Torquemada”, “Sánchez de Carrión”, “L. Anneo Seneca”, “Cleón”, “Lope de Aguirre”,”María de Aguirre” “Calvino”, “Miguel Servet”, y finalmente “Quevedo”. Los otros veintidós títulos se distribuyen así: en GOC encontramos a “Ramón y los minerales” y “El Duque de Hermosilla en Salvatierra”. Son entrevistas del fantástico personaje papinesco con nuestro Ramón Gómez de la Serna y con “un español bastante más original que Ramón”. Entrevistas imaginarias, desde luego. En EL LIBRO NEGRO, segunda parte del diario de Gog, nos ofrece Papini “La Juventud de D. Quijote”, “Coloquio con García Lorca”, “El Primero y el Ultimo (De Miguel de Unamuno)”, “La Revuelta de los Actores” - fantasía toledana-, “Visita a Salvador Dalí”, “La Venganza (Arbuela tras los Montes)”, y “Visita a Picasso (O del Fin del Arte”). Continuando la lectura, llegamos a “El Milagro de Colón”, en POESIA EN VERSO y a “Polonia y España”, en EL SACO DEL OGRO. Los RETRATOS EXTRANJEROS merecen mención especial porque se inician con “Miguel de Cervantes” y siguen con “Don Quijote”, “Pedro Calderón”y “Unamuno”. Luego, en EL ESPIA DEL MUNDO, leemos “Mundo hispánico”. “Hombres representativos de España”,”España e Italia”, “Lo que la América Latina no ha dado” y “Goya y Waterloo”.Y es en “Goya y Waterloo”, donde el autor arriesga la teoría de que si el pintor hubiese dado muerte a Wellington, no hubiera habido un Waterloo para Napoleón. Se deduce que hubiera variado totalmente el destino del mundo; destino que el genio violento de Goya tuvo por un momento a merced del cañón de su pistola. Notable; muy notable. Continuamos con “San Ignacio de Loyola”, en LA ESCALA DE JACOB, “Epitafio para Miguel de Unamuno”, en CIELO Y TIERRA, y concluimos con “La Venganza de Cervantes”, en SANTOS Y POETAS.
 
            Confieso que no me hago la ilusión de haber agotado el tema. Hay otras referencias a España en Papini, por ejemplo en “Literatura Mediterránea” y dos obras de este autor que nunca se han vuelto a publicar desde que las repudió en 1921. Otras no han sido traducidas al español –o yo lo ignoro- como son “UN UOMO FINITO” y “IL DIAVOLO”. Por último, algunas, como “L´EUROPA OCCIDENTALE CONTRO LA MITTEL-EUROPA o L´ESPERIENZA FUTURISTA, no las dio Papini para España considerándolas sin interés para nosotros. Con todo, creo que la publicación de un libro que contuviese los trabajos que cito –formarían un volumen de cien páginas por lo menos- sería altamente interesante para el lector español y, sin duda alguna, su publicación alcanzaría un éxito sin precedentes. Sería además la mejor manera, creo yo, de rendir homenaje a la memoria de este gran autor italiano –grande como escritor y como hombre, que amó a España y, es más, lo demostró.

Una fecha memorable 11 de Marzo de 1961


            Si alguna vez un escrito llevó un título totalmente idóneo, esta es la vez. En efecto, el 11 de Marzo del año en curso –Año 1961 de la Era Cristiana- será una fecha memorable para todos los villalbeses, en especial para aquellos que se honran llevando el santo nombre de José; de aquel José, humilde y casto, que fue de oficio carpintero. De aquel José de la bella leyenda de la vara seca florecida.

            Once de Marzo de 1961, Fecha grande y digna de recuerdo, Fecha inolvidable para Villalba. Por especial concesión del Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo de la Diócesis, Dr. Jacinto Argaya y Goicoechea y para honrar a su patrono San José, los Pepes villalbeses pueden ofrecer una solemne Misa Vespertina que es oficiada por el coadjutor de la Parroquia, Rvdo. D. José Cereijo Pérez al que ayudan los jóvenes D. José García Leira y D. José Ramón Lorenzo Oseira. El templo –abarrotado de fieles- presenta un aspecto impresionante. El  pueblo entero se suma a los Pepes de la localidad que dan honor a su patrono.Puede decirse que no hay un espacio vacío en la iglesia parroquial de Santa María de Villalba. La emoción se hace silencio expectante cuando José Luis García Mato en nombre de todos, hace la ofrenda al Santo, tomando de manos del niño Pepito Rivera una arquilla primorosa que deposita en las del cura párroco, Dn. Adolfo Pato Bernárdez, al tiempo que lee la siguiente:

 

Oración – Ofrenda.

 

          He aquí, ¡Oh divino patrono de  cuantos llevamos el nombre de José! -tu nombre, santo humilde, carpintero nazareno –que he sido yo designado, -yo precisamente; el más indigno de todos- para llegar ante ti trayendo entre mis sucias manos de tierra, entre estas manos pecadoras de pobre hombre cobarde, de cristiano renuente, de católico indeciso, la ofrenda magnífica de todas estas almas que hoy puedes contemplar arrodilladas ante tu imagen bendita.

            He sido yo el elegido entre tantos más nobles, más dignos, más merecedores de este honor altísimo, para que una vez más se demuestre que los seguidores de Cristo, tu hijo adoptivo, supieron aprender la lección del amor maravilloso que nos enseñó que todos somos hermanos, que todos los hombres tienen la misma piel, que todos somos del mismo barro, que todos somos hijos de Dios y todos podemos alcanzar la Gloria ejercitando las tres virtudes teologales: la Fe, la Caridad, la Esperanza, de las que tan necesitado está este nuestro mundo fratricida, abjurador, perverso, hipócrita y cobarde. Tanto más cobarde cuando se trata de defender a Jesús, de combatir por Jesús, de afirmar a Jesús. Pues es cierto que millones de cristianos somos Pedro millones de veces. Pedro, antes del canto del gallo.

            Por ello venimos hoy ante ti, divino Patrono nuestro, santo ejemplar, espejo de hombres, modelo de obreros, castísimo José, para ofrecerte el arca pequeñita en la que van encerrados nuestros corazones de pigmeos soberbios; para que tu se los presentes a Jesús ya lavados de toda iniquidad, de toda mancha, de todo pecado y que Él nos los conserve siempre así, siempre limpios, siempre puros, junto a su Divino Corazón.

            Son corazones, San José, que se han desprendido de todo apellido, de todo adjetivo, de todo afán de clase, de toda huella mundana. Son corazones de cristianos, de creyentes, de pobres hombres que temen al ladrón maligno-ya diablo ya mundo, ya carne- y quieren guardarlos para siempre en el arca de caudales divina del Divino Corazón de Jesús.

            Aquí tienes, San José, el arca que contiene nuestra ofrenda. Desde mis manos despreciables de pecador arrepentido, pasa a las manos inmaculadas de nuestro párroco, sacerdote ejemplar, que encarna la virtud y la sabiduría, para que él la deposite en las tuyas, pues soy yo demasiado miserable, demasiado indigno, demasiado pecador, para hacerlo directamente sin vergüenza. Y con el arca –estoy seguro, San José- nuestro párroco no dejará de elevarte un ruego por nosotros, que tanto lo necesitamos. Para que jamás volvamos a ser cobardes, indiferentes, tibios, y ¡quien sabe! quizás enemigos de Jesús; para que nunca jamás hagamos llorar a María, nuestra Madre que está en la Gloria, ni tampoco a nuestras madres de carne estén o no estén sobre la tierra. Para que Jesús y María y tú también, San José, podáis sonreírnos algún día, cara a cara, en el Cielo, por toda la eternidad, por los siglos de los siglos de los siglos.

 

Contestación al Oferente

 

          D. Adolfo, nuestro querido párroco, contesta la oferente pronunciado una hermosa y emocionante plática que hace asomar las lágrimas a los ojos de los asistentes exhortándolos, a todos, a seguir el ejemplo de Los Pepes; ese ejemplo de hermandad, de amor cristiano, de caridad, de humildad, de fe y de esperanza; enseñanzas, virtudes todas que se encuentran en San José, maestro y espejo en que hemos de mirarnos cotidianamente para, imitándole, alcanzar la paz en este mundo y el logro del ultimo fin del hombre, del único y verdadero fin: la salvación eterna.

            La ofrenda y plática tiene lugar al terminar la lectura del Evangelio y el oferente regresa a su puesto en la parte izquierda del altar mayor, situándose de nuevo entre D. José Prieto Balsa y D. José García Baamonde, quienes, como “Pepes” de mayor edad le acompañan durante el Santo Sacrificio de la Misa, la cual es acompañada al órgano por la Srta. Pepita García Mato al tiempo que el joven D. José Lodeiro interpreta diversos cantos religiosos.

Manuel Maria explica otra lección


          SÍ. Este libro que ahora tengo entre mis manos, ante mis ojos, es una lección. Sí. Este “Sermón para decir en cualquier tiempo” –florilegio manuelmariano- es la lección que un hombre, que además es poeta, nos explica a los hombres de esta hora para enseñarnos el valor del tiempo y de las cosas que en el tiempo se cumplen. Para recordarnos que somos romeros, o mendigos, o derrochadores de tiempo. Para que no, olvidemos que “Siempre vamos andando tristemente – con nuestro oficio de hombres, sobre el hombro- -dejando un trozo de vida- -en cualquier parte del camino- -que nos toca andar forzosamente”.
            Magníficos poemas. Estupenda lección expuesta con un lirismo inigualable. No podía ser de otra manera, ya que Manuel María es ciertamente, un poeta –“poeta comprometido”- que jamás ha cultivado la llamada “literatura de evasión”. Manuel María es un hombre concreto que se dirige al hombre en singular, al hombre de carne y hueso, a cada hombre – a ti, a mí- para decir su verdad y su llamada: “Quiero hablar contigo hombre de la calle.Quiero que lleguen a ti estas palabras- -porque hay hombres- -que no saben hablar con sus hermanos”.

            Lección de tiempo perdido. Lección del tiempo destructor. Lección de las horas malgastadas ensayando gestos vacíos de sentido o pensamientos sin destino, cuando es así que- -¡bien lo sabe el poeta!- : “Lo único que hacemos en la vida –nuestra única tarea,  de hombres en la vida- - es ir preparando el ser para la muerte”.

            Aparentemente, los poemas, los sermones, parecen algo desesperanzados que invita a caer en la tristeza inevitable; pero, de pronto, aparece la fe y con ella la esperanza. El tiempo nos destruye, es verdad, y “Morir es el fin del camino en el que se deshace, como si fuese un viento, nuestra vida”. Pero la muerte no es el fin de todo. Existe un más allá. El poeta lo sabe. Y lo dice: “La muerte viene para deshacer- -nuestras sombras de hombres-. Es cierto. Es innegable. No hay duda. Mas viene también “... para mostrarnos la enorme luz de esa paz que anhelamos tan desesperadamente”.

            Todo se cumple en el tiempo: la vida, la muerte, los caminos, el amor. Todo se realiza en ese tiempo del que “A veces creemos que está en la tarde que huyó volando con los pájaros – que se hizo una cosa como un árbol- o que murió en la noche”.

            El libro de Manuel María es triste, pero no trágico; melancólico, pero no desesperado. Es una blanda voz nostálgica, un sermón en voz baja, una palabra dolorida, una hoja que tiembla. Es un lamento resignado y dulce que llega hasta el corazón del corazón. Porque desde la niñez: -¿Qué fue de mis bucles de niño  -de mi voz de muchacho- -de mi encendido amor de adolescente?- hasta la hora suprema de la muerte, del dejar de ser físico, vivir es caminar y “Andar por los caminos un día y otro día es ir muriéndose a pedazos”.

            Al final, después de haber leído y releído pausadamente, despacio, meditándolos –como es preciso hacerlo- los versos, sermones, palabras de este poeta, que vio nacer mi Tierra Llana, uno comprende que ha aprendido algo importante y necesario. Una lección inolvidable que enseña la cruda y descarnada verdad: que el hombre, aquí abajo –héroe, pigmeo que ignora las estrellas- solo es algo, solo existe, solo “es” en cuanto es capaz de percibir el paso inexorable de ese tiempo tan vanamente derrochado. Al final, uno quisiera poder regresar a los tiempos idos, ya lejanos, de la infancia para tratar de aprovechar -¡de vivir!- tantas horas inútilmente gastadas. Y al comprender que no es posible, nos hiere esa punzada dolorosa que hizo exclamar a Papini: “¡Oh, santidad perdida de mi cielo infantil!”. O aquella otra que hizo escribir a Lorca:

 

       ¡Qué tristeza tan grande me da sombra!     

        Niños buenos del prado.

                    Como recuerda dulce el corazón

los días ya lejanos...

                        ¿Quién será la que corta los claveles

 y las rosas de mayo?

 

            La niñez, la mujer, el amor, las cosas y los hombres, los caminos, el vino, las canciones. El poeta tiene un sermón para cada cosa y cada hora. Un “Sermón para decir en cualquier tiempo”. Hasta para una mujer fea.
            ¿Y qué? Ahora pienso que todo es vano. Nuestro tiempo carece de tiempo. ¿Alguien escuchará el llanto, la palabra, la melancólica, entrañable, sentimental y verdadera canción de este poeta iluminado?
 No sé.

"Tiempo de morir", una gran novela corta


        Estaba visto. Todos cuantos, desde hace años, venimos siguiendo con interés creciente la brillante trayectoria literaria de Alejandro Armesto Buz, sabíamos que, como consecuencia lógica de su cotidiana superación, acabaría alcanzando y rebasando esa difícil línea divisoria, esa casi inexpugnable barrera que separa a los mediocres de los “grandes” en el vasto campo de las Letras. Tenía que ser y así ocurrió. Tal y como lo afirmó don Jesús Alonso Montero en el acto literario que se celebró recientemente en Lugo con motivo de la entrega de premios a los autores galardonados en el I Certamen Literario del Miño, “Tiempo de morir” señala la aparición dentro de la novelística moderna de un valor desde luego indiscutible. “Para los que no creían en Armesto como escritor –vino a decir, en síntesis, el catedrático Alonso Montero-, ahí está su magnífica novela demostrando la equivocación el craso error, de quienes le negaban la cualidad tal”. En efecto “Tiempo de morir” es la novela corta, pero “grande”, de un joven novelista de nuestro tiempo que acaba de ganar “al sprint” la primera etapa de una carrera en la que aún ha de conseguir múltiples y resonantes victorias. Es el primer triunfo, como novelista, de un joven escritor que ya se había revelado como periodista sin par, poseedor de un estilo “sui generis” –recuérdense sus trabajos publicados en EL PROGRESO bajo los títulos “Objetivo” “Balcón al sol”, “La Ciudad”, “Cartas de Londres”, etcétera –por no citar ahora sus colaboraciones en “El Español”, “Arriba”, “Vida Gallega” y tantos otros periódicos y revistas. Pero, además había ya destacado Armesto como cuentista originalísimo léanse “El Concurso”, “Basilio García, carpintero” y “Miedo” tres de los más estupendos cuentos que puede uno echarse a la cara; duros, eso sí: Y ahora, por fin –ya le hubiéramos querido ahí antes- ha decidido navegar, nuestro autor, por ese mar peligroso de la novelística contemporánea en el que tantos y tan tristes naufragios se registran. Y así le vemos, triunfante ya, en su primera singladura.
            ¿Y qué tal esa novela? –preguntará el impaciente lector. La respuesta es... ¡Formidable! Naturalmente, esta opinión personal, discutible, es cierta, en su contenido, pero no en su sinceridad.
            Añadiré algo todavía, -para aquellos que no tuvieron la oportunidad de asistir a la lectura de la novela que comento- con objeto de que puedan formar un juicio aproximado sobre ella.
            “¡Que quiere usted, las gentes no acostumbran a abanicarse con versos de Bécquer cuando la desgracia les pone la zancadilla y la cólera los ahoga”! –escribió Armesto una vez. Y yo, en otra ocasión, escribía: “La vida es dura, ruda, violenta, fea, para la mayoría de las gentes”. Creo que deben ir estas citas por delante para situar al lector en el vértice exacto del ángulo desde el cual ha de verse, para evitar en lo posible el error del paralaje, esta intensa y desgarradora narración. “Tiempo de morir” es una novela corta, cruda y brusca, impresionante y tensa, magnífica y áspera, tierna y atroz. Diré –con palabras que el propio Armesto escribió en otro lugar- que de ella parece desprenderse un “hálito bronco, despiadado y bello...”. Es la novela de un condenado a muerte –Manuel, arenero del Miño, homicida involuntario y prófugo a sabiendas- que vive sus últimas horas, las definitivas, rememorando su “caso”, revisando su propio proceso, diríase que juzgando a sus jueces. Desarrollada en el ambiente miñoto, esta narración podría muy bien ser intercalada en las “Noches de Sing Sing”, del gran novelista americano Harry Stephen Keeler, si bien el estilo ágil, incisivo, directo, más que rápido veloz, inconfundible, que es característico de Alejandro Armesto, deja fuera de dudas que no han de buscarse en de Keeler las fuentes en que bebió su inspiración. En cuanto a la forma, diré solamente que “Tiempo de morir” –así lo afirmó también el catedrático Alonso Montero, con sinceridad y precisión- está construida con arreglo a la técnica literaria más en boga, cuyo motivo acaso, los no iniciados en arquitectura literaria moderna, se verán precisados a releer la novela para llegar a una exacta visión de conjunto de la misma. Pero esto es un mérito más que añadir a esta obra que viene a colocar a su autor entre los más relevante novelistas que ha producido hasta ahora la exigente hora que vivimos.

Villalba, viejo amor


        TODOS los años por estas fechas –San Ramón- me asomo a esta GRAN VENTANA A LA PROVINCIA que es EL PROGRESO, para dirigir a mi villa un amplio gesto cariñoso que es al mismo tiempo saludo y adiós. Digo saludo y despedida porque uno no puede adivinar si al año siguiente  podrá acercarse a esta ventana, apoyar en su alfeizar los codos y dirigir la mirada enamorada hacia la Villa del Sol Tempranero, mientras el corazón –al galope- musita las palabras rituales: “Hola, amor... Viejo amor... Yo me inclino hacia ti para depositar el beso lento de mis labios de barro tibio sobre tu fría piel de tierra...”

            Alguien podrá extrañarse de este apasionamiento, aparente idolatría que en realidad no lo es, ya que, ciertamente, de Dios abajo, es la Tierra la gran madre y en ella está el rincón de tierra, que nos vio nacer y crecer y nos verá morir, Y aún ha de envolvernos en su piadoso manto blando.

            Canto a la tierra, y en ella a mi tierra, porque es digna de ello. Bien lo dijo Rubén: “Porque tú, ¡Oh la madre Tierra, eres grande, fecunda, de seno inextinguible y sacro, y de tu vientre moreno brota la savia de los troncos robustos y el oro y el agua diamantina y la casta flor de lis! Lo puro, lo fuerte, lo infalsificable”. Y, a mayor abundamiento, citaré aquellas frases que se leen en “Lo que el viento se llevó”: “La tierra es la única cosa que merece que trabajemos por ella, que luchemos por ella, que muramos por ella”. Y es cierto. Pues Dios lo quiso así desde el Principio, Es verdad. Porque de barro fue hecho Adán –que significa “el rojo”, hecho de tierra roja-. Es cierto. Ya que la tierra da la vida al vegetal, al animal, al ser humano. El ser humano: el hombre, ese soberbio,  ese pedante, ese ególatra.

            “Villalba, viejo amor” –titulé mi trabajo. Así lo titulé porque es realidad de verdad y lo merece. Lo pruebo. Lo demuestro.

            Un hombre sensible; un alto poeta de la tierra gallega, el “Cantor de la Montaña”, Noriega Varela, escribía a mi padre corriendo el año mil novecientos veintiséis: “Amícisimo”. Fui en los primeros días de este mes a Mondoñedo y pasé unos minutos en Villalba. Al regreso me alejé CON HONDAS SAUDADES de esa tierra cautivadora que desde muy joven me atrae, que siempre me atrajo...” Y mi propio padre, Antonio García Hermida, escritor, poeta, periodista, músico –villalbés por encima de todo, ya desaparecido, un año después, en mil novecientos veintisiete –encerraba en unos versos, sencillos como él, como su vida, todo el atractivo que Villalba puede ofrecer:


          “Ceyo azul...paxaros...froles.

Maina brisa...Frescas sombras”.

 

¡Pájaros! Acudo a Guerra Junqueiro, porque yo no sabría expresarlo:

 

Que bandos de paxariños,

Vêm lá de campos maninhos,

De fraguedos, de caminhos,

Jantar aquí, merendar...”
 

¡Y campanas! Son, canción, dulce llamada. Las campanas de Santa María. Campanas... –lo diré con Ángel Fole-: “...campanas de la saudade.Inaudibles, líricas, transcendentales” Campanas de Santa María de Villalba: sonidos, mensajes célicos.

            Pájaros, brisas, sombras y flores, Campanas. Cielo azul. ¡Amor!... ¡Amor!...Termino. El espacio apremia. He escrito, declarado mi amor a Villalba, impulsado por una extraña fuerza que acaso proceda –como escribió Manuel Fraga Iribarne- de “La fuerza telúrica de la tierra madre que nos vio nacer y a la que esperamos volver un día” O ser, quizás, un desahogo necesario provocado por esa locura de amor que uno siente desde la infancia –según cantó Manuel María- por “... esta terra que levamos cravada como un coitelo no propio corazón”.

            TERMINO. Voy a cerrar la ventana. Adiós... Hola... Adiós... ¡Villalba, viejo amor!

Recuerdo y presencia de Antonio Insua Bermúdez


        AQUÍ –aquí es Villalba-, he leído con interés curioso los comentarios –en especial los de Trapero Pardo- publicados en EL PROGRESO acerca de las dos exposiciones de pintura que se han celebrado recientemente en Lugo. Los he leído, digo, con interés curioso porque, aparte del de Fermín González Prieto, pintor con cuya amistad me honro, creía no podía faltar, por lo menos en la Exposición Antológica de pintores gallegos, el nombre del también villalbés Antonio Insua Bermúdez, fallecido hace ahora –en este mes- siete años. Y cito solamente a estos dos pintores hijos de Villalba, porque José Manuel López Guntín –asimismo pintor y villalbés- dada su juventud, entre otras razones, debe esperar un poco, todavía, la llegada de su hora triunfal.

            ¿Así es que Antonio Insua no estuvo presente –su obra- en ninguna de las dos exposiciones citadas? Así es, o así parece. ¿Por qué? No sabría decirlo. Diré, en cambio, que me extraña gravemente. Insua era un buen pintor. Un notable pintor. Y si es cierto que existe, como dicen, una” pintura gallega” perfectamente diferenciada de cualquier otro estilo pictórico, no hay duda de que Insua es uno de sus más caracterizados representantes. La prueba –no hay que ir más lejos- está aquí mismo, en Villalba, en la que fue “su casa”. Allí pueden verse retratos, paisajes, bodegones. Allí óleos, aguafuertes, dibujos. Allí cuadros, apuntes, obras de temática diversa, salidas de sus manos de artista puro, netamente gallego, nos hablan en el lenguaje universal de la belleza, de la elevada estatura artística de Antonio Insua Bermúdez, ese gran pintor humilde. Allí precisamente, ante su cuadro titulado “As Lavandeiras” he penetrado la profunda verdad de las palabras que Ortega dejó escritas en “El Tema de nuestro tiempo”: “La belleza del cuadro no consiste en el hecho –indiferente para el cuadro- de que nos cause placer, sino que, al revés, nos parece un cuadro bello cuando sentimos que de él desciende suavemente sobre nosotros la exigencia de que nos complazcamos”. Y, en efecto, suave complacencia es lo que se siente al contemplar la equilibrada belleza de los cuadros de este pintor villalbés que fue, quizás, demasiado humilde y que, por ello, se abstuvo de producir en cantidad legándonos una obra escasa en número pero grande en calidad, intensa. Y es que Insua sabía lo que afirmó Azorín, que “…lo importante no es hacerlo todo rápidamente, sino que lo que se hace sea conforme a normas eternas de Bien y de Justicia y de Belleza”. Y así, ateniéndose a esta verdad, procuró Insua cumplir con su destino de pintor siendo sincero en su exposición, en su interpretación de lo bello, siendo también, por consecuencia, realista, clásico, en toda la extensión de la palabra. Porque tampoco ignoraba Insua que el arte clásico es difícil y su aprendizaje largo ni aquella sentencia de Baudelaire de que “El estudio de la belleza es  un duelo en el que el artista grita horrorizado antes de ser vencido”. De ahí sus palabras constantemente repetidas ante los requerimientos de los amigos que le acuciábamos: “No estoy logrado todavía”. De ahí también el que no se dejase caer en los brazos de esa amante fácil que es la pintura abstracta con sus fórmulas fácilmente explotables. El era fiel al arte eterno y a sus propias convicciones,

            Por ello ahora –ahora que se cumplen siete años de su muerte- creo un deber dedicar a su memoria este trabajo y desear que –como soñó Axel Munthe para sí- la cabeza de nuestro gran pintor humilde descanse; al presente y para siempre, dulcemente reclinada sobre un hombro de San Francisco.

No hay más que una tristeza


            Bajo un gran cielo ancho, estrellado, pacífico, firme como la bóveda enorme de un templo gigantesco, parece escucharse la tranquila respiración del mundo. La noche adolescente, tendida sobre su lecho de tierra, duerme, despreocupada, arrullada por la melodía lenta que susurran los altos soles lejanos. Hay una paz inmensa y engañosa porque en alguna parte, a esta hora, se desperezan  millares de rencores. Regreso a casa, despacio, perturbando el sueño de la noche con el ruido isócrono de mis pasos y pido un título –prestado- a León Bloy. Consulto unos cuantos libros. Los libros: inseparables, nobles, leales, fieles, constantes, caritativos amigos. Escribo…

            Escribo, pensando en esas memorables jornadas eucarísticas que ha vivido, estos días, Villalba, Villalba: “Tierra alta, Altos valores” –afirmó don José Trapero Pardo. Escribo, considerando el gran ejemplo secular que da Lugo con su amor acendrado, inmemorial, a Jesús Sacramentado. Escribo, haciendo derivar mi pensamiento hacia el Congreso Eucarístico mundial que se celebra en Munich este año. Y una gran sensación consoladora invade mi pobre corazón de tierra. Sé que frente a los rencores que despiertan, se levanta un ejército de corazones creyentes, rebosantes de amor al Amor de los Amores Sé que hay un señor que no se nos puede morir, una filosofía perenne, una gran esperanza, una vida eterna, una inmortal existencia. Sé que hay Dios. Pero sé también que hay que luchar.

            Hay que luchar. Siguen vigentes las palabras de Pío XI: “Pueblos enteros están en peligro de caer de nuevo en una barbarie peor que aquella en que aún yacía la mayor parte del mundo al aparecer el Redentor”.

            Se impone combatir. Todavía rigen las frases de Papini: “Gentes que se llaman a sí mismas ESPIRITUS LIBRES porque desertaron de la Milicia para caer en las Ergástulas se perecen desde hace quinientos años para asesinar otra vez a Jesús. Para matarlo dentro de los corazones de los hombres”.

            Es preciso pelear. Aun se cumple lo que predicó Vázquez de Mella: “Vivimos y estamos como en un campo de batalla, caen proyectiles inflamados sobre las almas, y en estos momentos de lucha hay que tomar parte en la acción de una gran batalla que empieza…”

            Batallar es inevitable; ineludible guerrear. Por Jesús, ese Gran Perseguido.

            Hay que enseñar a los ignorantes, buscar a los despistados, hallar a los perdidos, llevar de la mano a los ciegos, encaminar a los descarriados, porque –lo dejó dicho Pascal-: “En vano, oh mortales, buscáis en vosotros mismos el remedio a vuestras  miserias” y –son frases de San Hilario: “Quid mundo tam periculosum quam non recepisse Christum?”; porque –Papini de nuevo-: “Aun hoy, centenares de millones de hindúes, centenares de millones de musulmanes, centenares de millones de idólatras, ignoran o rechazan la ley salvadora del Evangelio”.

            Es preciso lidiar. Hay que liberar al mundo de la esclavitud de las filosofías muertas. De esa esclavitud que es –así lo escribió Chesterton-… algo muy bien simbolizado por el estado de Asia como igualmente por el estado de Europa pagana”. Hay que rescatar al hombre de la total y oprobiosa esclavitud de la técnica. De esa técnica de la cual dijo Ortega:…”Al aparecer por un lado como capacidad, en principio ilimitada, hace que al hombre, puesto en vivir de fe en la técnica y solo en ella, se le vacíe la vida”.

           

¿Y cómo? ¿Cómo luchar, defender, liberar, rescatar? ¿Cómo ganar la batalla entablada? Es sencillo, Hay que volver a hacer de Dios el “Centro del Alma”- conforme cantó Lope de Vega. Es necesario señalar a los hombres el camino del Camino, de la Verdad y de la Vida. Y entonces –cito a Pasternak-: “No habrá muerte, porque la muerte ya existió, es vieja y aburre, y ahora es necesario algo nuevo, y lo nuevo es la vida eterna”. La vida eterna. ¡La Vida!; a ella se llega por el camino del Sagrario.

            Podemos vencer. Recordemos: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. El lo ha dicho. El: Jesús. Al mundo que escribió, por medio de una joven francesa, ese libro desesperanzado que se tituló “Bonjour, tristesse”, hemos de oponer las palabras iluminadas de León Bloy, otro francés-: “ll n´y a q´une tristesse, c´est de n´être pas des Saints”. No hay más que una tristeza y es la de no ser Santos.

Villalba, Torre sin par


A mí, nacido villalbés, -Villalba era un baluarte feudal que abría y cerraba caminos- desde siempre me han llamado la atención los castillos. Siendo niño, recuerdo, pasaba largos ratos contemplando esta antigua torre villalbesa, dorada joya arquitectónica, pétreo recuerdo arrogante de los siglos de hierro del medioevo lejano, caballeresco y audaz. Luego nacía en mí un extraño júbilo y un sentimiento de orgullo razonado. Y pensaba: “Ciertamente; es una hermosa torre”.

Mas tarde había de saber que no me equivocaba en absoluto, porque, arrastrado por la vida, esa cadena, recorriendo el país de punta a punta, viendo castillos de moros y cristianos, vine a comprobar - por lo menos a esa creencia llegué- que la torre villalbesa es única, rara, singular. Y al decir singular quiero afirmar con ello que no hay otra en España que la aventaje en belleza     .

 

 “Un poco exagerado lo que antecede“, objetará el lector. Y quizás le asista razón. Sin embargo, citaré cuatro opiniones de escritores no villalbeses que dejarán sentada en parte la verdad de mi acierto. Vaya en primer lugar la de Trapero Pardo, que escribió lo que sigue: - “.... nadie podrá negar que la villalbesa torre tiene la mas bella presencia de todas las torres gallegas”.Y, digo yo, nadie podrá negar a Trapero autoridad en la materia.

 

Don Francisco Tettamancy Gastón: “La Torre del Homenaje del Castillo de Villalba”, escribía:

“Es curiosa también y objeto de atención su forma octogonal, desusada en España y creemos que única en Galicia”. En otra ocasión don José Villamil y Castro escribe: “.... es el más curioso monumento de la arquitectura militar de la Edad Media que se encuentra, sino en toda Galicia, en buena parte de ella”.Y Álvaro Cunqueiro, hace unos años -conferencia en el TeatroVillalbés- afirmaba, formando poética imagen, que cada vez que pasaba por aquí no podía menos de pensar: “Ahí queda la torre de Villalba enseñando geometría a toda la Tierra Llana.”

 

Forma octogonal. Maestra de geometría. Bella presencia. Curioso monumento. ¿Qué torre de cuantas conocéis puede de tales cualidades reunidas presumir? He ahí las razones de mi título.

 

¿Por qué os digo todo esto? ¡Ah! Mañana es San Ramón. Y, además de las fiestas, hay una torre maravillosa que admirar. Una torre que tal escribió Antonio García Hermida en su monólogo “Al Pié del Castillo”:

 
   “Es de Villalba el emblema.

     Es de Villalba el escudo, 

     Blasón, honor y grandeza.”


Y ahora, ya que el San Ramón ha de tardar en volver y ¿quién sabe lo que el futuro traerá?, permitidme que, como un juglar antiguo, cantor errabundo y pedante, desde la altura de esta Torre del Homenaje, vetusta y señorial -vihuela en ristre, melancólica voz- os dedique una estrofa nostálgica del tiempo de los troveros olvidados:

 

           Adeus, amigos, señores

Que  muito amei.

      Adeus os trobadores

Con quen trobei.