Un pueblo es algo sencillo, sin complicaciones. Lo definen tres columnas o, si queréis, bases. Decid iglesia, casa consistorial y cementerio y habréis hecho la hipótesis de una villa; eso es: almas, cuerpos, cenizas. Hallad el volumen de las dos primeras y la superficie del tercero y sabréis si el pueblo acumula riquezas o soporta miserias. El resultado de estas operaciones será un espejo claro o una charca turbia.
Todos los pueblos son como lagos en calma; tranquilos.
Nunca pasa nada: es decir, nada importante. Se nace, se crece y se muere. Esto
no es muy importante. Esto es la vida. Sucede lo mismo en todas partes y
únicamente se fijan en ello, un poco, aquellos que están muy próximos a la luz
vital que tiembla y se apaga por fin o a aquella otra que alumbra de pronto
como una estrella nueva y pequeñita, reluciente y brillante.
La gente de los pueblos camina siempre despacio. Todo
está cerca; hasta el cementerio. No hay prisa jamás. Las horas, los días, el
tiempo todo tiene el mismo color. Y las personas y las horas discurren, un poco
indecisas, como si no supieran muy bien a dónde ir. Pero el tiempo, indeciso y
todo, va pasando y esto se sabe bien porque unas cabezas se van cubriendo de
plata y otras de noche. Esto significa que los viejos se acercan a la tumba y
los niños ya empiezan a saltar de la cuna.
En la ciudad todo es distinto. En ella el día ruge su
gran voz de hierro, de piedra, de madera y cristal, de trabajo ruidoso y
febril. La noche abre cien mil ojos eléctricos y grandes que acechan al
transeúnte en cada esquina. Y la gente –de día y de noche- va, viene, corre,
como si fuera huyendo de la
Implacable o tratase de acelerar el encuentro.
La ciudad es grande, inmensa. Hay elevados edificios y
elevados personajes. Hay monumentos, fuentes, jardines, talleres, fábricas,
trenes, bibliotecas, institutos, escuelas de todo; artistas del pincel, del
buril, de la pluma, del cincel, de la palabra. De la ciudad tenemos que decir:
Ahí vive la Cultura,
esa pedante. No, la ciudad no puede pasar desapercibida. Brilla. Reluce.
Relumbra. Proyecta sus destellos alrededor y hacia arriba como un pequeño sol
artificial salido de la mente y de la mano del hombre. La ciudad es algo
importante; muy importante. Y vosotros, los que vivís en ella, también. Y lo
sabéis.
A veces vamos a la ciudad y nos asombra. Ella es, para
nosotros, lo que el canto de las sirenas para Ulises. Nos veis pasar, un poco
inseguros, y acostumbráis a decir, despectivamente: ¡pueblerinos! No nos
despreciéis. No tenemos la culpa de haber nacido aquí. Tampoco vosotros habéis
hecho nada para merecer una cuna distinta. Estamos en el pueblo, es decir, en
el suelo de la cultura. Sobre una gran base hecha de pueblos –sublime
hormigonado- se alza la gran pirámide en cuya cúspide lanza sus resplandores la
ingente antorcha luminosa: la
Ciencia, esa cínica. Este es nuestro orgullo y nuestra
humillación; ser la base, el cimiento, el suelo, el sostén de todo. Los pueblos
hacen posible la ciudad y toda ciudad ha sido pueblo, villorrio, aldea, caserío,
nada.
No
nos despreciéis entonces. Sabemos lo poco que valemos y no está en nuestra mano
valer más. Con todo, como el hombre cuya columna vertebral está partida,
tratamos de alzarnos sobre nuestros codos, desde una quieta postura horizontal,
para escrutar inalcanzables horizontes que nuestra misma posición torna
imposibles. Aún es maravilloso que, de vez en cuando, de entre nosotros salga
alguno <<grande>>, a quien la ciudad llama y devora haciendo así
inútil, para el pueblo, ese parto difícil que supone siempre el dar a luz un
genio.