Modernamente nadie lo desconoce,
Aclarado esto –reincido en la monomanía de
justificar mis títulos, déjeseme bajar, descender, al fondo del asunto que
pretendo tratar.
En el prólogo a la segunda edición de su
“España Invertebrada” –octubre de 1922- Ortega y Gasset ha escrito que “Por una
curiosa inversión de las potencias imaginativas, suele el español hacerse
ilusiones sobre su pasado en vez de hacérselas sobre el porvenir, que sería más
fecundo”. Bien. No hay nada recusable en tales afirmaciones; pero yo me
pregunto: ¿Debemos por tanto olvidar que la experiencia es maestra de la vida,
según reconocieron los latinos? Indiscutible es que la experiencia procede del
pasado, próximo o remoto. ¿Y no es cierto que la Historia es testigo de
los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida,
mensajera de la antigüedad? Podría transcribir esas frases en latín –su origen-
pero no quiero pasar por erudito, pues no lo soy. ¿Y qué es la Historia ?: relación,
relato, de hechos, sucesos, acaecidos a la Humanidad en su doble función de sujeto agente y
paciente; según los casos. Ejemplo: el Diluvio; sufrido, padecido; no obra de
los hombres. La Historia :
hechos concretos, ciertos, reales; no leyendarios, no dudosos. Cicerón, ese
gigante del habla, -“De Senectute”- dice: “Pues el juicio, la razón y el
consejo está en los ancianos”. Traduzcamos “est in senibus” por “está en los
antiguos”. No es que me convenga. La razón, el juicio y el consejo podrán estar
en los ancianos –de hecho lo están siempre-, más nunca podrá decirse que son
“viejos”. Del mismo modo que Sem Tob de Carrión –el rabí- afirma fundadamente:
Nin vale el azor menos
Porque en vil nido siga
Nin los exemplos buenos
Porque judío los diga.
Y es verdad. Y no presumamos
tontamente –los jóvenes- de ser los mejores de entre los mejores en pensamientos, palabras y obras. Leed lo que
dice Shakespeare por boca de Porcia -la hermosa- (Escena II Acto I, de “El
Mercader de Venecia”): “El cerebro puede esforzarse en dictar leyes a la
sangre, pero un temperamento fogoso sabe eludir siempre una fría sentencia, y
los jóvenes, verdaderos locos, saltan como liebres por encima de las redes que
les tiende el buen consejo, el cual es cojo”. Efectivamente, nos falta la experiencia que dan los años. Hemos de
esperar, pues, a que el Tiempo, ese furioso corcel siempre desbocado, vaya
hollando profundamente, bajo su incesante galopar inmisericorde, la tierra dura
de nuestra carne joven y los intransitados caminos de nuestras almas imberbes.
Entonces, hagamos trampolín de los días pasados para arrojarnos a la piscina
virgen del porvenir con la seguridad de no ahogarnos, salvo imprevistos
calambres mentales, porque ya sabemos nadar, incluso en aguas procelosas. Estudiemos
la lección que nos brinda el tiempo ido, ese admirable pedagogo, y obremos en
consecuencia. No para rumiar nostalgias. Tampoco para detener ante la estatua
de una hora inmóvil, por gloriosa que ella haya sido, el reloj palpitante de
nuestro ímpetu constructivo. El tiempo antiguo ha de ser el arma; nosotros el
proyectil disparado, lanzado fuerte, velozmente, hacia el blanco de un futuro
que, por amor propio, para nosotros y para nuestros hijos, hemos de alcanzar
esculpiéndolo, modelando, creándolo superior a todo lo pasado conocido o por
conocer. Pero recordando siempre la enseñanza del tiempo anciano, ese altruista
pedagogo.