No sé que eco largo y
lento hace sonar, tintinear en mis oídos la prosa de Álvaro Cunqueiro. Álvaro
es uno que escribe -¡qué bien escribe!-, nacido en Mondoñedo; mindoniense.
Mondoñedo: la ciudad tranquila; la sin voz; o la de todas las voces. ¿Habrá voz
más ruidosa que la del silencio absoluto? No sé. El silencio: recogedor de
todos los sonidos; papelera de los ecos múltiples: la voz estremecedora e
inmutable. ¿De qué color es el silencio?: negro. ¿Y la calma?: gris. Silencio y
calma: Mondoñedo, la ciudad de Álvaro.
He leído poco muy poco, demasiado poco, quizás, a Álvaro Cunqueiro. De ahí
la tremenda dificultad, casi invencible, -siquiera sea interpretación subjetiva,
personal- con que me enfrento al tratar de definir al creador, inventor, de una
prosa mansa, reposada, serena: engendrada hace siglos y clavada en mañana.
Prosa secular proyectada hacia el futuro al través del inexistente presente
absoluto. El presente: mito, utopía, nada. Álvaro: pluma de anteayer y de
pasado mañana. De Grecia al porvenir. Del arte puro –arte literario- al arte
puro. Sin transición. Sin intervalos. Sin matices. Un gran salto. En medio, la
gran laguna de los siglos acéfalos.
He llegado a Mondoñedo,
muchas veces, al través de nieblas densas; era la noche. Tranquilidad absoluta,
total. Puede palparse el silencio; es una pared impenetrable que detiene al
recién llegado y le asusta. Luego la afonía se apodera de uno: lo aglutina en una
rara simbiosis átona. De día, lo mismo, cuando la mano del sol descorre las
cortinas de niebla, la ciudad sigue callada como temiendo despertar a los
siglos muertos que duermen su sueño sin fin. En Mondoñedo, la sin voz -.o la de
todas las voces.- solamente las campanas se atreven, descaradamente, a apuñalar
al silencio con su sonido cansado, de bronce. En la Catedral ; en los
Remedios, en los Picos. Las campanas cantan, o lloran, o gritan –no sé- desde
lugares diferentes. Y en el aire nuevo y en la luz que nace y en la niebla que
huye, se nota como una gran paz inyectada a la ciudad por los siglos idos, o
las piedras viejas, o los muertos que duermen tranquilos un sueño que no espera
amanecer.
Para comprender a
Cunqueiro hay que saber de Mondoñedo; y al revés.
Álvaro, su prosa, explica
todo esto: la campana, el árbol, el agua, el sol, la catedral y el convento, la
niebla y la luz y la piedra y la sangre. Todo tan apacible, tan tranquilo, tan
lento, que no se concibe muy bien –al presente- el que un hombre, un escritor
de hoy –quiero decir nacido en nuestro siglo- pueda escribir una prosa más
antigua y más moderna que los que vivimos. La velocidad pasa empolvando
nuestros ojos, nublando la visión. Álvaro, su prosa, es el antídoto poderoso.
El alma descansa, leyéndole, y se percibe como una suave caricia de niño que
adormece el espíritu fatigado, aburrido y hastiado de contemplar la marcha
vertiginosa de este siglo que parece trata de huir de si mismo. O bien será que
la civilización, condensada en el arte literario de Álvaro, se niega a morir
hasta el último día del tiempo. De Grecia al porvenir –siquiera sea
interpretación personalísima- yo afirmo que Álvaro Cunqueiro es el verdadero
creador de la prosa jamás imaginada que clava el quietismo y el arte de ayer en
el vértigo de pasado mañana.