Cuando el verano muere y el otoño nace, el
cielo toma el color del plomo viejo y el sol se torna amarillo, como un vulgar
terrícola afectado del hígado. Hay cierta extraña quietud en el ambiente y no
sé qué rara amenaza pendiente, cual espada de Damocles sujeta por un hilo tenue
de viento, sobre las cabezas de los transeúntes que cruzan la calle,
levantándolas, para otear una desconocida esperanza de algo serio y bueno que
ya presiente en largos escalofríos la inquieta columna vertebral. El otoño nace
con ese indefinible –en cierto modo horroroso- cambio de color que señala en el
humano moribundo el paso de la luz del tiempo a la sombra absoluta de la
eternidad. Ese color verde-anciano o amarillo-verdoso de todo lo decadente. El
otoño, sin embargo, nace limpio, como todas las cosas, entre una envoltura
sucia y triste.
De
repente, igual que una discusión de borrachos provocada sin venir al caso, las
nubes plomizas se resuelven -¡que buena música sin intérpretes humanos!- en una
lluvia desesperada que tamborilea en los cristales -todas las casas tienen ya
cristales- y martillea fuerte sobre el suelo, sobre las plazas y las calles. Y
hay unas ráfagas súbitas de viento imberbe, salido no se sabe de dónde, que se
ponen a tocar -¡qué largos dedos potentes los del viento!- en esas cuerdas
gruesas de guitarra que son los cables de la luz eléctrica, una extrahumana
melodía. Y eso que faltan las golondrinas para pintar blancas, redondas,
negras, fusas y semifusas, corcheas, semicorcheas, en el desnudo pentagrama que
se aferra a las casas, muy fuerte, con sus manos rígidas de hierro hechas por
manos de carne.
En
los árboles de hoja caduca –también hay árboles que sufren la vergonzante
enfermedad de la calvicie- unas pocas hojas, colgando como lenguas de ahorcado,
soportan su agonía doblegada en espera del arrastrado descanso que les ofrece
el arroyo. El suelo; la tumba de todo lo verde que muere para renacer cada
primavera como la esperanza de los pobres, de las novias y de los enfermos. Y
el viento, azotando las ramas peladas, interpreta su canción igual.
Todavía
–estamos en Galicia- desafiando al viento que sopla y a la lluvia que cae, hay
un muchacho arriesgado que corre por la calle tocando madera –sus zuecos-
contra la calle, ese tambor largo de cemento.
Así
es la sonata del otoño. Música de viento, de lluvia, de madera y cemento.
Música de cables eléctricos, de árboles desnudos y de hojas agónicas o muertas.
Canciones inauditas del viento y del agua. Música de cristal natural. ¡Música,
música! –diría Rubén-. Y el otoño nace, esperanza de algo serio y bueno, que
engendra primaveras por venir. La gran madre prolífera, la Tierra , es fecundada –un
dios frío la abraza- para dar a luz luego, con el tiempo, millones de vidas
nuevas grandes y pequeñitas, que han de nacer de miles de colores.