Esta Villalba blanca, en lo material, -piedras viejas, cemento joven- ha sido siempre, desde que yo recuerdo, una bonita villa. El tiempo pasa sobre las personas arrugándolas, envejeciéndolas, afeándolas, corcovándolas. Sobre los pueblos o ciudades –calles, edificios, monumentos, estatuas- obra en sentido inverso. De las aglomeraciones urbanas puede decirse: He ahí algo in senescente. Resurgen de sus enfermedades con una más lograda belleza. La guerra, por ejemplo, es la viruela de ciudades y pueblos. Y no se nota. Pero esta Villalba blanca, tan constante en el cultivo de su belleza física, padece una lamentable enfermedad endémica, no por localizada menos peligrosa: el derrotismo. Algo que es inmaterial e intangible. Solo está en las personas, pero gravita, se proyecta, influye sobre las cosas. Me explicaré.
Dejando aparte el tema que
podría ofrecerme la desaparición del “Centro de Artesanos” -¿Recordáis,
verdad?- o del no menos desaparecido
Ateneo, por ser mejor “no meneallo”-¡que buen consejero es Cervantes!-,
escribiré algo, es necesario, acerca de esta pujante, progresiva y valiente
sociedad que es el Racing Club Villalbés”.
Hace uno años la referida
sociedad adquirió, en propiedad, el terreno de juego para su equipo de fútbol.
Se trato de cerrarlo, rodearlo de muralla, “a cal y canto”. “¡Que locura!” -se
dijo-. Hoy estamos orgullosos de nuestro recinto deportivo. Excepto el campo de
juego del Club Deportivo Lugo, no hay en toda la provincia ninguno que se le
pueda comparar. Ni por aproximación. Costó mucho dinero, desvelos,
preocupaciones; pero ahí está simbolizando nuestro afán ascendente. Contra una
cerrada oposición, el entusiasmo y la fe de unos pocos. Y ahí está. ¡Que
hermosa y monumental realidad!
Ahora, después de que
nuestros muchachos han ganado, a patadas claro, un puesto en la Serie A regional, otra
vez: “¡Que locura! ¡Que fracaso!”. La eterna enfermedad endémica: el
derrotismo. No podemos esperar, siquiera, el final de la competición. Entonces
podremos opinar con conocimiento de causa; antes no.
Jamás he podido comprender a
esas personas que se complacen, con cierta delectación morbosa, en criticar el
afán de superación de un hombre, pueblo, ciudad o nación. Para mí, todo lo que
combate al progreso, en cualquiera de sus facetas, no tiene razón de ser ni de
existir. Todo hombre que piensa en negativo –hombre, en teoría, es ente
pensante-, es un cerebro paralítico, anquilosado, inválido, inútil. Los
cerebros inmóviles, como los relojes parados, son ceros a la izquierda; nada
aportan, cubren puestos vacíos. Todo lo que no crea, destruye. El reloj que no
crea tiempo es ataúd para doce horas muertas. La célula que no se reproduce es
un cadáver. El cero a la izquierda es el más vivo retrato de la Seca ; inmovilidad absoluta;
nada. Aquí se pretende poner ceros a la izquierda –en el aspecto deportivo,
aclaro-.
Dejemos
que el niño se haga hombre. El aprendiz, oficial o maestro. Consintamos que los
pueblos progresen, sea en cualesquiera aspectos.
El
espacio apremia. Perdón; he de terminar. Alguien –mi trabajo se ha ruborizado
por ello- diría que también esto es critica negativa. No. ¿Acaso negar lo
negativo no es afirmar? ¿Por ventura destruir lo destructor no es construir? He
escrito. ¡Hala Racing! ¡Adelante!. He leído que la fe remueve montañas.