He
leído que Goethe, agonizante, -él que tantas había recibido- susurró, murmuró
como un verso o como un rezo, súplica o lamento, canción o sollozo, -¿qué sé
yo? ¿Quién puede saber lo que se ve y se piensa al nacer a la muerte?- : ¡Más
Luz! He aquí la suprema, la más sublime y dolorosa de las oraciones. Pedir luz;
siempre luz. Y si ya se tiene, más; siempre más; todavía más. Hasta que la más
recóndita circunvolución del cerebro de todos y cada uno de los hombres se
sienta vivificada por la ambrosía de lo luminoso y las almas todas naden en
claridad. Luz intelectual; luz moral; luz espiritual; es decir, cultura, es
decir, ciencia.
Quizá porque yo, nacido en una villa, soy un hombre sencillo –como
todo villano-. Villano: nativo de una villa. Eso viene del latín “Villa”, me
agrada sobremanera ver, observar, pensar, discurrir y, luego, escribir acerca
de los hombres, las cosas y los hechos también sencillos, pequeños, humildes,
que se dan con extraña y abundante cotidianeidad en la vida. Y es que hay algo
de inmensamente grandioso en la timidez de tantos seres obscuros como viven
sobre la haz de la tierra avergonzándose, casi, de ello; no tanto, en
definitiva, por “ser”, si no por verse obligados –imperativo vital- a
manifestar que “son”. Y sin embargo hay que ver con qué admirable energía,
tímidos y todo, arrastran por la existencia adelante –tremenda obligación de
todo bicho viviente- el infinitivo presente de ese verbo maravillosamente
terrible: vivir. A ellos –a los seres sencillos- el esfuerzo les resulta
doblemente costoso, y doloroso, porque caminan entre la sombra y la luz, es
decir, en la penumbra; e incluso, muchos, únicamente a través de la sombra
absoluta. Caminan vacilantes, a tientas –como topos- de tropezón en tropezón. Pierden
el sendero y vuelven, retroceden, retornan de nuevo, pacientes, a
reencontrarlo; a empezar otra vez. Y así un día y otro día. Así su vida entera.
Y mueren, todo lo más, en la misma penumbra en que nacieron o que, los que
partieron de la sombra, lograron alcanzar. Un paso más y habrían ganado la zona
iluminada. Pero hay un alto peldaño que no se puede remontar sin ayuda: es
necesario alargar el brazo y tender la mano a los suplicantes que intentan
subir. Y los hombres, cual hacen las mariposas nocturnas, avanzan hacia la luz
–para quedársela o quemarse en ella- sin volver la vista atrás, proyectando
sombra sobre sombra.
Presiento cabezas en la obscuridad.
Rostros pálidos y anhelantes de hombres: de muchos: de miles; de millones de
hombres que piden luz. “Oíd vosotros –dicen- apartaos un poco y dejad llegar la
luz al reino negro. Sois los culpables. Algunos tenéis varias. Proyectarlas
hacia abajo. No iluminéis a lo alto que hacia arriba está el sol. Que los rayos
brillantes nos hieran, lastimándonos los ojos, pero alegrándonos el alma.
Queremos ver algo. Queremos ver también. ¡Luz! –gritan hombres en la sombra-
¡Más luz! He ahí la frase que musitó Goethe. -¿Para si solo o para todos?- y
baila una danza trágica, torturante, en millones de cerebros. Es fácil
remediarlo. Poned libros en todas las manos. “A ver, vosotros, los iluminados:
ayudad”. Esto es lo que piden las mentes cercadas de sombra.