Se nos ha definido –a los gallegos- como una raza de plañideras. En muchas regiones de España –todavía- y del mundo, siguen manteniendo vivo tal concepto. Decir gallego es decir llorón. Morriña es una palabra (verdaderamente, gracias a Dios, es solo eso: una palabra) con la que pretende manifestarse somos víctimas de no sé qué infamante y vergonzosa enfermedad. Nadie quiere saber, en realidad, lo que significa conceptualmente tal vocablo. Se nos ha rodeado –insidia, envidia, despecho; no sé –de una absurda leyenda negra. Falso todo ello; absolutamente incierto; no hay tal. Y aun he de añadir que cuanto se ha dicho, y escrito, de la gaita, hasta el presente, es mito, falsedad. Ella ríe, solloza, llora o canta tal cual otro instrumento musical de viento, o de cuerda, o de madera. Todo depende de la imaginación de uno, Y cuanto más hiperestética sea ésta mejor; se perciben lamentos a la vuelta de todas las esquinas musicales. Por otra parte ha de ser tenido en cuenta que se llora de alegría y se ríe de dolor. Ignoro también porque la gaita y la música gallega en general han de ser, a la fuerza, una excepción. Llorar, llorar, llorar, ¿Pero es cierto que solo sabemos llorar? No; es mentira. Existe, sin embargo, un motivo que justifica, en los extraños a nosotros, tal infundada creencia. Tuvimos poetas –y poetastros- que tan solo supieron concebir versos lacrimosos. Escritores preocupados únicamente de cantar la tendencia sentimental que anida –como en el de todos- en el corazón de nuestro pueblo. Y con aquello de las nubes que lloran –Galicia está en
No encuentro yo razones suficientes
que sirvan de base a esa leyenda de color café tostado. No, por cierto, existen
para aquél que ha leído nuestra historia. No, realmente, puede hallarlas aquél
que ha sido o es testigo de las gestas de nuestros claros varones o de nuestras
valientes mujeres. Somos gente, en definitiva. Gente que pisa duro, tranquilo,
sin temor, por todos los senderos del mundo, consciente de su propia fortaleza.
Gente que, con gaita o sin ella, marca el paso a lo largo y a lo ancho sobre el
gran viento de la madre Tierra buscando, ganando la vida sin temor a la muerte,
ni a la enfermedad, ni a la miseria, ni al hambre. Pueden decirlo en América,
de Norte a Sur: de Oeste a Este. Pueden decirlo, si quieren hombres de los
cinco continentes. Ellos pueden hablar de la tranquila firmeza con que se enfrenta
el gallego a toda tempestad y a toda calma; pues también hay calmas peligrosas
para el espíritu, para la materia. Y dicen que tan solo sabemos llorar.
Levantamos haciendas. Construimos
edificios. Fundamos poderosas sociedades. Hacemos patria en todas las partes
del mundo. Hacemos nuestros, que es decir de España, trozos de tierra
extranjera. Luchamos y vencemos o morimos sin gemir. El ancho mundo nos resulta
pequeño. Y dicen que somos la esencia del sentimentalismo cuando lo único
cierto es que hasta en capacidad de amar superamos a los otros. No es por otra
parte extraño que un hombre llore virilmente cuando abandona todo a aquello que
más ama para dirigirse en busca, al encuentro, de una suerte desconocida que en
muchos casos le será fatal. Tampoco es extraño que una, una vez triunfante, se
desee el regreso para que la tierra y los seres amados sean testigos de un
victorioso bienestar conquistado a
fuerza de puños, de inteligente trabajo, de hombría. Esto es lo que hace el
gallego, el hijo fuerte de esta brava Galicia, ese hombre sencillo, sereno,
cuyo inmenso valor se refleja en el lento ademán tranquilo con que encara toda
adversidad, en la valiente mirada sostenida que otea a todos los rumbos, sin un
parpadeo, cara a todos los caminos de la noche y del sol. Esto, que no todos
los hombres son capaces de hacer. Hay que ser hijos de esta tierra brava. Digan
aquende y allende lo que quieran. Nosotros demostramos, con hechos, con gaita o
sin ella, que vamos siempre más allá que aquel que llegue más lejos.