El niño –seis años inocentes- había comido el
último mendrugo de pan que quedaba en la casa y ahora dormía sosegado, sin
pesadillas que turbasen su sueño, porque –por ahora- no sabía que la vida es
una guerra en la que siempre triunfan los más fuertes y son estos los que en
verdad pueden decir que viven. Pero el niño dormía, tranquilamente, porque aún
no era capaz de pensar y, además, su papá y su mamá siempre tenían algo que
llevarle a la boca para acallar los alaridos de su estómago pequeñito que, por
desgracia, cada día se hacían más frecuentes. La mujer estaba en la cocina,
sentada en una silla baja, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza
entre las manos; los ojos muy abiertos y la mirada perdida en una lejanía que,
sin duda, estaba más allá de la pared de enfrente; más allá de la ciudad; un
punto remoto que no se sabía muy bien si existía o si, tan siquiera, podía
llegar a existir. En el hogar no había fuego ni restos de calor, porque hacía
mucho tiempo que en aquella casa no se había encendido la lumbre para nada. No
hacía falta tampoco. No había nada que poder cocinar. Ella, de cuando en
cuando, levantaba la cabeza y parecía escuchar; pero luego volvía a ocultarla
entre las manos porque aquella noche solo hablaba el viento y los dedos de la
lluvia, en el tejado de la casa, tamborileaban una música igual. Era el
invierno. El niño, en su pobre habitación, seguía su sueño apacible. Fuera, el
frío lloraba agua y suspiraba viento.
Sonaron unos pasos lentos en la escalera y
luego se escuchó una llamada en la puerta exterior. La mujer se levantó y
caminó, despacio, para abrir. El entró sin saludar y trató de seguir adelante,
el rostro serio y la cabeza vencida; pero la mujer le tiró de la chaqueta hasta
que le obligó a dar la vuelta y a mirarla muy fijo con amargura contenida
bailándole en los ojos; después sonrió, contra su voluntad, porque la mujer le
enlazó el cuello con los brazos y lo besó en el rostro mojado de lluvia. Olvidó
por un momento que tenía hambre y que ella debía de tenerla también.
-
Hola- dijo con lenta voz cansada.
-
Hola, Cris, - respondió la mujer.
Caminaron hacia la cocina y le pronto ella preguntó:
-
¿Qué?
-
Nada –dijo él-. Anda, vete a la cama.
-
Pero... –se obstinó la mujer-; ¿nada entonces?
-
No; nada. Anda, vete a dormir.
Ella bajó la cabeza y caminó hacia la
habitación matrimonial. Pensó que al día siguiente no habría nada para que el
niño comiese. Se arrodillo de cara al Cristo que tenían a la cabecera de la
cama; abrió los brazos en cruz y lloró mucho, silenciosa, largamente, con la
tremenda angustia de los sin pan ni esperanza. Luego se acostó y se durmió
rezando.
Aquella noche el hombre no se acostó y cuando
ella le llamó al despertarse, creyéndole en el estudio, nadie contestó a su
llamada. Se levantó y recorrió la casa sin encontrarle. Había salido llevándose
un lienzo que la noche anterior era una tela blanca. El hombre pintaba; pero
nunca lograra colocar un cuadro. Habían gastado cuanto tenían y él seguía con
su manía de pintar. Cuando la necesidad le obligó, se dedicó a dar blanco a las
fachadas de las casas y a embadurnar de pintura rejas y balcones; pero ahora
era el invierno y no había trabajo ni fachadas que blanquear. Le quería mucho a
Cris, mucho; pero pensaba que jamás llegaría a triunfar como pintor; no valía.
Había llegado el mediodía y el niño lloraba,
pidiendo pan, cuando sonó la llamada en la puerta exterior. Fue una llamada
fuerte que hizo saltar el corazón de la mujer. Corrió a la puerta y abrió.
-
¿Qué?
El la abrazó muy fuerte y la besó en los
labios; hacía mucho tiempo que esto no sucedía; pero era bueno y a ella le
gustaba; sabía que él hacía esto cuando estaba contento...
-
He vendido un cuadro –dijo el hombre.
-
¿Qué?
-
Sí; un cuadro en que aparece una cama, un Cristo,
una mujer que llora con los brazos en cruz y la sombra de una cruz, en el suelo, proyectada por una figura
viva. Me dieron mil pesetas, no es mucho; pero es la comida de un mes y la esperanza que vuelve.
Volvieron a besarse y bebieron agua de
lágrimas. El niño había cesado de llorar. Fuera, la canción del viento parecía
dulce.