Ver
a Lugo es la primera gran ambición infantil, el primer gran deseo, que tortura
el corazón pequeñito, y el cerebro, de los niños nacidos en la provincia
lucense. Ocurre en esa edad en que uno ya ha leído “Las Mil y Una Noches”, es
decir, ya es capaz de discernir entre lo fantástico y lo real y prefiere esto a
aquello. De la maravilla lejana –Bagdad- a la cercana –Lugo- es preferible la
próxima. Este es el momento en que –para el niño aldeano; para el pueblerino-
Lugo (su existencia, su relativamente remota cercanía, el ansia de pisar sus calles
y contemplar sus monumentos, sus edificios, sus plazas y jardines) comienza a
ser problema, pesadilla, anhelo, desazón. Sucede que, como tal problema de
urgente resolución imperiosa, es planteado a los padres, mientras lo grandes
ojos –apenas un parpadeo por minuto- suplican con más intensidad todavía que la
voz delgadita y vacilante. Voz y ojos, como de rodillas, repiten la misma
petición: “Papá, llévame a Lugo”. Y aún, acaso, por las tersas mejillas
sonrosadas, se deslizan lentas lágrimas grandes sin razón alguna de ser.
Recuerdo que yo no necesité
suplicar ni llorar. Un buen día, mi padre –siempre lo hacía así- me miró
cariñosamente desde el otro lado de sus anteojos y dijo: “Vas a ir a Lugo
conmigo”. Y al otro día fui. Al otro día me fue dado ver, primera vez en mi
vida, una maravilla real, es decir una ciudad; la capital de mi provincia. Este
fue mi primer gran sueño logrado. Desde entonces Aladino y su lámpara,
perdieron en mis conversaciones mucho de su preponderancia.
En aquel tiempo no era Lugo
lo que es hoy. Era una chiquilla. Todavía los grandes arcos de las románicas
murallas servían únicamente para penetrar en la ciudad. Ahora sirven también
para salir de ella. Esto quiere decir que Lugo ya es una adolescente. Creo que
algo ha cambiado. Ha crecido mucho, si, pero –os lo aseguro- no ha llegado aún
a ser mujer. Ha de crecer más. Y ha de ser más bonita, si cabe. Pero os estoy
hablando de Lugo en el recuerdo veinte años después de aquella fecha gozosa en
que la conocí. No debo derivar.
En toda ciudad hay algo
fundamental que no puede modificarse; que, incluso, no se deja modificar, ni
por los hombres ni por los elementos. Las ciudades tienen, como los hombres, su
Ángel de la Guarda. El
se encarga de que permanezca inmutable aquello que no debe cambiar. Por eso es
dado que los niños de hoy, a pesar de todo su crecimiento, puedan ver lo que,
realmente, es notable y fundamental en Lugo: las murallas, la catedral, los
soportales, la fachada y torre del Ayuntamiento, el Parque; y el Miño, ese anciano
tranquilo, allá abajo, siempre lento y silencioso, tan bien definido por Manuel
María que recuerdo su verso de memoria:
O río é vello
e sempre vai
calado.
Somentes no
inverno
semella que algo
laia.
Por moito que un o escoite
o Miño non di nada.
Esas son las maravillas de
Lugo. Lo que yo vi, hace veinte años. Esto fue, mejor dicho, lo que vio el niño
que yo era “in illo tempore”. Esto lo que os aconsejo veáis y enseñéis a vuestros
hijos hoy. Pero no olvidéis la suprema maravilla: Jesús Sacramentado os espera
en la catedral, continuamente expuesto y adorado. He ahí por qué Lugo es una
gran ciudad. Esa fue la gran concesión de Dios a Lugo.
He escrito, en tres
cuartillas, lo que, para mí, es Lugo en el recuerdo. He cumplido mi propósito.
Basta.