Cuando
me puse pálido
para decir la palabra
“renuncio”
y bajé la cabeza avergonzado
de ver cuanta ignominia y
cuanta
cobardía puede llevar un
hombre en sí
ninguno de mis cabellos
permaneció impasible
y los oficiales de todos los
ejércitos
que estaban a aquella hora en
posición de firmes
dieron la orden en voz alta
batallón por batallón
a los soldados expectantes:
“Rodilla en tierra” fue la
orden
y todos ellos como yo
pudieron oír los gritos de
protesta
que Dios lanzó sobre la noche
que cubría a las ciudades
dormidas
y que rebotando de pared en
pared
contra las casas en que
escondían
su sueño inútil los vivientes
se perdieron en el vacío negro
que tembló asustado como el
corazón de un pajarillo
que huye de los disparos del
sañudo cazador
mientras se conmovían los
cimientos del mundo.
Desde hoy –no hace falta que
os lo jure-
no diré nunca jamás esa
palabra
aunque volváis a invocar
la memoria de mis padres
muertos
y os arrastréis delante de mí
pues llevo dentro a esa
muchacha
que aceptaba ser madre de esos
hijos míos
que no nacieron de su vientre
y como será ella la que abra
si otra vez osáis llamar a mi
puerta
no dejará penetrar en esta
casa que soy
ni vuestros gestos ni vuestras
voces suplicantes
de plañideras hipócritas
que me obligaron a renunciar a
su amor
sin pensar que por este pecado
mío
el viento un día ha de soplar
airado
sobre mi frente futura.
Ahora voy sin cantimplora y
sin mochila
sin su pan y sin su agua
por los desiertos de mí mismo
rehuyendo todos los oasis
para poder morir de su hambre
y de su sed
sobre la ardiente arena que ha
de comer mi carne
bajo el sol implacable de la
palabra cobarde.
Entonces
la muchacha saldrá de dentro de mis huesos
para besar llorando mis
cenizas
y todos los muertos de todos
los siglos
se levantarán en sus tumbas
gritando “Deo gratias”
porque entonces ya habré sido
perdonado
por esa muchacha que va en mí.