Treinta y dos monos, a simple vista parecen ser muchos monos, incluso demasiados monos. Pero si se considera que esos monos son súbditos de SU GRACIOSA MAJESTAD BRITANICA y que de su supervivencia depende que el peñón de Gibraltar – robado- continúe en las pecadoras manos inglesas o en caso contrario – caso de que se mueran todos los monos- el peñón vuelva a poder de sus legítimos propietarios – que somos nosotros, los españoles-, entonces la cosa tiene miga y hay que reconocer paladinamente que treinta y dos monos, aunque sean chimpancés y súbditos de Su Graciosa Majestad Británica, son en realidad pocos monos, muy pocos, incluso demasiado pocos.
Aquellos de mis lectores que no estén en
antecedentes del asunto se asombrarán algo del título y del tema de este
trabajo mío, pero las cosas están claras, diáfanas, transparentes. Las cosas
están “in”, míreselas como se las mire. De frente, de espaldas, de perfil, por
arriba, por abajo, del derecho y
del revés, las cosas están claras.
Para el que está en el ajo, claro.
Resulta que, según una vieja leyenda, cuando
el último mono haya desaparecido de Gibraltar, Inglaterra no tardará en
seguirle, es decir, los ingleses levantarán el campo y abandonarán el Peñón
detrás del cadáver del último mono. ¡Lo que les faltaba a los ingleses! ¡Seguir
al último mono! My God! Hasta yo me estremezco sólo de pensarlo.
Dice un antiguo refrán árabe: “Siéntate a la
puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”. Y digo yo: Siéntate
en el monte Hacho, de Ceuta, y verás desfilar a la HOME FLEET detrás del cadáver del último chimpancé
gibraltareño. Pero entendámonos: La Home Fleet con todos los ingleses de Gibraltar
dentro, que es lo que interesa y lo que estamos deseando – seamos sinceros-
todos los españoles.
Pero sigamos la flota, digo la historia, de
los gibraltareños chimpancés.
Todo el mundo sabe que, desde hace tiempo,
los ingleses andan de coronilla por culpa de la libra esterlina, porque la
libra, la pobre, está anémica hasta decir basta, tan anémica que ni siquiera
tiene fuerza bastante para murmurar al oído de míster Wilson aquello de “mírame
y no me toques”. Pero todo el mundo no sabe que a principios de este año, allá
por febrero, uno de los chimpancés gibraltareños murió de sarna y que la
enfermedad se propagó rápidamente a los restantes treinta y dos. Culpables, al
parecer, fueron los turistas que, ignorando o despreciando la fatídica leyenda
– fatídica para los ingleses, chimpancés o no- se dedicaban a atiborrar de
chocolate y bombones a los animales, a pesar de los avisos, o quizás a causa de
ellos, colocados “ a darlles co pe” en todos los puntos de la peninsulita.
¡Gran preocupación para Inglaterra!
¡Consternación nacional en la
Rubia Albión! ¡Sarna entre los monos de Gibraltar! ¡Un mono
muerto y los restantes sarnosos! Menos mal que el honorable cabo Alfred Holmes,
veterinario encargado de los chimpancés desde hace unos diez años, que es un
lince en eso de cuidar monos, a fuerza de darles frotaciones de creosota, baños de aceite de oliva y
tratamiento a base de vitaminas y glucosa, pudo vencer la plaga y lograr que
los chimpancés recobrasen la salud. Inglaterra respiró. ¡No se perdía, de
momento, Gibraltar! Supongo que todos los ingleses encenderían un cirio al
santo de su devoción y entonarían, alegres, estentóreamente, el achacoso RULE
BRITANIA.
Alegría momentánea, temporal, interina,
precaria, porque la risa va por barrios y resulta también que los gibraltareños
chimpancés, que eran más de doscientos en otro tiempo, han sufrido múltiples
epidemias en el curso de los años y ya sólo quedan treinta y dos a pesar de la
activa vigilancia del oficial encargado de su supervivencia, el cual, desde
1915, añade tradicionalmente a su título de comandante de la base el más
imponente, pomposo e interesante de “oficial encargado de los monos”. Casi
nada. Ya quedan, pues, pocos monos en Gibraltar y es de esperar que irán
quedando menos cada vez, con ayuda de los turistas, a pesar de que cuando los
importantes chimpancés, súbditos de Su Graciosa Majestad Británica, necesitan
cuidados quirúrgicos son transportados al hospital de la base en ambulancia
militar y atendidos, en los servicios, con tanta atención, por lo menos, como
los soldados. Con razón, porque la conservación de Gibraltar, la permanencia de
Inglaterra en el peñón, no depende de los soldados, sino de los monos, de
treinta y dos monos, exactamente, como acabamos de ver.
Sé que un día, el escéptico lord Bertrand
Rusell dijo gruñendo: “Ya que Franco desea hasta tal punto recuperar el peñón,
¿por qué no envía algún agente secreto que les distribuya a los monos ingleses
bombones españoles?” Sin duda, cuando dijo tal, el escéptico lord Bertrand
Rusell pensaba que la desaparición de los monos haría una economía de
cuatrocientas libras esterlinas anuales a los súbditos, no monos, de Su
Graciosa Majestad Británica.
Muy simpático el honorable lord Bertrand
Rusell haciendo chistes malos a costa de sus compatriotas, los monos de
Gibraltar; pero habría que decirle que los españoles no fabricamos nuestros
bombones con destino a los monos, aunque esos monos sean ingleses, sino para
obsequiar a las lindas muchachas, incluidas las inglesas, que pasean por las
calles de nuestras ciudades y pueblos y
no con ánimo, ciertamente, de que las muchachas contraigan la sarna. En cuanto
a Gibraltar, tanto Franco como el resto de los españoles, sabemos que es una
pera madura que no tardará en caer por su propio peso, máxime considerando que
ya quedan pocos monos en el Peñón, tan pocos, que casi dan ganas de
entonar-llorando-el GOD SAVE THE KING. Una pena. Una verdadera pena. Para los
ingleses, claro está.