Esta
carta es para ti, salvaje magnífico, saltimbanqui del intelecto, ideólogo
hercúleo, Gargantúa sentimental, Quijote vivo, malabarista del sonido, de la
forma, de la palabra, del color.
“Tolle et lege”. Te
escribe un hombre común, civilizado, ciudadano, lógico, ganapán sedentario,
respetable lector de revistas deportivas, jugador de quinielas por ambición y
bebedor mesurado –sólo por presumir- de “whisky and soda” y cócteles “Manhattan”.
Toma y lee.
Te conozco, artista,
desde que escruté el fondo de tus ojos para ver un desfile de teorías
insólitas. Me das pena. No eres hombre práctico. En cierto modo no eres
siquiera. No sabes vivir. ¿Qué piensas? Nadie agradece tu condescendencia
meditada ni comprende tu melancolía inevitable. Tu cabeza es un cajón de sastre
y tu alma una paloma mensajera sin destino. Desprecias a los físicos y tildas
de papagayos a los que disertan, convencidos o no, sobre la influencia
espiritual de las secreciones glandulares. Crees en el supremo valor de las
ideas. Descubres belleza aún en lo deforme y defiendes la definitiva eficacia
del cortés bofetón intelectual ¿Y qué? No sé de qué te sirve todo eso. Los
hombres de la calle nos reímos del viejo Cicerón y vivimos perfectamente sin
Homero y sin ti. Nos importan poco los delirios de Proust “A la recherche du
temps perdu” y no necesitamos la compañía de Beethoven para saborear el café
después de las comidas. Sabemos muy bien que el mundo siguió andando a pesar de
la muerte de Miguel Ángel. Hay que aprender a interpretar la poesía contenida
en un buen plato de merluza a la cazuela. El arte es un sucedáneo del
aburrimiento. Eso es todo…
¿Qué, entonces? Será
mejor que desciendas de tu cumbre dorada y te dispongas a caminar a nuestro
lado. Seremos alegres compañeros de sobremesa, hipócritas expansivos,
propagandistas de los valores vitales sintetizados en el café, la copa y el
puro habano. Y tú aprenderás, así, a ser “un hombre”.
¡Ah! Has taponado tus
oídos con algodón hidrófilo y te has atado con fuertes maromas al palo mayor de
tu navío filosófico. Tanto peor para ti, asceta insobornable. Yo sólo pierdo
una carta.
Escucho artista, tu contestación altiva me dice que lea el “Reclamo”
–“Poesía en Prosa”- de Papini. Leo:
“Si soy mayor que todos, ¿tengo yo la culpa?
Mi estatura es
irreducible.
¿Qué no entro en
vuestra casa? No entro.
Tendría que doblarme.
Mi columna está soldada;
las articulaciones no se mueven con facilidad;
la gentileza me
repudió. No beso la mano de las mujeres.
No me inclino ni para
coger el oro de las aceras”.
Comprendido, artista. No
seré yo quien te reproche el haber crecido desmesuradamente. Nadie puede, en
justicia, acusarte de pedante si crees que la bóveda celeste es un techo casi
decoroso para cobijar tu gigantesca contextura metafísica. Pero te digo mi
verdad: te compadezco mucho más que te admiro. Porque siempre estarás irremediablemente
solo. Porque ningún alpinista del espíritu osará escalar tu montaña para
ayudarte a soportar la tremenda pesadumbre que te causa el haber descubierto
quién eres, ni habrá perros de San Bernardo que lleven auxilio a tu agonía
solitaria. Porque tú, artista, Tántalo increíble, buzo espiritual, olvidado
guerrillero de la belleza, sufrirás la angustia eterna de saberte un extraño
producto simbiótico abandonado en la zona glacial, temible tierra de nadie
desolada, que separa a los hombres de los dioses, Y es inútil que llores,
desesperado, sobre las ruinas de tu corazón de tierra, puesto que nada podrá
transformarte de lo que eres en lo que quisieras ser. Hasta que Dios te dé su
paz.