La sed inconfesada


AUNQUE aquí vaya a tratarse de gestos, errado irá quien imagine.Tendré en cuenta al hacerlo los “Ensayos Liberales” de Marañón. Tan no es así que, para cualquier consciente coincidencia con ellos, me he negado a mi mismo el placer de leerlos. Y la razón que me impulsa a eludir la más que posible influencia del famoso médico-escritor, estriba en que este trabajo me ha sido inspirado por un poeta. Repasando después de haber releído a Manuel María ¿de qué modo podría conjugar, amalgamar en mi cerebro, la suave luz ultraterrena procedente de astral fuente poética con el práctico y deslumbrante resplandor proyectado por la linterna mágica, sí, pero terrestre del doctor? Sin duda acabaría estableciendo pseudofilosóficas compariciones entre pensamientos tricéfalos sin lograr, en definitiva, escribir sencillamente lo que, sencillamente, deseo exponer: la existencia de esa sed ardiente que reseca la garganta del género humano y que solo un poeta tremendamente sincero sería capaz de confesar. “Hay que saber llorar”, escribía un famosísimo autor. Y la verdad es que no sabemos hacerlo. Porque es cierto que el hombre se avergüenza de hacer el gesto poético que le purificaría de muchos crímenes del corazón, de mucho errores de la mente, de mil manchas en la nieve del alma: alzar hacia el cielo las manos vacías, las pobres manos trágicas, y pedir... O decir, simplemente: ¡tengo sed!, como dijo Cristo. Pero he ahí un gesto que raramente se ve.

            Reiteradamente cité a Manuel María –y vengo haciéndolo- porque creo en su valor como poeta y, más que nada, porque en sus versos encuentro verdades dignas de meditación profunda y motivos merecedores de amplio comentario. Corro ciertamente, obrando así, el riesgo de que alguien vea en mis breves ensayos e intermitentes citas manuelmarianas el intento gradual de hacer una exaltación disimulada –si que la haré en su momento, y apasionada- del “Xograr da Terra Chá”. Valga esta confesión para desvirtuar posibles suposiciones infundadas. Y perdóneseme este inciso, fruto quizás de una temeraria sospecha.

 

“... teño sede de xestos cordiales

e de maus amigas que aperten as miñas maus”...

 

Así clamó el poeta en su “Poema en carne viva” del libro “Morrendo a cada intre”, expresando –acaso sin él saberlo- la sed inconfesada de toda una doliente y torturada humanidad. Y yo, al tropezar con la dramática, valiente y angustiosa sinceridad de Manuel María sentí que, fatalmente, había de fundar en ella este trabajo, siendo también sincero una vez más, permaneciendo fiel a esta suprema profesión de hombre que me correspondió desempeñar, aunque luego me acusen de ser esto y lo otro, bien que nadie pueda decir imito al fariseo evangélico, pues verdaderamente yo sé que soy del mismo barro que los otros y, como los otros, siento sed, aunque no lo declare muchas veces.

“Tengo sed de gestos cordiales y de manos amigas que estrechen mis manos...” Nuevamente descubrí, merced a un poeta, la verdad universal que solo un ser singular -¡Torres de Dios: Poetas!, que leí en Rubén- es capaz de presentir y, luego, de expresar con palabras, en forma escueta e intensa, con esa difícil facilidad solo dada a los elegidos para apresar lo inaprehensible y entregarlo a los seres comunes – a los invidentes-, como quien, misericordiosamente, da un pedazo de pan al hambriento.

En un mundo sobrado de ofensivos gestos adustos bien está que haya algunos, por pocos que ellos sean, con valor suficiente para confesar, descubriéndola, la enfermedad hija del siglo, y para iniciar el gesto ejemplar que será principio del remedio. Pues es necesario reeducar a la humanidad en la técnica olvidada del abrazo desterrándola del puñetazo. Es preciso evitar que lo que en tantas ocasiones habría de ser un abrazo cariñoso se transforme, por gracia del ritualismo al uso, en un helado “bienvenido” al que se responde con un “bien hallado”, más gélido si cabe. Porque así el gesto cordial se sustituye con notaria desventaja, por un par de secos pistoletazos verbales. Así, la distancia entre las almas aumenta en progresión geométrica lo que en progresión aritmética los cuerpos se separan. Y no quiero decir con esto que deje de ver un gesto cordial en el acto de entregar a un patriota un bien cargado fusil con el que pueda defender a su país invadido o que no comprenda que, más cordial todavía sería coger uno el fusil, haciendo el gesto del perfecto fusilero, y disparar contra los enemigos de aquella patria amenazada. Ni niego tampoco que, en ciertos casos, sea un gesto cordial hacia los hombres matar a un hombre. O dejar que a uno mismo un hombre, por amor de los hombres, le dé muerte. Sin embargo, con Manuel María una vez más, pienso que es algo importante tener presente esto por encima de todo. Que:

 

“Todal-as solteironas

teñen un gato branco o que mimar,

mentras millós de homes buscan unha mau amiga

i-un corazón que os leve pol-a vida”

 

Que es inhumano recordar al animal cuando el hombre padece necesidad o se ve en peligro de muerte –el hombre o su alma-. Hay que pensar que, algunas veces, una sola sonrisa puede salvar una vida y un gesto cordial, hecho a tiempo, matar la fiera en el hombre o curar las llagas supurantes de un espíritu desesperado. Hombres heridos yacen, en verdad, al borde de todos los senderos del mundo esperando la mano compasiva. Pero, ahora que recapacito, ¿dónde encontrar algún samaritano? Mi tiempo es un tiempo fraticida. El llanto de un poeta ¿qué será? Los fuertes le acusarán de sentimental, “mascando sonrisas de “duro” de cine, mientras los moribundos mueren abandonados a la vera de los caminos de la vida. Y la tierra y el sol y las estrellas, a pesar de todo, seguirán su camino de siglos como si París no valiera una misa y un hombre no valiese algo más que París.