TODOS los años por
estas fechas –San Ramón- me asomo a esta GRAN VENTANA A LA PROVINCIA que es EL
PROGRESO, para dirigir a mi villa un amplio gesto cariñoso que es al mismo
tiempo saludo y adiós. Digo saludo y despedida porque uno no puede adivinar si
al año siguiente podrá acercarse a esta
ventana, apoyar en su alfeizar los codos y dirigir la mirada enamorada hacia la Villa del Sol Tempranero,
mientras el corazón –al galope- musita las palabras rituales: “Hola, amor...
Viejo amor... Yo me inclino hacia ti para depositar el beso lento de mis labios
de barro tibio sobre tu fría piel de tierra...”
Alguien
podrá extrañarse de este apasionamiento, aparente idolatría que en realidad no
lo es, ya que, ciertamente, de Dios abajo, es la Tierra la gran madre y en
ella está el rincón de tierra, que nos vio nacer y crecer y nos verá morir, Y
aún ha de envolvernos en su piadoso manto blando.
Canto
a la tierra, y en ella a mi tierra, porque es digna de ello. Bien lo dijo
Rubén: “Porque tú, ¡Oh la madre Tierra, eres grande, fecunda, de seno
inextinguible y sacro, y de tu vientre moreno brota la savia de los troncos
robustos y el oro y el agua diamantina y la casta flor de lis! Lo puro, lo
fuerte, lo infalsificable”. Y, a mayor abundamiento, citaré aquellas frases que
se leen en “Lo que el viento se llevó”: “La tierra es la única cosa que merece
que trabajemos por ella, que luchemos por ella, que muramos por ella”. Y es
cierto. Pues Dios lo quiso así desde el Principio, Es verdad. Porque de barro
fue hecho Adán –que significa “el rojo”, hecho de tierra roja-. Es cierto. Ya
que la tierra da la vida al vegetal, al animal, al ser humano. El ser humano:
el hombre, ese soberbio, ese pedante,
ese ególatra.
“Villalba,
viejo amor” –titulé mi trabajo. Así lo titulé porque es realidad de verdad y lo
merece. Lo pruebo. Lo demuestro.
Un
hombre sensible; un alto poeta de la tierra gallega, el “Cantor de la Montaña ”, Noriega Varela,
escribía a mi padre corriendo el año mil novecientos veintiséis: “Amícisimo”.
Fui en los primeros días de este mes a Mondoñedo y pasé unos minutos en
Villalba. Al regreso me alejé CON HONDAS SAUDADES de esa tierra cautivadora que
desde muy joven me atrae, que siempre me atrajo...” Y mi propio padre, Antonio
García Hermida, escritor, poeta, periodista, músico –villalbés por encima de
todo, ya desaparecido, un año después, en mil novecientos veintisiete
–encerraba en unos versos, sencillos como él, como su vida, todo el atractivo
que Villalba puede ofrecer:
“Ceyo azul...paxaros...froles.
Maina
brisa...Frescas sombras”.
¡Pájaros!
Acudo a Guerra Junqueiro, porque yo no sabría expresarlo:
Que
bandos de paxariños,
Vêm lá
de campos maninhos,
De
fraguedos, de caminhos,
Jantar
aquí, merendar...”
¡Y campanas! Son, canción, dulce llamada. Las
campanas de Santa María. Campanas... –lo diré con Ángel Fole-: “...campanas de
la saudade.Inaudibles, líricas, transcendentales” Campanas de Santa María de
Villalba: sonidos, mensajes célicos.
Pájaros,
brisas, sombras y flores, Campanas. Cielo azul. ¡Amor!... ¡Amor!...Termino. El
espacio apremia. He escrito, declarado mi amor a Villalba, impulsado por una
extraña fuerza que acaso proceda –como escribió Manuel Fraga Iribarne- de “La
fuerza telúrica de la tierra madre que nos vio nacer y a la que esperamos
volver un día” O ser, quizás, un desahogo necesario provocado por esa locura de
amor que uno siente desde la infancia –según cantó Manuel María- por “... esta
terra que levamos cravada como un coitelo no propio corazón”.
TERMINO.
Voy a cerrar la ventana. Adiós... Hola... Adiós... ¡Villalba, viejo amor!