¿Qué importa, Villalba mía,
si por ti he de quedarme sin mi corazón de niño? ¿Qué importa si, por tu amor,
he de renunciar a mi corazón de ayer? Todo está previsto desde la infancia del
mundo. Incluso este insólito “allegretto” que interpreta en los claustros de la
catedral de mi alma un quinteto increíble de extraños violines inauditos.
Mi canción será tan solo
tuya. Olvidaré las historias y el peso de la vida para quedarme a solas con mi
sangre y contigo confesando a tu oído mi nostalgia de ti. Ignoraré las guerras,
las treguas, las batallas y arrojaré al camino los libros filosóficos. Rodearé
tu cuello con mis brazos amantes y cantaré en voz baja, suave, dulcemente,
mejilla de carne contra mejilla de tierra, las melodías tiernas de mi
tembloroso corazón.
Liberado de todo saber
pedante y de toda reminiscencia libresca, feliz en mi consciente ignorancia
enamorada, abandonaré sin pena a mis poetas preferidos y daré la espalda
despreciativamente a los serios prosistas que tanto admiré. Quedaremos tú y yo
solos, alegres, bajo el gran cielo abierto de los mundos como único testigo de
nuestra cita de amor. Nos uniremos en un abrazo interminable y alegremente le
diré adiós a la tristeza.
Dejaré de leer tragedias y comedias y no pensaré más en la grandeza y en
miseria de ser hombre, peregrino
dramático que lleva la vida al hombro. Y pediré a la diosa Primavera,
apasionadamente, que llueva flores sobre nosotros dos. De margaritas y
trinitarias tejeré una guirnalda para adornar tu cuello y seré feliz al ver tu sonrisa agradecida. Volveré a ser
aquel niño bullicioso que corría alegre bajo el sol por los senderos que cruzan
tus campos pardos y verdes, persiguiendo a las mariposas azules y blancas o
demorándose para asesinar amapolas que ofrecerte todavía palpitantes de vida.
Tropezaré de nuevo y caeré en tu regazo y al abrazarnos nos sentiremos los dos
en uno: porque en verdad yo soy tierra de tu tierra. Villalba mía, que lo eres
todo para mí. Te ofreceré entonces mi corazón de ayer. Un corazón nuevo,
cándido, inocente, de niño de grandes ojos admirados que busca tesoros bajo
todas las piedras del camino y sueña todas las noches con duendecillos vestidos
de colores que golpean varitas mágicas de plata contra brillantes yunques de
oro. Y tú, amante madre emocionada, recompensarás a tu pequeñuelo que te quiere
tanto con besos hechos de luz, de sol y de luna y de relámpagos de cristal de
roca. Luego me iré pequeñito, vacilante, a recobrar mi amarga profesión de
hombre y en mi estatura de bípedo adulto, gris e intrascendente. Pero ya habré
dicho adiós a la tristeza porque entre todos los mundos vives tú para mí y en
cualquier hora, en cualquier instante, podré cantarte esta canción que nace
hoy. Esta canción que será como un rosal florido, solitario habitante del
jardín sin jardinero que es mí olvidado corazón de tierra.
¡Villalba mía! Te llevo en
las niñas de mis ojos. Recorres los caminos de mi sangre. Mi corazón de ayer
late por ti. Tómalo. Cógelo. Escóndelo en tu seno maternal. Es la única joya
que poseo, la rosa más hermosa del rosal abandonado que crece en mi triste
jardín sin jardinero. A nadie quiero darla sino a ti, querida emperatriz de mis
ensueños. Nadie, sino tú, la merece, amada reina de mis soledades. No dejes que
se marchite, solitaria, en mi jardín sin jardinero. No permitas que mi corazón
de ayer se amalgame con mi corazón presente. Arranca de mi rosal la mejor rosa.
Prende en tu pelo mi flor. Guarda en tus oídos mi canción. Así podré decir
adiós a la tristeza y estaré seguro de tu amor de madre. Estaré seguro de mi
amor de niño. Estaré seguro de que este amor será inmortal. Escucha, Villalba
mía, mi cantar. ¿Qué importa si por ti he de quedarme sin mi corazón de niño?
¿Qué importa si, por tu amor, he de renunciar a mi corazón de ayer?