“En un mundo y en un tiempo
en que la causa del hombre tanta necesidad tiene de ser bien servida”. De Gaulle
ha terminado con estas palabras la alocución que pronunció en el Elíseo al
final del almuerzo que ha ofrecido en honor de M. Thant.
La
causa del hombre. Esta frase me ha hecho soñar, pues acababa de realizar la
lectura del libro, desprovisto de todo prejuicio, de toda pasión, que la
enfermera que asistió a Felipe Pétain –él murió con su mano en la de ella- ha
consagrado a los últimos días del mariscal. (1).
Antes de ser trasladado, para allí dar el
último suspiro, a una casa de la isla de Yeu, el más viejo prisionero del mundo
estaba recluido en un fuerte, el de Pierre Levée, cuyos muros rezumaban de tal
modo que era preciso secar hasta las cerillas. Sometido al régimen de “derecho
común”, no podía recibir ningún correo, oír ninguna radio
No
fue sino más tarde cuando Mm. Pétain fue autorizada a llevarle algunas flores
o golosinas. ¿Compartir la cautividad de su marido? Este permiso le había sido
negado. Al principio, ella ni siquiera podía residir en la isla. Le había sido
regalado un viejo Renault que un bravo mozo de la isla conducía; pero cuando
Mme. Pétain, a pesar de la hinchazón de sus piernas, venía a visitar al
mariscal, el auto no era autorizado a penetrar
en el fuerte.
¿La celda del detenido? Muros desnudos, un
crucifijo, único lujo: un lecho de cobre que la señora Pétain no había podido
adquirir sino después de múltiples gestiones. Una humosa lámpara de petróleo.
En un armario las primeras mantas “meonas” que la administración había dado al
condenado, “especie de cobertores de dormitorio común, de un tono indeciso
entre el gris y el marrón y todas agujereadas”.
“Nadie, en la historia,
podrá recusar a Felipe Pétain en su calidad de vencedor de Verdún”. No es un
“pétainista” quien acaba de afirmarlo, sino Alejandro Sanguinetti, ministro de
los “Antiguos Combatientes”. Humanamente, ¿no podría ser concedida alguna
derogación al reglamento penitenciario en memoria de Verdún?
Una circular confidencial
había previsto las condiciones de inhumación en un fortín. El mariscal debía
ser enterrado “civilmente”. Todo lo más, una insignia de su grado o de su
dignidad podría ser colocada sobre el féretro. Estaba especificado que el parte
de defunción no debía contener mención alguna de profesión, ni la fórmula “sin
profesión”
¿Se cortaban los cabellos de
ese casi centenario? Eran quemados para que no pudiese subsistir ningún
recuerdo suyo.
Consigna formal: En el
momento del traslado del fuerte a la casa Luco, ningún curioso debía ver al
prisionero. Las enfermeras debieron confeccionar urgentemente una gran tienda
en tarlatana, una especie de mosquitero.
Terminado los funerales, las enfermeras, antes de
abandonar la isla, quisieron ver una vez más la ciudadela. “Cual no fue nuestro
asombro, refiere una de ellas, cuando llegadas al lugar, vimos en la casamata
del mariscal un equipo del Cuerpo de Ingenieros terminando de derribar las
paredes. Cual no sería nuestra estupefacción al ver esta prisa en hacer
desaparecer los testimonios de un pasado tan reciente, pero cual no fue el
asombro de esos hombres al saber que esas paredes que acababan de derribar eran
las que habían visto los últimos días del mariscal”.
¿La causa del hombre ha sido
“bien servida” con todo eso?
He aquí, lector, la
traducción casi literal de un artículo que ha sido publicado en “L´Aurore”, por
Jean Grandmougin. Es una traducción que yo hice, directamente del francés, sin
añadir ni quitar nada, salvo el título, que en el original reza: “Un homme, le
maréchal?”. Me parece importante y procedente su publicación porque conviene
aprender a servir “la causa del hombre” de un modo muy distinto al que aquí se
refleja. Y porque creo que ese anciano glorioso no merecía las afrentas y los
sufrimientos que le fueron infligidos en los últimos días de su vida. “Homo homini lupus".
(1)
M.A
Combaluzier: “J´ai vu mourir Philippe Pétain" .