Ya conocéis a Gog.
No me refiero al Gog bíblico, sino al de Papini: “... un monstruo que rondaba
el medio siglo, vestido de verde claro. Alto, pero mal hecho. No tenía ni un
pelo en toda la cabeza: sin cabellos, sin cejas, sin bigotes, sin barba. Un
bulbo informe de piel desnuda, con excrecencias
coralinas. La cara era anchísima, de un encarnado oscuro, casi pavonado,
Un ojo era de un bello celeste casi ceniciento: el otro, verduzco con estrías
de un amarillo de tortuga. Las mandíbulas eran cuadradas y potentes; los
labios, macizos, pero pálidos, se abrían en una sonrisa metálica, de oro”.
Me
asomé al balcón de mi casa, en Villalba. Un cielo bajo y sucio planeaba sobre
el pueblo, como un gran pájaro funesto, a la altura de los tejados. Era un
cielo denso, viscoso, pesado. Un cielo fúnebre y plomizo, cargado de agorero
silencio. Un cielo abominable que parecía querer desplomarse sobre las casas a
poco que cediesen en su esfuerzo titánico las torres de la iglesia, el árbol y
el castillo, únicos pilares sobre los que daba la sensación de sostenerse. De
pronto, llamaron a la puerta y el martillazo resonó, como un trueno, en toda la
casa.
-Preguntan
por ti –vino a decirme mi mujer.
-¿Quién
es?
-No
sé. Una especie de diablo o algo así.
Salí
a recibir al tipo, Era Gog, Le conocí en seguida. Era el diabólico, el
monstruoso, el sofisticado Gog.
-Buenos
días –dijo.
-Regulares,
señor Gog. Ya que usted es Gog. ¿No?
En
efecto –respondió-. Sabía que me reconocería.
-¿Y
a qué debo el honor de su visita?
-Si
me invita a pasar procuraré ser breve. No es usted muy diplomático –comentó
sonriendo.
-Bien
–contesté. Pase, aunque no me gusta mucho recibirle bajo mi techo. Sé que es
usted un pájaro de mal agüero. Y perdone por la franqueza.
-No
importa –atajó rápido-. Su sinceridad es una de las causas que me han traído
hasta aquí.
Le
conduje a mi cuarto de trabajo. Le ofrecí una silla y tomé otra para mí.
-Al
grano, señor Gog. ¿Qué desea?
-Verá
–comenzó. Usted ha leído “Gog” y “El Libro Negro”, de manera que no necesito
informarle sobre mi compleja personalidad ni tampoco le extrañará nada de lo
que voy a decirle. Se trata de una nueva experiencia que pienso acometer.
Llámale capricho, si lo prefiere. El caso es que quisiera comprar su cerebro.
-¿Cómo?
¿Comprar mi cerebro?
-Sí;
pero no se asuste. La cosa no es tan urgente. Según mis cálculos, su cerebro
vale aproximadamente millón y medio de
pesetas. Esa cantidad le será abonada en diez años a razón de ciento cincuenta
mil cada año o, si lo desea, en plazos mensuales de doce mil quinientas
pesetas. Una vez transcurridos los diez años y en su poder la totalidad del
dinero que le ofrezco, un delegado de la “Universidad del Homicidio”, pagado
por mí, sin que usted sufra ni lo presienta, se encargará de proporcionarle una
muerte dulce y de remitirme, por correo certificado, su cerebro, bien preparado
y conservado para su posterior utilización. Y piense que le doy todas las
ventajas pues si, mientras tanto no se cumple el plazo fijado, usted muere de
muerte natural o de accidente, lo habré perdido todo. Es claro que deberemos
redactar el pertinente contrato de compraventa.
-Muy
interesante, señor Gog, ¿Y por qué le atrae mi cerebro habiendo tantos sabios
por ahí que no saben que hacer con los suyos? ¿Acaso quiere usted cerebros
baratos solamente?
No,
no –respondió Gog. No se trata de eso. En su cerebro hay algo que me interesa
en orden a la experiencia que quiero efectuar. Usted es sincero, fogoso,
idealista y pesimista, curioso, liberal, lógico y exaltado, voluntarioso y
apático, egoísta y pródigo, civilizado y primitivo, fanático y comprensivo y
unas cuantas cosas más. En fin, créame, resultaría una “rara avis” si su
inteligencia hubiese sido metódica e intensamente cultivada. Y es lástima,
porque hubiera podido ofrecerle una cantidad mucho mayor.
-Bien,
bien, señor Gog –repuse-. ¿Y puede decirme que clase de experiencia es la que
intenta o que extraña especie de capricho desea satisfacer?
-Es
muy sencillo, querido García Mato. Usted oyó hablar del superhombre de
Nietzsche. Conoce también la teoría de la evolución de las especies que,
inexorablemente conducirá a él. No ignora tampoco que existe una nueva y
maravillosa técnica para lograr el trasplante de cerebros. ¡Voila! Ahí está
todo. Yo no quiero ni puedo esperar, por razones de edad, a que la Naturaleza concluya su
labor y la evolución natural, segura pero muy lenta, nos dé finalmente el
superhombre. Aprovechándome de la novísima técnica y de mi dinero, quiero
“fabricar” un superhombre, mi superhombre, artificialmente. Refundiendo en uno
sólo lo mejor de los cerebros seleccionados por mí, llegaré a ese resultado. Y
si la experiencia es positiva, como creo, yo mismo seré el segundo superhombre,
padre, sin embargo del primero, que me tendrá que estar reconocido. Luego,
hacernos dueños del mundo será un juego de niños para mi “hijo” y para mí. ¿Qué
le parece?
-Odioso,
señor Gog; inhumano y horrible. Márchese, haga el favor, y no vuelva más por
aquí.
-Lo
siento –dijo Gog, levantándose y tendiéndome la mano que aparenté no ver-. Lo
siento porque tendré que efectuar una nueva gestión y no me conviene perder
tiempo. Aún me faltan veinte cerebros para completar el cupo que considero
necesario.
Le
acompañé hasta la puerta y marchó, silencioso, con la cabeza baja. Unos días
más tarde, el cartero vino a casa y me entregó un paquete certificado.
¿Quién
remite? –pregunté al cartero.
La “Universidad de Homicidio” –dijo-.Viene de
Tánger.
Abrí
el paquete, apresuradamente, y dentro encontré un cráneo limpio, brillante,
reluciente, de mandíbulas “cuadradas y potentes”, con una tarjeta que decía;
“Señor Mato: Al fallecer el señor Gog, víctima de rápida enfermedad, cumplimos
el encargo que él nos hizo –ya sabe lo excéntrico que era-, y le remitimos su
cráneo convenientemente “mondado”. Saludos”.
Exultando
de gozo, rápido como una exhalación, salí de casa con el cráneo de Gog en la
mano derecha, bien sujeto por las cuencas orbitarias. Corrí hacia la Plaza de Santa María y allí lo tiré al suelo para utilizarlo como
pelota. Allá abajo, haciendo de portero, entre la “Casa Paz” y la de doña María
Carreiras, en el callejón que conduce a Tras do Puxigo –un tiempo estercolero y
depósito de desperdicios-, se encontraba mi amigo Luis José, Licenciado en
Filosofía y Letras. Avancé raudo, como cuando era niño, llevando pegado al pie,
tal si fuese el balón, el cráneo de Gog, y al llegar a la altura de la puerta
de la iglesia, lancé un zambombazo tremendo, un disparo potente, colocado,
escalofriante, imparable. Mi amigo Luis José se adelantó gritando, con los
brazos abiertos en un gran gesto inútil, porque el balón, es decir, el cráneo
de Gog, pasó como un rayo por debajo de su brazo izquierdo y se perdió Tras do
Puxigo.
-¡Gol!
–exclamé jubiloso. ¡Gol a la
Filosofía !
Cuando,
desperté, los rayos del sol penetraban en mi habitación y, a través de los
cristales del balcón, se divisaba un cielo azul, alto y puro, alegre, riente y
juvenil.
Ya
sé que el profesor Freud buscaría y construiría raras interpretaciones sexuales
sobre mi sueño. Yo pienso que, soñando y simbólicamente, subconscientemente
psicoanalíticamente si quieren, derroté a todos los sofistas de todas las
escuelas en un partido que gané por uno a cero. Eso es todo. Lo siento por el
cráneo de Gog, que fue a parar entre el estiércol, aunque, bien mirado, uno no
tiene la culpa de soñar cosas así. Son cosas del otro yo.