“Más ¿a quién compararé Yo
esta raza de hombres? Es semejante a los muchachos sentados en la plaza, que
dando voces a otros de sus compañeros, les dicen: Os hemos entonado cantares
alegres y no habéis bailado; cantares lúgubres, y no habéis llorado”.
(Mateo 11, 16-17)
CIELO negro. Altas estrellas. Un viento roto
y rastrero restalla, desgarrándose, como una melancólica bandera vencida,
abandonada en su mástil por inútil. Misteriosa y oscura, envuelta en un gran
manto de silencio, la noche escucha, callada, el latido acelerado del inmenso y
antiguo corazón del mundo, Y la
Tierra , expectante, presiente un angélico canto esperanzado que anunciará la Buena Nueva del
nacimiento de Cristo: “Gloria in excelsis Deo et in Terra pax hominibus bonae voluntatis”.
Más ¿dónde están los hombres de buena
voluntad en este tiempo fratricida? Los hay, sin duda, pero yo quiero
presentar, un escorzo, la otra cara, la cara mala de mi tiempo, que es un
monstruo bifronte.
Silueta
vaga y medrosa, bulto difuso, oído atento, ojo avizor, nervioso y alerta,
corazón taquicárdico, espía nocturno, guardián de los suyos, temeraria
avanzadilla temblorosa, a diez pasos de la alambrada, el centinela vigila el
sueño de las trincheras dormidas mientras la muerte hace su ronda tocando con
su gran índice invisible el pecho de los predestinados que mañana han de morir.
Es la guerra: cuatro tétricos jinetes galopantes, tenaces, incansables. Es el
castigo de los siete pecados.
Fueron
dos héroes para dos tumbas perdidas, dos vidas para dos cruces de pino, altas
como su juventud. Son dos pensamientos amargos como lágrimas.
Figura
enlutada, hierática máscara, sienes de plata, corazón de betún: de rodillas
ante un Niño Jesús de plástico, una
madre dedica plegarias fervorosas al recuerdo de dos sonrisas de veinte años.
Arriba, altas en el cielo, se encienden cuatro estrellas que la miran,
brillantes como ojos de niño. Es la fe.
Abandonada,
personaje trágico, rostro serio, cabeza vencida, sonrisa olvidada, noches
insomnes, días sin fulgor. La esposa del soldado besa los piececitos –blanco de
nieve, tibieza del sol- del más pequeño de sus hijos. Desde una litografía
colgada en la pared –luenga barba, largos cabellos- la mira, sonriente, un
Jesús de treinta años. Ella, inconsciente, repite la súplica eterna: ¡Señor,
que vuelva! Es la esperanza.
Encarnación
de la tristeza, gesto humilde, porvenir incierto, acobardado corazón, lobezno
bípedo, hambriento vagabundo, figurilla desmedrada, ojos sin resplandor: el
pobre huérfano tiende la mano al transeúnte. Ignora que acaso morirá,
solitario, vencido por la miseria, sin saber que Él dejó dicho: “Dejad que los
niños se acerquen a mí, porque de ellos es el reino de los Cielos”. Es la
olvidada caridad.
Extrañas
figuras navideñas. Sombrío retablo, dramático cuadro, trágico tapiz. Sí, porque
no tenemos derecho a creer que todo se arregla construyendo hermosos
Nacimientos, si no cumplimos el mandamiento que el Niño vino a traernos: “Amaos
los unos a los otros como Yo os he amado”. Nada se arregla si nos limitamos a colocar lindamente,
estéticamente, simétricamente, pastorcitos de barro, ovejitas de caucho,
bueyecitos de madera, burritos de cartón, ante un establo de corcho.
Esto
es un cuadro negro. Sí, porque no tenemos derecho a olvidar que Jesús nació en
un establo verdadero, es decir, en una verdadera cuadra y que María “recostóle
en un pesebre porque no hubo lugar para ellos en el mesón”. No tenemos derecho
a ignorar que los hombres se odian y que
tales cosas pasan en el mundo y tales personas viven sobre la misma tierra que
nosotros, quizás muy cerca, quizás al otro lado de la pared que les separa de
nuestras vidas alegres. No tenemos derecho a desentendernos de los que sufren
ni a desconocer que, lontano, ominosa silueta, se alza un Calvario que espera
tres cruces. Hoy, como ayer, existen Anás, Caifás, Herodes y Poncio Pilatos.
Hoy, como ayer, Barrabás es preferido a
Cristo porque Jesús nos dice la verdad y la verdad roe, como una rata, los
corazones de los hombres.
Pero,
os diré, me falta una figura en el retablo. Me falta una figura del hombre
feliz.
Por un abrupto sendero montañés, zurrón ventrudo, pan y vino, barbudo y harapiento,
alma tranquila, ojos de lucero, despreocupado, paso terne, ledo corazón, camina
solitario, silbando blandas canciones navideñas, un valleinclanesco “pobre de
pedir”. Y este es el hombre feliz porque sabe que el sermón de la Montaña empieza así:
“Bienaventurados los pobres porque vuestro es el reino de Dios”.
Leves
hojas arrastradas por el viento voces de niños que ignoran el dolor, dan la
vuelta al mundo cantando villancicos:
Cargados camellos.
Caminos de arena.
Altos dromedarios.
Luz de luna llena.
Los magos de Oriente
Siguen a la estrella.