El día 9 de
noviembre de 1965 a
consecuencia de una avería sufrida por las grandes líneas de conducción de
energía eléctrica del Norte de los Estados Unidos, la vida de nueve Estados se
detuvo por espacio de diez horas. Grandes ciudades, entre ellas Nueva York, se
encontraron de repente sumidas en las tinieblas y forzadas a una paralización
total. La angustia apretó los corazones. Doscientos mil kilómetros cuadrados
del territorio estadounidense quedaron sin luz y treinta millones de personas vivieron la noche más
larga de su vida, es decir, una extensión territorial equivalente a la mitad de
Francia y una población aproximadamente igual a la de España, sufrieron las
consecuencias del insólito y gigantesco apagón. Más tarde se cifrarían en
millones de decenas de dólares las pérdidas ocasionadas por el imprevisto paro
forzoso de múltiples industrias y servicios de vital importancia. Una avería en
los cables de alta tensión prolongada durante unas horas, demostró la
vulnerabilidad de una civilización que depende absolutamente de la técnica y probó
la fragilidad del talón de Aquiles del mundo en que vivimos y en el que,
ineludiblemente, hemos de seguir viviendo.
Esa
avería sin precedentes, por su magnitud, en el globo terráqueo, me servirá de
base para lo que voy a exponer respecto al descanso dominical absoluto o sea, al descanso dominical sin
excepciones, total, de todos los que trabajan en toda la nación –o en toda el
planeta, si se prefiere-, pues eso sería lo ideal, lo deseable, lo equitativo,
lo justo. ¿Puede llegarse a ello dada la complejidad, diversidad y
multiplicidad de funciones de vital necesidad que el hombre moderno, actual, ha
de cumplir, sin provocar un colapso de incalculables proporciones, de quizás
mortales resultados para la vida de la comunidad? Creo, sinceramente, que no.
De ahí a poder afirmar, fundamentalmente, que el descanso dominical absoluto es
una idea a tratar en los dominios de la utopía y la quimera no hay más que un
paso.
Consideremos
la ordenación nacional que inmediatamente nos afecta. Son bastantes las
excepciones que muestra la ley sobre Descanso dominical señala y entre ellas,
sintomática, esta: “Los trabajos que no sean susceptibles de interrupción”.
Vamos a ver, entonces, como la “posibilidad teórica” del descanso dominical
total se transforma en “imposibilidad práctica” si hemos de vivir de acuerdo
con las exigencias del tiempo presente.
Funcionan
en domingo –se estima que necesariamente-, los servicios telefónicos, las
líneas regulares de viajeros, los ferrocarriles, líneas aéreas y marítimas,
transportes urbanos, servicios policíacos, hoteles y restaurantes, las fábricas
suministradoras de energía eléctrica, la radio, la televisión, los espectáculos
de todo orden, los puestos aduaneros, los bares, las cafeterías y tantos otros
servicios imprescindibles que se haría largo citar. Miles de personas trabajan
en domingo, por obligación, para que otras muchas puedan descansar
y...divertirse. ¿Podemos, de golpe y porrazo, multiplicar por 2,4 y luego por
52 –domingos del año- el paro forzoso total que sufrieron nueve de los Estados
de la United States
of América y parte del Sur canadiense? ¿Seríamos capaces de suspender toda
actividad, a escala nacional, razonando en frío, de modo voluntario y
consciente, cincuenta y dos días al año, sin contar los restantes días festivos?
Existe la posibilidad teórica, sí; pero una decisión semejante, si dependiera
de su libre albedrío, no se le ocurriría ni al que asó la manteca. Las pérdidas
materiales, prescindiendo de otros riesgos a correr, se cifrarían en miles de
millones de pesetas. Irrealizable, en consecuencia, el descanso dominical
absoluto. Y como el problema es general, internacional, mundial, en modo alguno
puede circunscribirse, sujetarse, limitarse, a los intereses de un grupo o de
una clase y menos cuando existe “perjuicio de terceros” en grupo mucho más
numeroso que el formado por aquellos que trabajando en domingo
“voluntariamente” pretenden dejar de hacerlo aunque para ello sea preciso
“obligar” al descanso a quienes “necesitan” trabajar un domingo cada mes. Es obvio
que me refiero, descendiendo de lo general a lo particular, a la debatida
cuestión de la supresión de ferias dominicales en la provincia de Lugo. Haré
notar, de paso, que tal supresión se basaba en razones “exógenas” a las
comarcas interesadas. Perdone el lector si de peldaño en peldaño y sin querer,
he venido a parar aquí. Perdone en gracia a que “me duele mi pueblo”, Villalba.
El
espacio se impone y debo terminar, pero no sin decir que, en contra de lo que
pueda parecer, el mundo tiende, propende –porque lo necesita- al trabajo
ininterrumpido. En contrapartida, según el economista Jean Fourastie, allá por
1975, en los países verdaderamente progresivos, la semana de trabajo será de
cinco días y las vacaciones anuales de seis semanas. Se deduce que los hombres,
los trabajadores, descansarán no uno sino dos días a la semana, pero no todos
necesariamente en domingo sino aquellos días que el plan general de trabajo
determine. Ello tendrá, en mi opinión, sin duda alguna más ventajas que
inconvenientes, sobre todo para los ciudadanos. El descanso es deseable,
necesario, lícito, legal, por lo menos un día a la semana; pero ello no quiere
decir que todo el mundo pueda y deba descansar el domingo. Si así lo hiciéramos
en el descanso llevaríamos la penitencia.
Creo
que está bastante claro que hablar del descanso dominical absoluto es utópico y
quimérico. La aplicación del razonamiento a casos particulares y concretos es
factible en el mismo sentido. “Como se quería demostrar” –dicen los
matemáticos.