No es extraño que
los que escribimos, sobre todo cuando lo hacemos con cierta prisa, cometamos
algún imprevisto y por ello perdonable, aunque lamentable, “lapsus”. Por eso
este título, que parece una broma, no es tal chanza sino que presupone una
rectificación que debo hacer, en honor a la precisión, al trabajo que
últimamente publiqué bajo el titulo de “Mi escudo villalbés”. En efecto, donde
escribí “el sol poniéndose tras el puente”, debiera haber escrito “ el sol
naciendo tras el puente”, puesto que, de lo contrario, en vez de aludir, como
yo pretendía, a la Villa
del Amanecer, recordaría a una “villa del Atardecer”, que no conozco, aunque
puestos a pensarlo podríamos también aplicar tal denominación a Villalba, sin
mentir, pues tampoco es raro poder contemplar impresionantes, bellísimos,
magníficos, gloriosos crepúsculos vespertinos, dignos de la pluma de un
Chesterton, en la villa en la que el sol madruga, levantándose entre Goiriz y
Lanzós, cuna esta parroquia de aquel Alonso famoso que “abrigaba en su cuerpo
de hierro un corazón de acero”, para retirarse tarde, pesaroso como un niño
forzado a irse a la cama antes de tiempo, del lado de Mourence, la tierra que
guarda los restos de nuestro dulce poeta
Chao Ledo. ¡Y hay que ver que tonalidades de oro viejo cobra la antigua,
noble y notable, majestuosa, incomparable torre villalbesa, al recibir sobre
sus viejas piedras la caricia nueva de los postreros, suaves, tibios y lentos
besos luminosos de ese gran sol poniente que inunda al pueblo de cambiantes,
vivos, refulgentes destellos de plata y de cristal! pero dejándonos de lirismos
he aquí –pues “no hay mal que por bien no venga”- que ese impensado “lapsus”-
juro que no lo hice a propósito- me permite hacer un nuevo comentario, el
último, sobre “mi escudo” villalbés.
Quisiera yo – y
mis lectores ya lo saben- que en el escudo de Villalba, tal y como lo concibo,
figurasen la torre y la estrella y el árbol y el puente y el agua y el sol. Y
lo quisiera porque...
La vieja torre
feudal, testigo del valor de los villalbeses que se alzaron contra Nuño Freire
y Andrade en 1431, ya que “no lo podían soportar”: testigo de la sublevación de
los heroicos Hermandiños y de las temibles galopadas de Alonso de Lanzós, que
los acaudilló hasta que “ella”, la
Casa de Andrade, “ella lo destruyó” – tal dijo Vasco de
Aponte. Esa vieja torre feudal, reconstruida en su forma actual, hacia 1480,
por aquel Diego de Andrade que dijo a los Reyes Católicos, orgullosamente, “que
no quería ser Conde de lo suyo”, alojamiento del primer embajador inglés que
vino a España, después de terminada la guerra entre la orgullosa Isabel y el
tétrico Felipe II, esa vieja fortaleza, “la más espectacular torre del homenaje
que se alza en gallegas tierras”- así la definió Trapero Pardo-, encierra en sí demasiada historia, bien que
no sea nuestra particular historia, para que podamos ignorarla, olvidar su
altiva, arrogante presencia, arrojando así por la borda el recuerdo de las
raíces profundas que nos unen a nuestros antepasados de otros siglos, la
evocación de antiguas leyendas misteriosas, la lección viva que nos dan los
pétreos restos seculares evocadores de gestas gloriosas no por pasados menos
ejemplares.
Ahí está, y hasta
el fin de los siglos en nuestro escudo debe perdurar, esa “maestra de
geometría” que –dijo Cunqueiro- es la torre que los Andrade nos legaron.
Como alusión
histórica a aquel Fernán Pérez de Andrade, O Boó, a quien Pedro I, el Cruel, en
1364, dio el castillo y el señorío de Villalba, privilegio que confirmó más
tarde, en 1373, don Enrique de Trastámara, el de las Mercedes: como alusión,
digo, a aquel Fernán Pérez que, dicen las crónicas, hizo levantar siete
puentes, siete iglesias, siete hospitales y siete monasterios, el puente en el
escudo de Villalba evocaría, por otra parte, las dos fuertes palancas gallegas
y por ello villalbesas, las dos grandes fuerzas galaicas que son – dice Paz
Andrade- la sangre y el agua, fuerzas a las que Villalba, pueblo gallego si los
hay, debe todo cuanto es y deberá todo cuanto llegue a ser. Y luego –por algo
definí un día a Villalba como la
Mesopotamia de Galicia- aquí has de llegar y de aquí has de
salir salvando un puente, sea cual sea el rumbo al que te diriges. Puentes
entre los que se encuentra uno de los que Fernán Pérez hizo construir pues,
según Fraga Iribarne, “uno de estos hubo
de ser el predecesor del que aún hoy se llama “Ponte dos Freires”, pues Freire fue
uno de los nombres que usó la
Casa de Andrade”.
La estrella, que
era –nos dice Manuel Mato- emblema de doña María de las Mariñas, esposa de
Diego de Andrade, el reconstructor de la torre, simboliza además el alto
idealismo que es una de las más nobles cualidades que distinguen a los
villalbeses, siempre conscientes de que la vida no vale la pena de ser vivida en
el simple plano de lo material y por ello son amantes apasionados de cuanto
puede servir para elevar al hombre en el orden espiritual, para acercarle el
ángel que todos podemos ser y alejarle de la bestia que todos, por desgracia,
llevamos inherente al ser.
Y el árbol, en
fin, ese gigante, secular, frondoso árbol villalbés, que maravilla a cuantos le
contemplan, símbolo vivo del vigor y de la fuerza, del cariño a la tierra y del
ansia del cielo, tal como solamente un vegetal puede expresarlo, parece compendiar
en sí el doloroso, profundo, apasionado amor que los villalbeses sentimos hacia
el terruño que nos vio nacer y la nostalgia del cielo que nuestros dilatados
horizontes pusieron en nosotros desde el día en que, por vez primera, perdidos
los ojos en la lejanía, comprendimos cuanta grandeza y al mismo tiempo cuanta
miseria se encierra en este pequeño ser llamado hombre.
Por eso y para
que un día nuestro árbol querido sea algo más que una placa metálica en el
suelo, cual pasó al famoso Carbayón ovetense, la “Pravia” villalbesa debe pasar
al escudo de Villalba.
La torre y la
estrella y el árbol y el puente y el sol. La sangre y el agua: ¡VILLALBA!