REMOTAS y frías, en un extraño Morse aún ignorado por los audaces
astronautas de la hora presente, las estrellas telegrafían a la noche su
continuo mensaje indescifrable. Más abajo, una luna gigante y redonda con cara
de niña compungida, se lleva a los ojos finos pañuelos de nubes transparentes
para limpiarse gruesas lágrimas –invisibles para mí a causa de la distancia-
provocadas por no sé que enorme, cósmico, ingente dolor universal. ¡Dramática
tristeza, trágica soledad, amarga viudedad milenaria de la luna! Patético
lirismo de las noches plateadas que hace pensar –me hace pensar a mí- en la
acerba pena desesperanzada de las abandonadas infecundas. La luna, solterona,
sufre un dolor antiguo que, de tan intenso, se hizo luz.
Yo, transeúnte
pensativo, camino, bajo la noche blanca por el plano inclinado de los barrios
extremos de Villalba, donde el pueblo alarga hacia el campo las narices para
alcanzar más pronto el fresco olor a tierra y a flor y a hierba húmeda y
segada. Sin pretenderlo evoco a Juan Ramón: “Hay un canto roto de grillo, una
conversación sonámbula de aguas ocultas, una blandura húmeda, como si se
deshiciesen las estrellas...” Sí: hay un canto roto de grillo y un sapo,
solista, músico veterano, que toca su flautín ensayando agudos monocordes. Y
hay un cantar campesino olvidado en el aire: algún mozo enamorado que ronda...
Ya se sabe: “Os amoriños primeiros...” Lejos, los perros centinelas ladran a la
noche, o a la luna, o al desconocido nocherniego. Algunos, simplemente, “presos
nas airas, a folgar, ladrando por ladrar” que dijo el juglar de Tierra Llana.
Por asociación recuerdo el “Xan Soldado” de nuestro Manuel Mato polifacético:
“Lonxe, nas eiras... Ladran os cás...”. Y pienso que los ladridos de los perros
lejanos son carcajadas de la noche. Todo es posible en esta Galicia que vio
nacer a mi señor Valle Inclán. Todo puede ocurrir en esta Villalba mía que
ahuyenta con flores y “ramallos” a las brujas, la noche de San Juan.
Paseo, lento, por el
plano inclinado de los barrios extremos villalbeses. La noche huele bien: a río
limpio, a tierra mojada, a pino presumido y joven. El pueblo, mí pueblo, en
gimnástica postura de “tierra inclinada”, bañado todo por vaga luz espectral,
luz blanca de leche o de espuma marina, parece hecho de aluminio sucio. Y la
torre de los Andrade, herida por los destellos de la pálida aventurera
nocturna, cobra, camaleónica, en las partes que deja al descubierto su larga
cabellera de hiedra, un fantástico color de bronce oscuro no previsto por la
técnica atómica ni por los pintores del
“Arte otro”. Bronce irreal, fantasmal, insólito, misterioso. Bronce de cuento
de hadas, o de duendes, o de brujas, o de magos. Larga cabellera preciosa, hoy
desnuda, de moza casadera de otros tiempos. Motivos para un relato de mundos
muertos y amables escrito por un Cunqueiro del siglo treinta. Motivos
villalbeses para un escultor de metáforas.
Desde su torre del
templo de Santa María desciende y llega a mí, lenta y profunda cargada de
nostalgia del viejo padre Miño, la voz de abuelo del anciano reloj que anuncia
a los villalbeses la muerte de las horas. Es una voz antigua, monótona y seria,
que se arrastra sobre el suelo de la noche, invadiéndolo todo, palpándolo todo
–las casas, los árboles, la piedra y el agua y
la sombra y la luz- con sus largos dedos delgados, ágiles y sensitivos,
de pianista del infinito. Una... dos... tres... Las tierras altas de Mourence,
donde habita un eco bisabuelo, devuelven el sonido hacia Villalba. El eco y el
reloj juegan al tenis nocturno, la red, el río Magdalena. Una... dos... tres...
El eco mourenzano es un gran viejo insomne y burlón que le cuenta a Chao Ledo
cuentos de romería y le habla al poeta del Tardad que tanto amó: “Tardade, niño
de amores- Ond´a pombiña descansa...”
Vuelta la espalda al
campo y al olor bueno de la noche, regreso. El centro del pueblo es un trozo de
silencio iluminado donde el gran árbol secular se yergue, altivo, mudo,
silencioso, inmóvil, para mejor escuchar la respiración de la noche. Y herido
desde arriba por los cuchillos de luz de la triste vagabunda del espacio,
proyecta sobre el suelo adoquinado una sombra gigantesca, quieta y oval. El
árbol está solo con su sombra escrutando a la noche y soñando sueños de otros
siglos. O quizás, los gruesos brazos vegetales abiertos, tendidos hacia el
cielo en un gran gesto suplicante, reza... ¿Por mí?
Yo sigo deambulando,
también solo, solo con “mi hondo corazón sin par...” Y pienso, desolado,
mientras cruzo la noche blanca y mágica, que hay caminos sin mí.