“España al doble”. En esta frase que ha
circulado, difundida por la prensa, a través del territorio nacional, se resume
el ambicioso proyecto del Gobierno de poner en marcha un Plan de Desarrollo que, en etapas sucesivas,
levante a nuestro país a la altura de las grandes naciones europeas. Se trata,
en definitiva, de acometer, más que la
renovación, la transformación total de anticuadas estructuras industriales,
agrícolas, comerciales y educativas que hasta el presente nos sirvieron de
sostén. Se pretende acoplar motores nuevos a la antigua nave española
haciéndola capaz de emprender una nueva singladura que le permita arribar sin
peligro de naufragio al puerto añorado de un nivel de vida “europeo” para todos
los españoles. Este nivel de vida exige que nuestra nación salte en pocos años
de su actual categoría de “pueblo subdesarrollado”a la superior, propuesta como
meta necesaria, de “país plenamente desarrollado”, es decir, de pobre a rica,
de inferior a igual, de supeditada a comanditaria. El esfuerzo ha de ser
enorme, el salto espectacular, y el resultado previsto y ambicionado se habrá
hecho realidad cuando el hombre español, excepción hecha de convidados y
zánganos, pueda percibir una renta “per capita”, cifrada en dólares, idéntica a
la que perciben los trabajadores de aquellos países de Europa que hoy marchan
en cabeza gracias a su floreciente y firmemente sostenido nivel económico y
cultural.
Puestas las cosas así, los españoles nos las
prometemos muy felices. Ya era hora –se dice. Se crearán nuevas industrias y se
mejorarán las existentes. Se intensificará el comercio interior y exterior.
Dispondremos de millones de nuevos puestos de trabajo. El campo será mecanizado
y trabajado intensa y racionalmente. Se duplicará la producción en la industria
y la agricultura. Se incrementarán los sueldos y salarios. Aumentará la
capacidad adquisitiva y, en consecuencia, la demanda de productos de toda
especie con repercusiones favorables en los terrenos de la producción, de la
distribución y del cambio. Y la “inversión humana”, en el orden educativo,
llevará a todos los españoles la mínima cultura necesaria para ser un hombre
del tiempo presente. ¡Ya era hora!
En efecto, ya era hora; pero el hombre
español ha de tener en cuenta que si el Plan de Desarrollo es eso que se dice y
mucho más, su logro depende en su mayor parte del esfuerzo que él mismo, él
individualmente, ponga en conseguirlo porque, realmente el éxito del Plan, a
pesar de la gigantesca aportación que el Estado hace, depende de todos y cada
uno de los españoles, de su esfuerzo cotidiano, constante, continuado; de su
trabajo consciente, de su deseo de superación, de su laborar cuidadoso y
tendente al fin propuesto y, en suma, de su tenacidad, puesto que, lo ha dicho
Franco: “Un defecto de nuestro carácter es el de realizar grandes esfuerzos para dejarnos caer más
tarde en la laxitud y la confianza”.
Ante el plan de Desarrollo, ya iniciado se
impone pues, al hombre español, sobre todo, un examen de conciencia que le
permita darse cuenta de sus errores y abandonar como quien arroja un pesado
lastre, su mentalidad estrecha, su espíritu insolidario, su llamada idiosincrasia
individualista que en realidad se queda en egoísta, para entregarse a la labor
común, al trabajo en equipo, a la tarea con y para los demás, único medio de
que puedan revertir hacia el plano personal los beneficios alcanzados, por que
en verdad hemos alcanzado la hora en que nadie puede exigir nada si nada aporta
a la comunidad.
Es ese cambio de mentalidad por parte de
empresarios y productores donde radica el éxito de un plan que puede sacar a
España del marasmo, de la tristeza, de la pobreza en que hasta aquí estuvo
sumida.
Es así que si el español, todos y cada uno,
se entrega a la tarea común con
esperanza, perseverancia y fe, dando “al César lo que es del César”,
alcanzará un triunfo que bien merece su enorme y admirable capacidad de sacrificio.
Pero sin olvidar que una vez alcanzado ese ambicioso paraíso, hemos de lograr
que sea-como quería José Antonio –“un paraíso en el que no se descansa nunca y
que tenga junto a las jambas de las puertas ángeles con espadas”. Porque
también es verdad que, en todo momento, hemos de saber contestar a las tres
preguntas del beduino con las tres respuestas rituales: “venimos de Dios. De
Dios somos. A Dios vamos”.