Òpera para un tirano


“El hombre es decididamente un extraño animal, como diría Moliére. El fin de Stalin ha fascinado al mundo entero. Y si las cartas de su hija Svetlana conocen actualmente semejante éxito, es porque ella ha sido testigo de sus últimos momentos y levanta un poco el velo sobre esta muerte que nadie, durante largo tiempo, quiso creer normal. Como la muerte de Hitler, la de Stalin parece puntuada por acordes wagnerianos. El  pretendido complot “des blouses blanches juives” que la precede, el misterio cuidadosamente guardado alrededor de los postreros instantes del dictador, la batalla de los sucesores, la brutal eliminación de Beria, la apertura de los campos de concentración, ese cadáver que primero se diviniza y luego se insulta, sí corresponde a la gran ópera.

Pero he aquí que el mismo tema –o casi- Henri Francois Rey lo lleva al teatro, del que hace realmente una ópera-lo que él llama un espectáculo total- con música concreta, lamentaciones populares, danza más o menos cosaca, salmodia, coros hablados, ¿qué se yo?, añadiendo a ello su estilo, su filosofía, su humor negro, y ya no somos fascinados del todo pues muy pronto, ¡ay!, bostezamos hasta desencajar la mandíbula.

¿Por qué? Porque todo a lo largo de su obra, Henri Francois Rey, ha sido muy inferior a la única relación de los hechos. Porque su pintura de los temblores acólitos del dictador no vale lo que las menores confidencias a este respecto de un Jruschef. Porque los caprichos de su tirano, su mórbida desconfianza, sus delirios, no se acercan a aquellos- bien reales- de Stalin. Nuestro autor no ha logrado sino parafrasear pesadamente, puerilmente, enfáticamente, a aquel que la historia ha inscrito con letras de fuego y espesos regueros de sangre. Mikoyan, Malenkov, Vorochilov, Beria, Jruschef, tienen distinta densidad trágica que los Arkany, los Gregor, los Bobo, o los Lázaro de Henri Francois Rey.

Acaso un Claudel con su lirismo y su enorme sentido de la farsa, o, sobre otro registro, un Sastre- lo ha probado en “Las manos sucias”- podrían quizás componer ese canto fúnebre, atroz e irrisorio. Henri Francois Rey no tiene inspiración ni medios para ello. Alineó palabras vacías. No anima más que a títeres. Títeres que interpretan lo mejor que pueden Bernard Nöel, Alain Mottet, François Maitre, Weber, Raimbourg y los otros, en la mecánica giratoria concebida por Barsacq. ¡Todavía una velada perdida!”.

Voici, digo, he aquí, lector, la traducción del comentario-crítica sin concesiones- que sobre la “OPERA POUR UN TYRAN” ha publicado en “L´AURORE”, de París,  Gilbert Guilleminault, un tipo bien conocido por todos aquellos que están al tanto de lo que ocurre en el mundo de las Letras aquende y allende nuestras fronteras. Pienso que a nuestro país no le vendrían mal una docena de críticos de tal calibre que pusieran en su lugar –el desván –a ciertas obras, ciertos autores, ciertas revistas y ciertas películas que hace ya largo tiempo se han ganado por deméritos propios el derecho a unos buenos, formidables trancazos que nadie se atreve, por lo visto, a propinarles. Y es que por estos pagos hispanos, al parecer, sobra azúcar “a darlle co pe” y no hay vinagre ni para un remedio. ¡Con la falta que nos está haciendo! No quiero imaginar lo que pensaría, diría y escribiría, si viera y leyera ciertas cosas que invaden el mercado nacional, el gigantesco Don Miguel. Yo me refiero a Cervantes, naturalmente, sino al imponderable, al sincero, al valiente y –con razón- inconformista Unamuno. Lo malo es que, todavía, los que viváis, “cosas verédes que non las creerédes”. La vida es “ansí”.