El viajero


            El viajero –todos le conocen el defecto- es un tipo bastante curioso y amigo de historias. Así, no es extraño que al encontrarse en Luarca con “un pouco  de vagar” –como decimos los gallegos, que somos unos filósofos-, se dedicase a recorrer la Villa Blanca de la Costa Verde, de aquí para allá, a base de “carreiriñas de can”, tratando de averiguar algo sobre ella.

            Luarca, según le parece al viajero, es una hermosa, luminosa, resplandeciente villa que guarda cierto parecido con el pintoresco Cudillero. Quiere decirse que, también, tiene casas aparentemente colgadas de las alturas circundantes, casas equilibristas, casas que parecen apretujarse y encaramarse unas sobre otras, como niños ante un escaparate que exhibe juguetes. El observador, piensa que esas casas circenses, coquetas, quieren verse la cara en el espejo limpísimo que es –aquel día lo era- el Río Negro.

            El viajero, apoyado en el pretil de un puente cuyo nombre ignora, vistazo a las albas casas colgantes, vistazo a los finos, blancos guijarros igualitos, redonditos, hechos quién sabe si de encargo, que forman el lecho del río mencionado, recuerda que Camilo José Cela, en su libro “Del Miño al Bidasoa”, dice que Luarca es “Una Cuenca verde y pequeñita, una Cuenca vista con unos prismáticos de teatro puesto del revés”. El viajero, por si acaso, pues no estuvo en Cuenca todavía, aunque anduvo cerca, cree que lo mejor es dar la razón a su paisano don Camilo ya que, además, está probado que Cela, de esto de caminos, viajes y pueblos, entiende un rato largo.

            El viajero, después de recorrer Luarca de babor a estribor y de proa a popa, mirándola desde todos los ángulos posibles; después de haberse detenido, en la plaza principal, ante el busto de don Ramón Asenjo; después de leer la inscripción que, sobre la fachada del Ayuntamiento, recuerda al transeúnte inquisitivo la liberación de la villa por el Ejército Español, representado  por fuerzas gallegas al mando del heroico don Jesús Teijeiro; después de haber admirado un complicado y pétreo escudo coronado que casi le asusta por lo recargado y que, sin consultar a Trapero, no se atreve a interpretar, el viajero, en fin, queriendo ampliar conocimientos, se dice que vale más hablar con alguien y, al efecto, se introduce en un bar a ver si hay suerte y, efectivamente, la hay porque allí conoce a don Antonio.

            Don Antonio es un hombre de mediana edad, fuerte, sanguíneo, no muy alto, locuaz, amable y enamorado de Luarca desde hace treinta y cinco años, tantos como lleva viviendo aquí. Don Antonio usa gafas y boina muy horizontal y bien encajada en la cabeza. A don Antonio le gusta cenar bien, beber dos  o tres “chatos” antes de las comidas para abrir el apetito, hablar largo y tendido de la villa de sus amores y leer EL PROGRESO “cuando trae algo de Luarca”. El viajero piensa que don Antonio es un hombre que sabe sacar a la vida el poco jugo que esta puede dar.

Gracias a los informes de don Antonio, el viajero se entera de que Luarca es también llamada Villa de los Siete Puentes, entre los que puede citar el Gentil, el de Travesía, el del Beso, el del Ayuntamiento y el de Asenjo; de que existe una Leyenda del Beso, basada en una hazaña del contrabandista Camboral, o Cambaral, que intentó raptar a una chica, sin duda joven y bonita: de que don Ramón Asenjo, el del busto, fue un indiano, benefactor de la villa, que encauzó por Luarca el río Negro y modernizó la Electra del Esva, ese río que pasa por Canero; de que Camilo Cienfuegos fue un poeta que, en opinión de don Antonio, dará mucho que hablar y que escribir en los próximos años; de que Jesús Casariego, el novelista, es un empedernido trotamundos y un hombre amabilísimo que “¡qué lástima no esté aquí ahora!” y, por último, de que el río Negro, en realidad, merece tal nombre porque muchas veces bajan sus aguas sucias y turbulentas constituyendo un gran peligro para Luarca, por lo cual se está haciendo de todo punto necesario el encauzarlo, en el Valle de Raicedo, hasta Fornes, lugar donde hubo, hace cientos de años, una herrería.

            Al llegar aquí, el viajero, que ha ido tomando notas en los márgenes de “La Voz de Asturias” y terminó pidiendo una cuartilla al “barman”, sonriente y servicial, que sigue la conversación del forastero con don Antonio; al llegar aquí, repito, el viajero advierte que otros clientes del bar le observan intrigados y piensa lo que en Guarda –Portugal- pensó Unamuno: “¿Y no es acaso uno de los encantos en los viajes el de intrigar a los que nos ven y, si es posible hacerse pasar por personaje misterioso?”. Rumiando este agradable pensamiento, el viajero se despide del amable don Antonio con un cordial “¡Hasta la vista!” y, de nuevo viajando, inventando una etimología descabellada del nombre de Luarca. Podría derivarse de “Lux” y “Arca”, latinas, se dice el viajero. Seguramente no es cierto, ¡Pero es bonito, ché! –diría un argentino. El viajero, que se siente contento, evoca versos de Manuel María, su amigo poeta, y sonríe suavemente “con unha doce sonrisa de felino”. Luego, poco a poco, se va quedando dormido y sueña que le nombran colaborador “honoris causa” del “Eco de Luarca”, Semanario del Occidente Astur.