Al viajero –“velis nolis” e
“ipso facto”, como decimos las personas cultas-, le gusta el pueblo en cuanto
se apea del coche y echa un vistazo de proa a popa y de babor a estribor. O
viceversa, habrá que añadir, porque los villalbeses son tipos que no usan balas
de fogueo y además tiran a dar por menos de un pitillo. Quiero decir que si no
te explicas bien y no hablas claro, por lo menos tan claro como ellos, estás
listo. Mándate mudar y ahórrate el dar un garbeo por allí porque te cubrirían
de ridículo y las carcajadas se oirían hasta en Sebastopol. Y no es que sean
despiadados, no. Lo que ocurre es que les gusta aquello de “al pan, pan y al
vino, vino” y lo de “las cosas claras y el chocolate espeso”. Por eso, cuando
hay villalbeses por el medio, lo mejor es andar con pies de plomo o ponerlos en
polvorosa antes de que te canten el “Anda y que te ondulen...” ¡Si lo
sabré yo que soy de la pandilla!
Bueno.
He dicho que al viajero le gusta el pueblo al primer golpe de vista. La cosa es
de cajón. El viajero viene de El Ferrol del Caudillo, de La Coruña , de Lugo, de Ribadeo
o de Vivero. Anduvo bastantes kilómetros y le quedan otros tantos que recorrer
hasta llegar a su destino. Baja del coche y se encuentra en la recta, amplia
larguísima Avenida del Generalísimo villalbesa. La primera impresión es
satisfactoria, magnífica. “C´est ravissante”, oí decir a una rubia francesa
“trés jolie”. Y luego esa detención en Villalba, encrucijada de rutas a medio
camino del hogar o del lugar que será “parada y fonda”, viene que ni
pintiparada al viajero para refrescar el gaznate, ya un tanto reseco a causa de
la “fumarreta” y de la cháchara, y como es hombre de pelo en pecho que gusta de
hacer las cosas a la española, decide tomar café y copa en uno de los buenos y
numerosos cafés que existen en la villa. El ya lo venía pensando por el camino:
“En Villalba, es sabido, café y copa. No me salva ni la caridad”. Y en seguida,
para rematar la faena, el viajero sale a la calle y respira a pleno pulmón
amplias bocanadas de ese aire limpio, puro, fino y afilado como un cuchillo,
que en pocos pueblos es dable respirar y que es una de las maravillosas
cualidades que distinguen a la
Villa del Amanecer.
Remojado
el gaznate, purificados sus pulmones, contento de la vida, gozoso su corazón,
el viajero piensa: “Ahora a dar una vuelta por ahí. A ver que hay”. Es una
vieja costumbre del viajero, cuando llega a un pueblo o a una ciudad, “ir por
ahí a ver que hay”. Aunque a veces le ocurra lo de aquella noche, en Tetuán,
que se metió por el barrio moro, sin luz ni compañía, y luego se vio negro para
encontrar el camino de regreso a la parte europea de la ciudad. Pero como el
viajero es gallego, en casos así piensa en aquello de “O que queira troitas...”
y se tranquiliza haciendo de tripas corazón y cantando para asustar al miedo.
El viajero, no cabe duda, es hombre de recursos. Pues bien, aquí en Villalba,
el viajero se dirige hacia la
Plaza de Calvo Sotelo, antes llamada del Castillo, que es la
que le queda más a mano. Allí admira el árbol que es orgullo de los
villalbeses. La Pravia. Y
más allá, sobresaliendo sobre las casas circundantes, divisa una curiosa, rara,
singular joya arquitectónica: la
Torre del Homenaje del que fue castillo de los Andrade.
A
pesar de que lo parezca cuando habla del “gótico flamígero” el viajero un
sabio, lo que se dice un sabio, no lo es; pero es amigo de los castillos. Sin
título, sin credenciales, pero amigo. Tanto lo
es que una vez, en la provincia de Jaén, fue andando y volvió, a través
de los olivares, desde Ibros, la ibérica, a Canena, con el único fin de
contemplar el castillo moro que en este pueblo se conserva. Poco más de diez
kilómetros, entre ida y vuelta no es ninguna proeza, ya se sabe; pero si acabas
de estrenar los zapatos y te aprietan un poco “vas dao” –como dicen los
castizos- y no te arriendo la ganancia. En fin, quiero decir que el viajero
entiende un poco de castillos y sin embargo, ante la villalbesa Torre del
Homenaje, abre unos ojos como platos soperos, asombrado de su elegante,
extraña, desusada forma octogonal. “Geometría pura, chico; geometría pura” –se
dice el viajero, Y automáticamente piensa que sólo el hecho de poder admirar
esa torre compensa las molestias del viaje hasta aquí.
Apremiado
por el tiempo, después de contemplar largo rato ese curioso monumento, joya de
la arquitectura militar medieval, el viajero decide continuar su camino
prometiéndose volver cuanto antes. Y cuando vuelva, ya diez kilómetros antes de
llegar, el viajero se dirá: “En Villalba, viejo, café y copa”. No falla. Porque
además hay la torre y el árbol y el aire y ese no sé qué...