El hombre de pintura


Hace un momento, el niño tosió con un eco delgado como un hilo, y mi mujer dejó oír un suspiro afónico e indeciso, como de cuerda floja de guitarra. Los dos duermen o intentan dormir. Algo sonó, después, contra la puerta de la sala en que escribo y he sentido miedo. ¿Miedo de qué? No sé... El hombre del cuadro me mira, no deja de mirarme, con sus ojos fríos, de pintura, pequeños y negros. Está ahí, enfrente, vigilándome, analizándome, descomponiéndome, destruyéndome; impávido, inmóvil, ¡de pintura! Acaso es él el que me infunde temor.
            Cuando vinimos a esta casa, lo primero que llamó nuestra atención fue ese cuadro, el hombre de ese cuadro. Sobre un fondo negro, de noche, destaca el rostro lívido del caballero desconocido, muerto... ¿quién sabe? -¿o está vivo todavía?-, hace cien, doscientos años, un milenio. El busto se confunde con el fondo negro del retrato y, como si brotase de pronto del rectángulo oscuro de pintura, la mano derecha, pálida mano, se apoya sobre un libro manuscrito sosteniendo una pluma de ave. El está sentado; necesariamente está sentado. Medita, mirándome. Piensa, vigilándome. Me observa, muy fijo, con la cabeza levantada. Hacen contraste grande su rostro lívido y su levita azabache. Su cabello gris, plateado, está peinado hacia atrás, a la moda de nuestro tiempo. Sospecho que el hombre del retrato se peina, con cuidado, todas las noches o todas las mañanas.
            Todavía está ahí, mirándome pensativo, desde la ventana de su cuadro con marco dorado. No se sabe muy bien si soy yo quien trata de plasmar su retrato literario o es él quien pretende definirme sobre su inerte manuscrito. Me mira. Me atrae con sus negros ojos malignos, pequeñitos. Me hipnotiza, pero no le temo. Le odio, y sé que él me aborrece. Me detestó desde el momento en que invadí su casa y, más que cualquier cosa, porque le desafío. Sí, le desafío. Me burlo de él, me río en su cara, le insulto, le llamo tétrico viejales, bastardo antepasado de bastardos muertos, le llamo cerdo y me c... en su raza maldita. Y él me mira fijamente, con odio infinito, con una extraña y sobrecogedora mirada. El, ¡el muy puerco!, el diabólico carcamal.
            No me deja tranquilo. No consiente que escriba y trata de asustarme. Quiere obligarme a que me vaya a la cama. A veces lo consigue y espera a que me duerma para venir luego a interrumpir mi sueño. Viene despacio, despacito, lento, a través de la casa, arrastrando los pies para que yo le oiga y me llene de pavor. Quiere que me vaya de su casa. Quiere que nos vayamos todos para quedar él solo mirando a las paredes desnudas. Quiere seguir escribiendo, sin testigos, en su descolorido manuscrito inerte, historias que imagino tan macabras como siniestro es su rostro. Pero no me iré, no. No nos iremos. Ha de ser él quien abandone la casa. Yo le mataré de verdad. Yo seré su asesino y mi crimen quedará sin castigo.
            Anoche vino, arrastrando los pies como siempre, haciendo más ruido que nunca. Como si hubiera estrenado unas zapatillas con suela de goma y quisiera hacérmelo saber. Como si quisiera demostrarme con eso que estaba más dispuesto que nunca a seguir en la casa. Me dio el último aviso y aún se burló de mí. ¡Había que oírle hablar con su gangosa voz de bandoneón acatarrado!
- Te irás –me dijo-. Tienes que marcharte... ¡pronto! Si no te vas has de volverte loco, y morirás aquí. Sí, morirás en esta casa. Yo me encargaré de que así sea. No serás el primero que he contemplado cadáver, no. He visto muchos muertos tendidos en esa sala en que tú escribes; muchos, muchos muertos. Ellos también querían permanecer aquí, pero yo los alejé para siempre. Yo los maté. Yo cerré en su corazón la espita que deja correr la sangre... y murieron. Y tú también morirás. Tú y los tuyos moriréis pronto si no queréis dejarme sólo. Esta es mi casa, ¿lo oyes? ¡Esta es mi casa!
            ¡Había que oírle gritar con su cascada voz de viejo que sonaba a lejano viento afónico! ¡Había que oírle gritar al viejo cerdo maldito!
- Crees –continuó- que yo y tú nos diferenciamos en algo. Imaginas que estoy muerto y que tú eres un ser vivo. Me crees difunto porque solamente me ves de pintura cuando te sientas ante esa mesa a escribir tonterías y me ves de frente y me miras, sin querer, porque no te queda más remedio que hacerlo, porque yo te obligo, porque mis ojos te dominan. Estás equivocado. Sólo somos en el mundo, es decir, sólo tenemos verdadera existencia en cuanto alguien nos piensa. Aunque estemos muertos podemos vivir, ser algo, ser alguien, existir, en definitiva. Si no hay quien nos piense, por mucha sangre que corra por nuestras venas, seremos algo inexistente, abstracción, seres fantásticos, nada. Considérate a ti mismo. ¿Quién te piensa a ti ahora? ¿Qué significas en este momento, por ejemplo, para tu mujer y tus hijos? ¿Qué para el resto de los mortales? Duermen y lo ignoran todo. Todo el mundo duerme a tu alrededor y tú ya nada significas para el mundo. Despierto tú, los dormidos han dejado de pensarte y has dejado de ser y de existir para todos. Dirás que te sientes y te piensas a ti mismo. Bien. También me estás pensando a mí, a un hombre de pintura, según tú; a un hombre muerto hace siglos. ¿Quién de nosotros vive entonces más? Me piensas a mí, a tu mujer, a tus hijos, te piensas a ti mismo. ¿Acaso no vivo yo tanto o más que la mujer y los niños que duermen? Yo te hablo, te miro, te escucho, te aterrorizo y contemplo tu espanto. ¡Voila! ¿Por qué dices que estoy muerto? ¿Por qué te empeñas en creerme tan sólo un hombre de pintura, un retrato encerrado en su marco? ¡Eres un imbécil y acabarás loco!
- Estaba muerto antes –dijo-, cuando no me pensabas, pero ahora soy tanto como tú. Vete, pues. Vete y deja de pensarme. Vete y déjame solo de forma que pueda volver al olvido, única muerte verdadera. Pero no. Ya no te será posible. Me has resucitado y ya por toda la eternidad seremos algo el uno para el otro. Yo persistiré en tu pensamiento. Yo te seguiré más allá de las fronteras de la muerte. Siempre me  tendrás ante ti, siempre presente ante tus ojos; siempre, siempre, siempre... Yo seré tu asesino y la causa de tu locura. Yo te empujaré al reino oscuro y horripilante de la tiniebla mental. Serás un guiñapo patético. Es algo horrible, ¿sabes? Y tú lo sufrirás, y entonces podré quedarme solo en mi casa, en esta casa que nunca debiste habitar.
            ¡Había que oírle hablar al trágico viejo! Yo no entiendo muy bien todo lo que me ha dicho, pero ni le creo ni le temo. Yo sé que sólo es un pobre hombre de pintura -¡maldito sea su pintor!- que quiso sobrevivir en un retrato. Además, yo le mataré la verdad ¡Lo juro! ¡Yo le mataré! ¡Le mataré! ¡Yo te mataré, cerdo! ¡Yo te mataré!

II

            Ya estoy en casa de nuevo. Ya ha pasado todo. He sufrido. He llorado. ¡Maldito sea el recuerdo del hombre de pintura! Por él me tuvieron en la cárcel. Por él pasé hambre y sed y casi llegué a desesperarme. Sufrí mucho, ¡mucho! Sobre todo cuando venía a verme mi mujer y traía al niño pequeñito y los dos lloraban al marcharse, y me hacían llorar a mí también porque no podía resistir el verlos así, tan tristes, cuando se iban y el niño me miraba con los ojos azules que tiene, tan grandes y tan abiertos, y me decía adiós entre sollozos abriendo y cerrando su puño pequeñito. Pero ya pasado todo y no sufriré más.
            Ahora estoy pensando y vuelvo a escribir. Ahora ya no viene por las noches el hombre de pintura. Está muerto. Yo lo asesiné. Yo lo maté de verdad.
            El juez me hizo declarar muchas veces y, por fin, ha resuelto absolverme basándose en una supuesta deficiencia mental. Ha dicho que estoy loco y que por eso no debo cumplir condena alguna. Luego querían encerrarme en un manicomio, pero hemos podido arreglarlo y no he ido. Ellos son los locos, ellos. Todos creen lo mismo que el juez, incluso mi mujer. Pero yo sabía muy bien lo que hacía y sé que estoy en mi cabal juicio. Solamente que aquello tenía que hacerlo. Volvería a quemar ese cuadro aunque valiera un millón. Yo sé muy bien lo que hice y por qué. Yo soy un asesino. Yo maté al hombre de pintura.Tenía que hacerlo. El me podía. Todo el día tenía sus ojos clavados en los míos para aterrorizarme. Quería volverme loco. Si yo me desplazaba de lugar, sus ojos fríos y crueles me seguían. Me seguía continuamente su mirada oscura. Al principio se contentaba con que fuese yo solo la víctima de su odio absurdo, pero luego comenzó a asustar también a mi mujer y a mis niños, y eso yo no podía soportarlo. No pude resistir más y lo asesiné. Yo le había advertido, antes de matarle, para que nos dejase tranquilos, pero él era malo, era un diablo. Bien creería que mis amenazas eran vanas. Juzgaría de mí que no era lo suficientemente hombre para cumplir mi palabra, pero se equivocó. El se equivocó. Y lo maté arrojando al fuego su retrato. ¡Había que ver como ardía y cómo me miró con sus ojos infernales, por última vez, envuelto en llamas! Bueno; ya no me verá morir. Ya no podrá arrojarme de la casa. Ya no será él el que cierre, como dijo, la espita de la sangre de mi corazón.
            Esto fue todo, y por eso me llevaron a la cárcel y estuvieron a punto de llevarme al  manicomio. El dueño del inmueble que habitamos me denunció. Dijo que no tenía que pagar las consecuencias de los actos de un demente. ¡Loco! ¿Qué sabe él de los terrores provocados por los seres odiosos que reviven cada noche para atormentarnos? ¡Loco! Quisiera yo verle frente a frente con el hombre de pintura, oyendo aquellas extrañas palabras y viendo sus infernales ojos fríos, sus ojos inmundos de reptil.
            Yo no puedo estar loco. Estoy pensando. Un tiempo estudié rudimentos de Filosofía y recuerdo muy bien aquel principio que dice: ¡Cogito, ergo sum! Creo que es un principio enunciado por Descartes. Existo, eso es. Existo por mí mismo. No necesito que nadie me piense. El hombre de pintura era un extraño sofista. Es verdad que si estoy en tinieblas y hablo soy solamente voz. Si permanezco en silencio y toco mi cuerpo soy tacto nada más, pero en la voz y en el cuerpo hay un principio interno, cerebral: el pensamiento. Eso me dice que soy algo: pienso. De todos modos... Es extraño...
            Van pasando los días. El hombre de pintura no ha vuelto. Yo sé que no puede volver porque está muerto de verdad, pero ahora tengo miedo otra vez. Todos creen en mi demencia, y mi mujer también lo cree, no porque haya quemado el cuadro que nos tenía asustados a todos, sino porque ella se asombra de oírme decir que soy un asesino. Pero lo soy, ¿o no lo soy? ¿Habrá logrado su propósito el hombre de pintura? No sé. Parece como si algo me hubiera roto dentro de la cabeza. Algo importante. No sé... Es extraño... y... ¿Qué quería decir? ¡Ah, sí! ¡Yo maté al hombre de pintura! ¡Soy un asesino! ¡Soy un asesino y nadie lo cree! ¡Soy un asesino! ... ¡Já! ... ¡Já! ... ¡Já! ...