La
luna –en su cuarto creciente- ha plantado en lo alto, con un ademán descarado
que es un desafío a los ortógrafos, una coma sin objeto porque no separa
frases. Las estrellas, más altas todavía, forman una pálida, titilante e
interminable sucesión de luminosos puntos suspensivos perdidos, fatalmente, en
la cuartilla azul, infinita y sin letras del firmamento. Allá arriba, más cerca
de Dios que nosotros –más lejos de los astros que no se ven- otros mundos
interpretan una melodía gran melodía universal, que el oído de los hombres no
llega a percibir. Pero también aquí abajo, sobre el vientre redondo de la gran
madre Tierra –porque la noche ha cerrado ya- es dado escuchar a los mortales,
dichosos paseantes nocheriegos, una fantástica, pocas veces oída sinfonía
nocturna. Fantástica sinfonía mágica que interpreta una orquesta inaudita, bajo
el cielo raso de la noche serena, en el local inmenso del gran teatro que es la Naturaleza.
He
deseado ser músico, compositor, en esta noche quieta, de verano, sin gestos
amenazantes de tormenta.
Todo
está tan tranquilo que uno, caminando, piensa que puede cerrar el puño sobre la
calma para meter un trozo en el bolsillo. Y de pronto, casi con sobresalto,
percibe la sinfonía nocturna que interpretan unos músicos invisibles sentados,
sin duda, a las puertas de sus casas. Hace calor y ellos, es seguro, han salido
al exterior para beber, tranquilamente, unos vasos grandes de aire limpio. Y
tocan, instrumentos monocordes. Rascan las ranas con violencia, la cuerda ronca
de sus gargantas grandes. El sapo sopla en su flauta gutural y deja oír un
silbido intermitente. Toca el grillo su violín desafinado y la brisa pone cadencias
dulces en el aire al rasgar, suavemente, la mandolina multicorde que forman las
copas de los árboles con sus ramas pobladísimas de hojas. Y el río que
discurre, tan tranquilo, suelta notas de cristal al deslizarse. Hay una rana
vieja con voz de contrabajo. Y un perro que ladra, sin detenerse a respirar,
inicia un redoble desesperado de tambor, porque el eco largo del ladrido
retumba allá detrás de las montañas. Y un carro “de vacas” que gime a causa del
peso que lleva, añade a la música mágica un sonido de gaita con voz de abuela.
Parece
mentira, y, sin embargo, es la voz lejana de un campesino cantor, la que rompe
el encanto de la nocturna sinfonía. Ha terminado todo. Los pasos, mis pasos,
otra vez imitan el tictac lento de un péndulo cansado al sonar, de regreso,
sobre las piedras del camino. Y uno espera, con apremiante deseo, que suenen
aplausos de trueno en honor de los músicos jamás presentidos.