Semicarta a Platón, catilinaria imprevista


           ¿QUIÉN como los poetas, Platón amigo, podría definir lo indefinible? ¿Quién apresar la frase exacta –sino un vate- que sintetice toda una prolija teoría de juicios plena de recovecos, obstáculos y zonas sombrías, de tránsito difícil y fin inalcanzable para esa gran pluralidad –“la masa” dijo Ortega- que formamos los despreciados por las musas? Acaso tu tiempo lento; tu tiempo de relojes de luna y de sol  -tiempo con tiempo de verdad- no necesitara de poetas porque vuestros días de luz de fuego eran largos y largas vuestras noches de luz de plata; pero mi siglo es distinto y carece de esa hora inmóvil que permite a los hombres pararse a meditar. Y sólo los poetas -¡Oh, Platón, divino, esto es casi un reproche para ti! –pueden hacerlo, ya que únicamente ellos, los amados de los dioses, usan el reloj de la hora singular que no conoce antes ni después, ni minutos, ni segundos, ni ritmo, ni medida. Los poetas nacen y anclan, como navíos en el puerto del tiempo de Dios. La Eternidad. Y tal es la causa de que ellos, aunque también hombres al fin, por su mayor proximidad a lo divino, intuyendo y descifrando la Verdad, capten la dimensión del error que los bípedos comunes no pueden percibir y por ello repudian al resto de los mortales que tan sólo se alimentan de tierra y a la tierra sirven de pasto en inacabable y recíproco banquete, macabro, sin pensar, más allá ni más arriba del nivel en que se halla situado su voraz aparato digestivo. Los hombres comen tierra y la tierra se alimenta de carne. Y todo es tierra en definitiva. Y esto lo saben los poetas y por ello desprecian toda especie de aves que, teniendo alas, sólo saben volar a ras de suelo.

            Tu república, Platón amigo, no precisaba de poetas, según tú; pero las nuestras sí que necesitan, lo mismo que yo hube de recurrir a uno para robarle este título no presentido por científicos ni filósofos, pues aquéllos, idólatras de la fórmula, ignoran la carne y la sangre y el alma; y éstos, peregrinos de sofismas muertos, desconocen el palpitar del corazón que sufre. He aquí por qué solamente un poeta –pies en el suelo, cabeza en el cielo- puede dar la medida de la hora que corre y definir de plano el gran defecto del tiempo presente.

“Este tiempo sin tiempo...” No sé si Manuel María, poeta gallego, cantor de la llanura –Noriega lo fue de la montaña y Leiras Pulpeiro del mar-, me dijo en persona esas palabras, o yo las leí en alguno de sus libros. O quizás –no lo recuerdo- estén en algún “Sermón para decir en cualquier tiempo” de esos que él tiene escritos e ignoro si ya publicados. De cualquier modo que haya sido, esas cuatro palabras definen rotundamente “el mal del siglo”.

            Tiempo sin tiempo, sí, es este que empleamos, malgastándolo, en perseguir bienes del suelo volviendo, cada vez más la espalda al Cielo. Se acusa una tendencia universal totalmente materialista que se resume en un absurdo inmoral e ilícito culto de latría al verbo vivir usado como espada, escudo y bandera de combate. Las veinticuatro horas de cada día se han vuelto escasas para el hombre que lucha ferozmente por la consecución, mantenimiento y acrecentamiento de una posición vital superior  a la de los restantes –caiga quien caiga- utilizando recursos innobles en la gran mayoría de los casos, que avergonzarían incluso al hombre primitivo adorador de fetiches sin más ley que su potencia física.

            “Este tiempo sin tiempo...” las palabras de Manuel María señalan el drama del tiempo moderno –de moda-. Del café a la cafetería hay tanto como de la silla al mostrador. Algo así como una escala descendente de valores espirituales. Eso supone el triunfo de una norma, desgraciadamente imperante, que implica el olvido (el hecho de la prisa es sintomático de grave enfermedad) de siglos de civilización y cultura que hasta aquí fueron ejemplo y señalaron caminos en la marcha de la perfección humana. Pero este tiempo –tiempo agónico- señala el principio, creo yo, del drama nuevo de la Humanidad. Menos mal si unos pocos poetas, supervivientes de trágico naufragio, navíos anclados en la hora de Dios, son capaces de seguir llenando sus ojos de azul, alta la cabeza, hasta que el tiempo recobre la medida.

            He aquí por qué, Platón, amigo, yo reverencio a los poetas que tú quisiste alejar de tu república. Esos son los únicos, hoy, resistentes al tiempo sin tiempo que llevan dentro algo humano. Ellos son la esperanza del mundo.

Gijón, ciudad de conquista


           La villa -¿quién lo niega?- es una ciudad, una gran ciudad. Usted, señor, que la discute sin conocerla, ¿qué sabe? Cierto, sí, que tiene la cara sucia, y las manos y hasta los pies. Pero eso la honra, la ennoblece, la dignifica, prestigiándola. La ciudad no es una chica-taxi ni está casada con un millonario. Ella es soltera, es obrera, trabaja, suda, gana por sí misma su pan y su sal. Y, claro, al trabajar se ensucia, es necesario. ¡Y tampoco se va a laborar con el traje dominguero! Pero mírela usted,-usted, señor que la discute- qué limpia, qué bonita, qué airosa, qué elegante, después que se ha bañado en la piscina inmensa –en su mar- cuando se asoma a la ventana, a ver el sol o que el sol la vea, o sale a pasear por la calle Corrida, esa entrañable calle gijonesa, donde la ciudad se contempla a sí misma mirándose en miles de ojos atentos de hombres y mujeres. Porque la ciudad es eso, señor: hombres y mujeres. Las calles, las casas, las carreteras nacieron después que los hombres. Antes de Adán la Tierra era un globo de tierra sin caminos. Fue el hombre, en el principio, el que trazó senderos despellejándose los pies contra la piel dura de la tierra. Fue el hombre, después, quien edificó, quien construyó, quien pavimentó. Luego puso nombre a la masa edificada y de ella misma lo tomó para sí. De este modo el concepto “ciudad” pasó de la aglomeración humana a la aglomeración urbana. Los latinos lo decían muy bien. “Civitas”: la ciudad. “Cives” el ciudadano. Algo civil, es decir, humano. ¿Hay algo civil o humano si no hay hombres? ¿Quién fue primero, la ciudad o el ciudadano? He aquí el dilema. “Homo”: el hombre. “Mulier”: la mujer. El hombre y la mujer, esto es, el origen. Adán y Eva. Ellos son el mundo. Ellos son la ciudad y el pueblo y la aldea remota y el lugarejo pintoresco tendido al sol, tranquilo, en aquel valle florido y el caserío perdido, silencioso, entre esas altas montañas siempre envueltas en eterna bruma.

            Sí. La villa es una gran ciudad que tiende a ser más grande todavía y por eso trabaja y suda y sufre y tiene la cara sucia y las manos, y hasta los pies. Por eso también –porque trabaja y va a más cada día- yo digo que es una ciudad de conquista, aunque el título esté un tanto manido y sea un plagio completo excepto en una sola palabra; en esa palabra que lo dice todo: Gijón. Gijón, la grande y hermosa ciudad de mañana. La que respira humo y suda aceite para ganarse un futuro mejor que el buen presente que disfruta ya.

            Pero no confunda usted, señor. Londres, Nueva York, Berlín, no son ciudades, son caos, torres de Babel. Gijón no ansía ser eso. Quiere saber siempre, en cada momento, donde tiene los pies y la cabeza y si lo que le duele es el pulgar o el meñique y de qué mano o de qué pie. Quiere saber por cual de sus innúmeras fosas nasales –chimeneas- se va el humo del carbón que arde, que se quema, en el estómago de una cualquiera de sus fábricas. Pretende percibir, poder recibir, en su cerebro, la impresión nerviosa que debe sentir cuando acuda a la playa a bañarse, a tostarse al sol o, simplemente,  a mojarse los pies. Todo lo que una ciudad normal –no monstruosa- debe ser capaz de sentir. Como sufre aquel enfermo. De qué manera se divierte ese joven. Qué linda es esa muchacha que pasa por la calle. Qué piernas vacilantes, inseguras, las de ese bebé que camina de la mano de su joven madre. Porque la ciudad  ha de ser madre también. Madre de sus padres: los hombres y mujeres que la hacen posible, que la hermosean, que la engrandecen, que la hacen, en fin, conquistándola, ciudad de conquista para seres por venir, Los que aquí vendrán, pronto, buscando la vida, la fama, la belleza, el trabajo, el descanso, el placer. Lo que tiene y puede dar Gijón. Lo que esta madre, esta gran madre  -Gijón- entrega ya a sus hijos, hoy, como pequeño anticipo de lo que les dará mañana.

Cara y cruz de la ciudad

 
            Una señorita elegante, arrastrada por un perro que usa abrigo atraviesa la calle. Un niño desarrapado, calzando alpargatas sucias, enseña una costilla sí y otra no porque su camisa está hecha de agujeros y no lleva camiseta. Hay un ciego en aquella esquina que pregona el cupón y toma el sol. Un auto lujoso está a punto de atropellar a un transeúnte distraído. Un ciclista hace equilibrios llevando a hombros un tablón largo y guiando con la otra mano libre. Yo cruzo la calzada, ojo avizor, preocupado por el tráfico. Alcanzo la acera de enfrente y respiro. Miro de soslayo a una muchacha bonita y digo no a un limpiabotas sucio. Luego pienso, caminando, que la ciudad es así, cara y cruz, y que el artículo que voy a escribir será mucho a lo Baroja.

            No sé cuál es la ciudad de que esto escribo. Todas son iguales, me parece. Todas son así: cara y cruz. La ciudad es atrayente y odiosa. ¿Cómo pueden ser los dos opuestos a un tiempo? No lo sé, pero “es”. Hay la riqueza y la pobreza absolutas. La hartura y el hambre ensayan taquicardias en distintos corazones y por causas diferentes. Las gentes viven unidas y distantes, sin embargo. Cómo puede ser lo desconozco. Será porque la ciudad es grande. Será...

            Las calles en la ciudad son de todos para todos; pero tienen también categorías. Esta que ahora transito es larga y ancha y posee edificios altos y muchos brazos de luz. Su pavimento es uniforme, limpio y liso, cuidado. Esta calle, de noche, interpreta una canción cromática. Aquella es corta y estrecha, sus casas enanas, y carece de ojos luminosos. Su suelo es jorobado, es corcovado, sucio. De noche es una calle ciega que llora lágrimas de sombra. Llueve. La calle larga es un espejo reluciente en el que se miran gabardinas verdes. La otra presenta cientos de charcos fangosos que esperan asesinar calcetines. Las dos, con todo, tienen sus vecinos. Los vecinos de ambas son personas y, sin embargo, el contraste agudo me hace creer que la ciudad es inhumana por ser así, sin matices, bruscamente, cara y cruz.

            Una viejecita camina despacio arrastrando los pies. Un jovencito dobla la esquina corriendo y la tropieza. Murmura un “perdone” rápido y sigue a paso ligero. Un señor de sombrero contempla zapatos caros ante un escaparate. Dentro de un bar hay gente que discute agitando los brazos. Es gente joven y yo la veo bien, desde fuera mirando a través de la vidriera amplia. Un hombre gordo pasa ofreciendo lotería “de la que toca”. Yo indiferente, sigo paseando entre otros indiferentes. La gente va y viene con prisa.No sé de donde viene ni a donde va. No sé quien es nadie. Nadie sabe quien soy yo. Nada nos une. Nada nos separa. Solo hay el hecho de que vivimos aquí. Vamos al café. Venimos del cine. Subimos al tranvía. Bajamos del autobús. Nos tropezamos. Nos miramos sin odio y sin amor. Nos estorbamos mutuamente y solo sabemos de nosotros que  la ciudad es nuestro techo y nuestro suelo, nuestro común denominador indiferente. Soportarse es bastante, pensamos –pienso yo-.
 
           Siempre serás un extraño en la ciudad. A veces eso te alegra porque sabes que nadie se preocupa de ti. Afanas y pretendes en medio de una total indiferencia. Puedes vivir tu vida. Ser tú, sin que nadie te importune. Vas y vienes, sólo, arrastrando tu singularidad bípeda al paso que la espalda de tu espíritu suda bajo la carga pesada del saco  de tus pensamientos sin destino. Y otras veces, perdido en tu soledad acompañada, lloras lágrimas sin sal, regresando a tu profesión de hombre, porque quisieras ver una mirada cordial en otros ojos. Pero es inútil. La ciudad es una esfinge inclemente sin vísceras ni rostro que ignora los latidos calientes de tu sangre. La ciudad carece de conciencia. Por eso se nos presenta así, bruscamente con su cara bonita y su cruz horripilante.

Hombres, barro idéntico


            Sin duda inspirándose en el Génesis, Víctor Hugo –“Los Miserables”- escribió: “Todos los hombres están hechos del mismo barro. La misma sombra antes. La misma carne ahora. La misma ceniza después”. Nada que reprochar. Nada que añadir en pocas, escuetas, palabras.

            Decir razas castas, linajes, es decir palabras vacías, sin sentido. O aceptamos la hipótesis loca de la aparición del hombre por generación espontánea o, de lo contrario, hemos de regresar al dilema del huevo y la gallina, el cual nos conduce necesaria y directamente, al padre Adán y a la madre Eva. De aquí que podamos decir que todos los hombres nacieron del mismo ovario. De Eva a Dios no hay más que un paso: Adán. Es así que, entonces, todos los hombres tenemos el mismo origen. Esta es la gran realidad que el Cristianismo hizo teoría y práctica en cuanto a las relaciones que los hombres han de tener con los otros hombres y con Dios: los mismos derechos y los mismos deberes, sin tener en cuenta para nada pigmentaciones epidérmicas. El prójimo puede tener la piel de distintos colores e, incluso, carecer de piel sin que, por ello, se rebaje un ápice su condición de ser humano y de “portador de valores eternos” que dijo nuestro José Antonio. Por otra parte hay que considerar que la “nobleza del color” y aun toda clase de nobleza tiene mucho de apreciación subjetiva. Y “Honni soit qui mal y pense”, debo de prevenir al lector.

            Algún timorato se escandalizará al leer lo que sigue y, acaso, en muchos promoverá ruidoso desacuerdo. No importa. El hecho concreto es que, todavía, ciertos países en general y ciertos hombres en particular, que presumen de ser adelantados de la civilización –de cuál, no lo sé- se manifiestan en la hora actual, cierto, pero de forma que haría sonrojarse aún al bípedo dolicocéfalo de Neanderthal. Apelaré a unas frases de Lawrence a Lowell Thomas, autor de “With Lawrence in Arabia”. El coronel dijo así: “Cuando se es capaz de comprender el punto de vista de otra raza se es un ser civilizado”. Cambiando “otra raza” por “otro hombre”, hago mías las palabras de Lawrence. Y sé que el lector avisado coincidirá conmigo en este punto y comprenderá, al otear más allá de nuestras fronteras, que en muchas partes del mundo todavía necesitan otra carga de siglos de enseñanza antes de alcanzar un grado verdadero de civilización relativamente adelantada.

            En alguna parte hay un “problema negro” que, en realidad, es un problema blanco y más que de piel de cuerpo es de piel de alma. Es el problema latente. “La cuestión palpitante”, por decirlo con título de Emilia Pardo Bazan.

            Hace casi dos siglos los hombres, en relación con este problema, pensaban de una forma peregrina bien opuesta a toda justicia, por cierto. Así en la primitiva Constitución de los Estados Unidos de América que firmó aquel plantador de Virginia, presidente Jorge Washington, (artículo 1, Sección 9) puede leerse: “La migración o importación de ciertas personas, cuya admisión pueda parecer conveniente a los Estados que actualmente existen, no se prohibirá por el congreso antes del año de 1808; pero puede imponerse sobre dicha importación una cuota o un derecho que no exceda de 10 dólares por persona”. Esto entre otras cosas no menos notables que esa “importación”. Que tal sucediera en 1787 aun puede disculparse, con muchas reservas. Que en 1956 un negro siga siendo visto con recelo, después de escrita “La Cabaña del Tío Tom” (1852) y ganada por los Estados del Norte (1861-65) una guerra de Secesión hecha con el fin de “redimir a los negros”, hará pronto un siglo, resulta un poco extraño. Pero ahora, como siempre, el tiempo tiene la palabra.

La imagen en el espejo


            Larra el eterno rebelde. Larra, el eterno descontento, afirmó: “La literatura no puede ser nunca sino la expresión de la época”. Yo diré: La novela –rama del árbol Literatura- es la expresión de la vida por medio del arte literario. Más aún, la novela es la imagen de la vida vista en el espejo de las letras. Y la vida no tiene épocas concretas. La vida está ahí desde Adán.

            ¿Dónde, en lo literario, novelesco, termina lo real y comienza lo ficticio? ¿De veras los personajes de novela son –cual dijo Unamuno- entes de ficción? Este personaje encerrado en las páginas de un libro, ¿no ha vivido realmente?, ¿no pudo existir ayer?, ¿no puede ser ese que pase, ahora mismo, por la calle?, ¿no puede manifestarse, mañana, en el niño que acaba de nacer? Los hombres de carne mueren. Los personajes llamados de ficción, imaginativos, novelescos, son inmortales o, por lo menos, renacen a cada instante, o resucitan, en la mente del lector que los liberta, leyendo, de su cárcel fría de papel. Y este personaje resucitado que vivió, o no vivió, de verdad, hace siglos ¿tiene época? Y el escritor que le dio vida y cobró fama gracias a él ¿puede ser, en rigor, encuadrado en los límites estrechos de una determinada centuria? Si son de ayer y son de hoy y serán de mañana ¿cuál es su época, en fin? Todas, es decir, ninguna. Esta es a mi modo la generalización de la frase de Larra en cuanto a lo novelesco se refiere. Quiere decirse que la novela –la Novela- no tiene edad ni puede decirse de una de ellas en particular –si ella es verdaderamente grande- que pertenece a una determinada época. Toda obra literaria tiene sus raíces en las honduras del corazón y del espíritu humano y éstos son universales en espacio y tiempo; éstos no son de ayer, de hoy y de mañana y así será mientras el mundo sea mundo y haya un hombre vivo sobre el Globo. De ahí que las grandes obras escritas no pierdan jamás actualidad. Ni sus autores tampoco.

            Sentado que la novela no tiene edad iré recto al fin de este trabajo y tal no es otro que el recordar a los olvidadizos que siempre –fíjese bien el lector- ¡siempre!, hubo tremendismo en las producciones novelescas y aún me atrevo a afirmar que tal tremendismo es necesario en toda novela que pretenda alcanzar algún valor o alta calidad. Y ello lo considero necesario porque he leído, últimamente, algunas “cosas” escritas, sin duda, por cándidos adolescentes optimistas en las que se acusa a distintos novelistas españoles, de la hora actual, de usar y abusar, sin compasión, del tremendísimo en cuanto sale de sus plumas. Esto del tremendismo literario considerado como de utilización reciente, me hace sonreír y pensar, como en adolescentes cándidos y completamente ignorantes de la vida. Parece ser que alguien ha descubierto “algo” a lo que es preciso combatir. Y no. No, porque toda producción literaria, toda novela, a la que falte su parte de crudeza, de realismo descarnado –la suciedad es otra cosa- carecerá, en definitiva, de valor por cuanto siendo lo literario novelesco imagen de lo real vital, siempre que prescinda de la verdad incurrirá en mentira, en falsedad. Y la realidad, la verdad, es que la vida, en sí, está formada, hecha, de contrastes: misterio, dolor, luz, oscuridad, gozo, sufrimiento, alegría, tristeza, belleza y fealdad extremadas. De ahí resulta que la vida es tremenda. No es una novela rosa. No es una de esas imbecilidades dulces, de azúcar, que se escriben para mujeres de mentalidad indefinible. La vida es dura, ruda, violenta, fea, para la mayoría de las gentes. Su imagen, por lo mismo, no puede resultar bonita, a no ser que el espejo mienta y, si miente ¿para qué nos puede servir? Por otra parte, aún en creaciones literarias de tipo puramente imaginativo – “La Divina Comedia”, por ejemplo – hay tremendismo. Y tiene que haberlo, no lo dudéis, en todo arte que pretenda retratar hombres. Y tiene que existir, no lo dudéis, en todos y cada uno de los momentos del Tiempo.Por que todo tiempo, toda época, da la luz –humanamente hablando- ángeles y diablos. Y no cabe que nos vendemos los ojos.

He dicho que el tremendismo -¿por qué tendremos que usar tantos ismos”?- no es reciente. Y no lo es. Es tan viejo, tan antiguo, casi, como el mundo. Empieza a ser en el Paraíso cuando Adán y Eva conocen su desnudez. Continúa en Caín dando muerte a su hermano. Es la vida. La imagen –es la vida también- está en el Génesis. Y a partir de ahí ¿qué no podré citar? Obras y autores de todo tipo y toda hora. Hay un período completo; el Romanticismo, aunque sus lobos se vistan de corderos. Y así, como un labrador que siembra el trigo a puñados, citaré: Esquilo de Eleusis, Sófocles, Eurípides, Homero, Dante, Shakespeare, Corneille, Racine, Moliere, Goethe, Víctor Hugo, E. A. Poe, casi todos los rusos, Chateaubriand, Lope de Vega, Calderón, Tirso, Lorca y dejémoslo aquí, por no cansar. A esos autores los conoce todo el mundo. A ver quién niega que, en muchas de sus obras, no podemos encontrar un fondo tremendista. Sólo que antes no se llamaba así. Y aquí ya habrá observado el lector que no se cita a Zola, ese asqueroso.

            Termino. El tema lo merece y acaso vuelva a tocarlo de nuevo. Será interesante comentar, otra vez, la imagen que refleja el espejo.

Playa con sol y sombra


            Como en las plazas de toros; sí, señor. En un próximo futuro la playa de Gijón tendrá sus zonas, a elegir, de sol y sombra, gracias a esos edificios altos que se van a construir en el Muro. Esta realidad, que ni Julio Verne fue capaz de presentir, hará que la playa gijonesa sea única, excepcional, notabilísima, inmejorable, distinta –con ventaja- de todas las otras y por ello más concurrida que nunca y que ninguna. Ya pueden hablarnos luego de los mares del Sur, ¡que risa! Lo malo es que, a lo peor, va el Ayuntamiento y crea un nuevo y original impuesto que haría alargar la cara a los bañistas –encogiéndoles el bolsillo- porque nunca se ha visto en playa alguna este letrero: “Arena de sol: dos pesetas espacio corporal. Arena de sombra, cuatro ídem, ídem”. Pero no. No creo que llegue a suceder, como tampoco creo que un edificio de ocho plantas alcance la altura de 28 metros, puesto que hasta el presente, las viviendas se construyen para personas como usted, como yo y como ese señor bajito que usa bastón, bigote y mal genio supersónico, sobre todo cuando le ganamos la partida de “mus”aunque bien pudiera suceder que de ahora en adelante –todo progresa una barbaridad- hay que construir pisos teniendo en cuenta que, quizás la Era Atómica nos sorprenda con la aparición de gigantes cual Polifemo, Gargantúa y su padre Grangousier, Goliat, Sansón y ... Primo Carnera ¡caramba! que tampoco es paticorto.

            Hay varios lectores, de esos que estudiaron –yo también- las cuatro imprescindibles reglitas, preguntándose por qué un edificio tal y cual no alcanza los tres metros de altura. Es muy sencillo. Porque suponiendo que sean tres metros de altura de cada planta (lo normal son 2,80 metros), ocho plantas suponen 24 metros de elevación, de modo que ya tenemos menos sombra.Aunque se persigue el bien y –lo que el astuto lector dedujo ya - opina que tal sombra, por las razones dichas, favorecen en vez de perjudicar. Además tampoco todo ha de ser sol y sombra, sino que hay que contar con la penumbra, la pobre, a quien nadie se acuerda de citar. Y, por otra parte, es muy probable que el hecho en cuestión origine la creación de famosas obras literarias al estilo de Daudet y Becquer. No será sorprendente que uno escriba sus “Cartas de mi arena de sol” y otro “epístolas desde mi sombra playera”. En fin, a mayor abundamiento, ahí es nada poder proclamar a los cuatro vientos y aun a todos los rumbos de la Rosa esa: “Aquí, Gijón. Playa con sol y sombra”. Como en las plazas de toros, sí, señor.

La generación de El Progreso


            CORRIENDO octubre de este año 1955, que muere para nacer a la Historia, sucedió en Lugo algo que todos, sin duda, recordaréis dados los escasos peldaños que desde entonces hemos subido o, si queréis, bajado por la escalera trágica del tiempo. Y fue ello que Luis José Quintela publicó un trabajo titulado “La joven generación lucense”, el cual tuvo la virtud o inmenso poder –un milagro en la tranquilidad patética de la vieja Lucus- de agitar, remover, las aguas mansas, reposadas, serenas, del reducido lago intelectual lugués. Lago, según lo estudian los niños –esos portavoces de la verdad desnuda- es “una porción de agua rodeada de tierra”. ¡Y cuánta tierra! ; Tierra áspera, improductiva, seca, rodea en el orden intelectual a nuestra amada Lugo. ¡Cuánto páramo, erial, sedienta estepa, alrededor del lago pequeñito de la actividad intelectiva luguesa! Pero esto son derivaciones.

            A raíz del trabajo que cito muchas mentes dormidas despertaron. Muchas luces cerebrales se encendieron, de pronto, no sé si para apagarse, luego, repentina y totalmente, después de un tenue y fugaz chisporroteo. Hasta parece ser que hubo su poquito de polémica provocada por el ensayo de “Picato”. Y esto saqué yo en consecuencia una vez hube leído, con muchísimo retraso, el “Punto de vista” que el mismo “Picato” escribió para mí con ocasión de la carta que yo le dirigí.

            Me gusta retornar, retrogradar, re-volver sobre aquellos asuntos que considero dignos de constante o, por lo menos, periódica atención. Hay puertos en la tierra –y en el cielo del quehacer humano trascendente- en los que vale la pena de recalar frecuentemente y aun de fondear en ellos para siempre; así como existen otros a los que jamás se debe regresar después de haberlos una vez conocido. Es necesario, según los casos, decidirse a quemar las naves o a levar anclas al instante.

            Este de la joven generación lucense es un motivo “vivo” y, por tanto, siempre actual, aparte el hecho de que, a mi parecer –salvo ignorancia imputable a este continuo peregrinar de una a otras regiones españolas a que me he visto forzosamente sometido en lo que va de un año a esta parte- no se ha concretado, centrado, con exactitud la cuestión, si bien a Luis José no le cabe en ello culpa alguna y si a Héctor Segán quien, al publicar su artículo “La generación de Luis José”, cometió el –llamémosle así –lamentable olvido que supone el ignorar la gran parte que EL PROGRESO, diario de Lugo, tuvo en el descubrimiento y ¿por qué no? en la gestación o forja de muchos valores literarios que, merced a él , pudieron darse a conocer, asomarse a la ventana pública, para ver y ser vistos, para formarse y formar, para enseñar y aprender, ya que toda acción humana encierra, implícitamente, un principio de reciprocidad. Y me refiero únicamente a lo que atañe a literatura por cuanto Segán hizo lo propio en su artículo aunque no sea demasiado infrecuente el caso de que un diario, una revista –un periódico- “descubran” o “lancen” a un artista no literato, cabiendo, además, preguntar si acaso la pintura no es literatura en colores o la música  literatura en sonidos, por poner algún ejemplo. Pero volvamos al sendero.

            EL PROGRESO  contribuyó en gran manera al descubrimiento, por lo menos en su faceta literaria, de la generación que Luis José clasificó. Armesto, Manuel María, Gallego el mismo Luis José, Cillero, Tuñas Bouzón, la Moratinos, Olano y el que esto escribe, por citar, así, repentizando, a unos cuantos representantes de esa joven generación de que se trata, cobraron dimensión pública, se proyectaron “provincialmente” y acaso también en el ámbito regional, valiéndose de EL PROGRESO como medio o instrumento más eficaz. De aquí el título de mi trabajo que bien pudiera ir unido al de “La generación de Luis José”. Y  cónstele a Héctor que no siento animosidad alguna contra él ni he escrito esto llevado por afanes polémicos a los que soy opuesto totalmente. Cada uno haga su obra, que algo quedará. Con todo me siento obligado a decirle que esa afirmación que hizo: “No me cabe duda de que Luis José Quintela acabará siendo como Larra un gran valor malogrado”- me parece completamente gratuita y fruto quizás, en aquel momento exaltada; de una imaginación exuberante y, porque Luis José, siendo actualmente un gran valor, que nos honra, si es cierto que aun puede superarse, no lo es que pueda malograrse; él ocupará ya siempre el puesto de honor que ganó a fuerza de estudio, trabajo e inteligencia. Y termino. Posiblemente sea criticado. Pero a todo hay que exponerse con tal de “dar al César lo qué es del César” y a EL PROGRESO, lo que le pertenece.

Carta a Luis José Quintela


       QUERIDO amigo filósofo, otrora compañero de andanzas en los felices años niños idos: Con cierto retraso, en gran parte imputable a la distancia en kilómetros que media entre nuestro Lugo y esta población en que, temporalmente, resido, ha llegado a mis manos tú, supongo, de momento último ensayo titulado “La joven generación lucense”. Trabajo ponderado, diáfano, valiente, sinceramente honrado, en el que encuadras dentro del ámbito provincial –reflejo y espejo del nacional- a aquellos jóvenes intelectuales, artistas pensadores, que después de la postrera convulsión sufrida por el país en el año1936, y acaso debido a ella, encarnan en la actualidad posturas, estilos, interpretaciones, preocupaciones, tendencias, formas propias de entender y de reaccionar ante los problemas vitales que plantea la hora presente. Prescindiendo de la lista de nombres en la cual posiblemente sobre alguno y, quizás, falten otros con tantos o más méritos que los citados para figurar en ella, entiendo que tu trabajo ha sido perfectamente logrado y encierra motivos de profundo interés y dignos de más amplio estudio, sobre todo en cuanto te lanzas a bucear en las honduras del proceloso y agitado y confuso mar de la realidad humana que vivimos acerca de las causas productoras del  actual desequilibrio social. Considero oportuno felicitarte, públicamente, por ello, haciendo constar que un punto ha llamado poderosamente mi atención. Aquel en que dices: “... el pecado tiene dos fuertes aliados: la ignorancia y la miseria. Es indudable. Y claro está que miseria, ignorancia y pecado, de tal modo están ligados entre sí que, en la ruleta de la vida alternativamente tocan en suerte pudiendo afirmarse se verifica en ellos la monstruosidad de ser al mismo tiempo padres e hijos, causa y efecto, antecedente y consecuente, principio y fin. Ignorancia y miseria son origen de todo pecado. De los pecados contra la Humanidad, contra la Sociedad, contra la Patria, contra la comunidad pública y privada, contra la especie, contra el derecho de nacer, contra el derecho de vivir, contra la propia conciencia incluso. Tales pecados, a su vez, producen la degeneración moral y física de los individuos, células del gran cuerpo social, con la consiguiente corrupción de éste. La solución que nosotros aportamos es única y doble, como tú bien señalas: Cultura y Pan. A este respecto recuerdo que, en uno de mis artículos. –“Más luz”- escribía: “Poned libros en todas las manos”. Y en otra parte del mismo: “Pero hay un alto peldaño que no se puede remontar sin ayuda; es necesario alargar el brazo y tender la mano a los suplicantes que intentan subir”. Me faltó añadir: Llevad alimento a todas las bocas. A la vista de tu trabajo con gusto amplio lo que entonces dije.

            Destacas, fundadamente, el problema de tipo económico que late como una herida infectada en las capas menos dotadas de nuestra sociedad. Urge una quirúrgica operación urgente. Solucionado éste, estaremos en condiciones de superar aquel que indicas como existente y producto de la diversidad regional de cultura y el cual tiene sus raíces en diferencias geográficas, así como aquel otro de las distintas concepciones del mundo y de la vida incrustadas diferencialmente en las mentes de nuestra nueva generación. Es necesario llegar a una unidad de criterio en el orden vital. Logrado esto habremos conseguido una conciencia nacional unificada que –verificada la de orden interno- ¡servirá de base para el establecimiento de esa pacífica y feliz convivencia internacional tan deseada y que parece imposible de alcanzar por cuanto, hasta el presente, son contados los que, sea cual sea su “generación”, adoptan ante la vida una actitud profundamente humana sin la cual jamás será posible llegar a un entendimiento ni levantar construcciones ideológicas sobre un cimiento común. Esa postura ejemplar de interés hacia el hombre en particular y hacia todo problema, ya sea individual ya colectivo, de la que son maravilloso exponente –cito los más representativos- dos de los nuestros en especial: nuestro entrañablemente querido periodista Armesto y nuestro no menos apreciado poeta Manuel María, el “xograr da Terra Chá”.

            Y ahora ya, querido filosofo, solo me resta añadir que has acertado plenamente, también, al reclamar atención hacia esta juventud que irrumpe en la vida mundial –nuestra vigorosa proyección desconocerá toda frontera- propugnando soluciones que, al fin, no son más que un regreso al Evangelio: cultura, pan, mutuo respeto, mutua comprensión y la necesidad de inyectar en cada corazón una carga mínima de amor hacia nuestros semejantes, seres que, en definitiva, tienen el mismo origen en la carne –Adán- y el mismo fin espiritual –Dios en la eternidad.

 

Con un abrazo de tu afmo.
JOSE LUIS GARCIA MATO
V. y Geltrú, octubre de 1955.

Uila Alua


            Aquella “Uila Alua” del año 1280 en que aún vivía Pedro Novo, su notario, es –en el nombre- esta misma Villalba de hoy, si bien, con el paso de los siglos, han cambiado muchas cosas; los hombres, las costumbres, los gustos, los vestidos, las formas, el tamaño; incluso el paisaje ha variado un poco. Y no puede precisarse muy bien si todo esto es mejor o peor que lo existente ayer, cuando Rodrigo Sánchez, el fundador legendario, o cuando Fernández Pérez de Andrade, “O Bóo”, que dicen que fue siempre un señor bueno amado por todos sus vasallos; o aún cuando Nuño Freire, el déspota, que fue cruel y fiero señor y de quien sus siervos dijeron que era “un señor muy fuerte y duro y que no lo podían comportar”. No sé, porque yo soy hombre de esta época y no creo como Jorge Manrique que “cualquiera tiempo pasado fue mejor” No sé si el ayer de mi villa fue mejor o peor que el presente. Lo que sí sé es que fue distinto y que han cambiado muchas cosas hasta la forma de vestir, la cual era aun típica y bien curiosa en el pasado siglo XIX, si hemos de creer en el dibujo que nos legó el historiador Mato Vizoso. En última instancia es que puedo afirmar que el ayer fue absolutamente necesario pues nada hay sobre la Tierra que pueda fundarse en algo intemporal. El Tiempo es el cimiento sobre el que Dios basó al mundo dejando que del libre albedrío de los hombres dependiese el construir sobre él. Así nació Villalba, sin duda, la “Uila Alua” del notario Pedro Novo. La villa que, en algún tiempo, necesariamente hubo de ser solo un castillo. Así nació, seguramente, cuando aquel Rodrigo Sánchez de leyenda, u otro, no se qué guerrero, o qué bandido, o qué señor, quiso aprovechar el cimiento de Dios. Y levantó un castillo que había de ser raíz cuna y principio de la hermosa Villalba actual.

            Aquélla “Uila Alua” de 1280 que antes fue llamada “Villa de Villarente” y luego “Villalba de Montenegro” presenció luchas cruentas y atroces hechos. Bien parecía que un dios adverso y envidioso de la belleza y feracidad del lugar quisiera borrar de él toda señal de vida. Casi lo consiguió sirviéndole de instrumento aquel señor de Lemos, Fernán Ruiz de Castro, el destructor. Pero algo supervivió en los hombres que escaparon a la muerte: el afán de reedificar, de aumentar, de crecer, de multiplicarse, de volver a vivir. Y Uila Alua” siguió “siendo” porque no todos los hombres murieron, o bien porque otros nacieron llevando dentro ese castillo interior que no puede ser demolido por las guerras, ni por las enfermedades, ni por la miseria, la peste, la muerte, el hambre. Ese castillo interior, hecho con bloques de amor al lugar de nacimiento, que cada ser humano lleva dentro y deja, como precioso legado a sus descendientes, al desaparecer físicamente. El amor a la tierra, al celaje, que se nos figura distinto; el amor al árbol, y a la fuente, y al ave y a la sombra y a la luz. El cariño hacia todo eso que se ha visto en el rincón donde se nace y que se ama ya siempre, aún más allá de las fronteras negras de la muerte. Ese amor profundo que nace en la niñez, crece en la juventud y se agiganta en la vejez, cuando ya se presiente que los ojos han de cerrarse pronto para nunca más volver a abrirse. Ese amor que hizo posible la realidad actual de mi villa y que yo, juglar villalbés, que aún no trovador, quisiera saber interpretar, reflejar, en versos recios y sonoros que recorriesen el mundo de confín a confín, cantando a Villalba, mi amada, pues no ignoro aquello que dijo Don Sem Tob de Carrión el Rabí, que

 

“La saeta alcança

   hasta un cierto fito

   más la letra alcanza

          desde Burgos a Egipto”.

 

            Y sé que escribir sobre mí villa es el gran medio de darla a conocer al mundo entero.

            Toda guerra se hace por amor. Los hombres amaron a Villalba, durante siglos rudos, y, por tanto, pelearon por ella y contra ella, con afanes de conquista o reconquista como se lucha por una mujer. Hasta que la paz pudo llegar y la villa, “Uila Alua”, crecer tranquilamente a sus pies tendido, verde alfombra de Dios el valle feraz y exuberante. De los siglos pasados quedó un recuerdo de piedra que es esa Torre del homenaje singular. Los siglos futuros verán lo que hoy es admirado por nosotros desde las tierras altas de Mourence, otrora recorridas por el cura poeta Chao Ledo: una pirámide colosal, multicolor, que está hecha de piedra, de hierro, de cemento y madera, de cristal, esas cosas que combinan los hombres para construir edificios –jaulas grandes- en que encerrar sus vidas pequeñitas de termitas humanos. Los siglos futuros verán, he dicho, una pirámide porque la villa está situada sobre un cerro, altozano o colina, que las casas fueron cubriendo desde abajo, ocupando planos de elevación distinta, hasta llegar al castillo y avanzar más allá. Ahora han ganado ya la cima, sólido ejército al ataque. Mañana cruzarán los ríos, para ganar las llanuras que hay al otro lado, y la villa será una ciudad que tendrá sus poetas, sus pintores, sus músicos y también sus políticos, como los tuvo la villa. Entonces el fundador Rodrigo Sánchez, aquel que tuvo un sueño de piedra y mandó erigir el castillo, podrá dormir en su tumba, ya para siempre tranquilo, porque Villalba habrá alcanzado la plenitud que él soñó.

Sitges, la internacional


            A nadie puede extrañar el título de este trabajo, puesto que malo es  eso de hablarte en catalán sin saber si tú lo entiendes, Sitges, Blanco Refugio, Villa Blanca, Blanca Subur –que por todos estos nombres se la conoce, por lo menos en Cataluña- es mundialmente conocida y temporalmente frecuentada por destacadas personalidades afectas al mundo de la política, de las finanzas del arte, de la industria, del deporte.

Sitges, a la que casi todos conocéis a través del noticiario cinematográfico NO-DO, es una villa de eso; de película. Hace poco tiempo, muy poco, estaba aquí Hollywood representado por Errol Flyn, Anna Neagle y Patrice Vimore, además de Hervet Wilcox, director filmando “King´s Rapsody”, inspirada en la vida del ex rey Carol, uno de tantos ex-reyes a los que Sitges ha venido hospedando. Ignoro si los citados artistas –“astros” y “estrellas” rectificará alguno- continúan todavía por ahí exhibiendo su desfachatez “made in USA”. Si se han ido ya es lástima porque su presencia iba bien a tono con el ambiente que se respira en la villa; ambiente de novela  rosa, de cuento de hadas, de sueño de muchacha a la que no gusta el trabajo ni el pan que se gana con el sudor de la frente. Para hacer películas, y para soñarlas también, Sitges, desde luego, se presta a maravilla. El que por primera vez llega a este pueblo recuerda inmediatamente, por asociación de ideas, a “Alicia en el país de las maravillas”, aunque luego la vista de otras muchas posibles Alicias no tan candorosas e inocentes como la del cuento le vuelva bruscamente a la realidad y piense: “Por aquí se hace propaganda a la carne. Un Eros impúdico es el dios de esta zona- ¿Por qué se consiente la práctica del amor en público? ¿Podrán enrojecer las mejillas de ese montón de carne fofa?” ¡Hombre! –me grita un diablillo en el cerebro -¿no sabes que son turistas? ¡Ah! –respondo yo-. Todo se justifica.

Sí; Sitges es una villa internacional. Es verdad; aquí todos son turistas y todo está preparado para ellos; de forma que no hay que extrañarse ni llamarles al orden, aunque se aparten y alejen muchas millas de la playa de las buenas costumbres. (Fíjese el lector en que, según nosotros lo entendemos, decir turista, es decir extranjero; en este sentido aplico yo la palabra).

            “Bueno, pero... en Sitges hay suburenses ¿no? “-me dice el diablillo del cerebro-. Sí; hay suburenses atendiendo a su negocio, que es vivir de los turistas. Se venden toreros, majas desnudas, “cantores” flamencos, etc.; ya os dais una idea de lo que quiero decir. Luego, hay sus cines, sus restaurantes, sus bares, su “Hotel Terramar”, su pista de baile, su Paseo de las Palmeras sus preciosas vistas, su etc., etc., otra vez, y venga juerga y vengan turistas a juerguear, que son los que dejan el dinero.

Blanca Subur está a cinco minutos de tren, desde Villanueva y Geltrú, donde yo resido. Por 1,80 pesetas voy allá. Por otras 1,80 pesetas vengo. Es decir, que me sale baratísimo cansarme de ver turistas y de que ellos me vean a mi. Yo soy un espectáculo, a su parecer. Ellos son un gran espectáculo, al mío. Yo voy metido dentro de un traje serio, de hombre, y llevo corbata. Ellos usan un taparrabos mínimo o sí acaso un pantaloncito de niño. Ellas... vale más callarlo. Lo que no acabo de comprender es por qué todas son tan feas y todos tan desgarbados; no me lo explico, y lo malo es que tampoco sabe la razón el diablillo ese del cerebro.

            “Salida. –Sortie - –Exit. –Ausgang. –Al apearse del tren es difícil no encontrar la salida porque es difícil que uno no sepa español, francés, inglés, alemán. Hay un indicador de dirección en cuatro idiomas además de una flecha descomunal. Tampoco vacilará uno en penetrar en los establecimientos por temor a no ser entendido, siempre que sea francés, inglés, italiano o catalán. Si es español –quiero decir español no catalán- se verá en aprietos, puesto que los rótulos exteriores solo dicen: “Si parla italiano. –English Spoken. –On parle francais”. Lo cual da a entender que no se habla lo demás, siendo lo demás el castellano; pero no, digo, si, se habla. En cuanto uno dice que no entiende el catalán le hablan en más o menos correcto castellano, y vamos tirando, que diría otro a quien conozco; no hay que extrañarse de nada en una villa internacional. Ya, claro; pero  es la costumbre de toda Cataluña; hasta los sacerdotes, desde el púlpito, predican en el dialecto de Verdaguer y tú que eres tan religioso como el que más, no té enteras de lo que dice y murmuras “sotto voce” alguna bellaquería, porque te encuentras molesto y sabes que no debieras de estarlo dentro de las fronteras de tu país. Bueno. El caso es que ya dejé aclarado por qué Sitges –Siches, pronuncian los catalanes- tiene derecho a titularse como yo lo he hecho, la internacional.

Lugo, ejemplo y voz


            HECHAS están la historia y la leyenda lucenses. Nada podré añadir ya, pues, al hecho histórico o al hecho legendario. Todo está registrado –todo pasado, digo, ficticio o real- en los libros escritos por los hombres; aunque sea verdad que millares de seres ( a pesar de lo escrito) a lo largo y a lo ancho del largo y ancho del mundo, ignoran la existencia de Lugo, ciudad más divina que humana porque el amor de Jesús lo quiso así. Pero Lugo está ahí –aquí, en una punta del país. Ella, la gran adoradora, la ejemplar, la Ciudad de la Vida, está viva y está de rodillas y tiene los brazos abiertos –y los ojos- y reza por el mundo aunque el mundo la ignore. Y esto no resulta nada extraño porque también es cierto que el mundo –el nuestro- ignora a Dios. Pero Lugo está, permanece, vive, vela, reza, ante Jesús constantemente expuesto, por singular privilegio, aún a tu pesar ¡oh mundo necio e incrédulo!, para supervivirte por la Fe, esa desconocida que ocultas tras la gran estatua que has levantado en honor de tu diosa, la Ciencia. Lugo, ejemplo y voz, está, permanece, vive, vela, reza, para implorar tu redención a Aquel que es el Camino, la Vida y la Verdad. Tu redención, ¡oh mundo prisionero en la telaraña viscosa del Placer!

            No podéis negármelo a mí, que soy uno de vosotros. No podéis desmentirlo. Hemos construido grandes estadios –las catedrales del Deporte- para congregar a la masa fanática que gesticula y vocifera ante los deportistas, nuestros semidioses. Hemos inventado la radio y el motor, es decir, el estruendo. Nuestros cerebros han concebido y puesto en práctica la idea de las bombas terribles que desintegran el átomo; esto es hemos superado inmensamente a los anticuados productores de la ruina y de la muerte, antiguos asesinos recientes: el fusil y el cañón... Nuestra ambición es vivir sobre los muertos –a costa de ellos- siendo los más fuertes. La caridad es un mito. La velocidad otra diosa. La violencia ley. La fuerza razón. Tenemos diosas a montones. Y todo ello a espaldas –a pesar, pensamos- del verdadero Dios. ¿Hemos dejado de ser hombres? Acaso. Más bien puede decirse que somos diablos orgullosos en nuestra pequeñez. Dios está quieto, como siempre, y espera. El no necesita correr para estar al mismo tiempo en todas partes. Espera –sin castigar- silencioso y magnánimo, porque en alguna ciudad del planeta –Lugo es una- existen por lo menos diez justos.

            Este es el siglo –creemos- de los insuperables. ¡Ah, la Ciencia! ¡Ah, nosotros los superdotados! ¿Quién fue ese pobre Cristo que no conoció el automóvil, el avión, el submarino? Después de nosotros, otra vez, ¡el Diluvio! ¡Nosotros somos los invencibles! Pretendemos aturdirnos con nuestros pensamientos, con nuestra bulla, con nuestras invenciones. Algo queremos olvidar. Tratamos de ahogar el sonido de la Voz y de cerrar los ojos al Ejemplo. Es un imposible. La voz –Lugo- se deja oír. Y el ejemplo –Lugo- se nos mete, sin desearlo, por los ojos. Y día llegará en que podremos seguir, imitar, el ejemplo porque la voz, en nombre de Jesús, dirá a la Humanidad, nuevo Lázaro muerto y putrefacto: “Lazare veni foras”. El ejemplo de Lugo enseñará al mundo a arrodillarse y su voz le enseñará a rezar. Entonces los hombres todos sabrán de la existencia de este altar inmenso que es la Ciudad del Sacramento, Lugo, la bien amada de Jesús. Entonces, sabiendo de Lugo, los hombres sabrán de Cristo. Y Lugo, la adoratriz inasequible al desaliento, dejará de ser “una voz que clama en el desierto”.

            Os estaréis preguntando por qué razones he llamado a Lugo “ejemplo y voz” o si, por ventura, pretendo erigirme en profeta, siendo así que ello tiene fácil explicación.

            Hablo de Lugo. Una ciudad sencilla, modesta, creyente, cristiana, mansa, humilde. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón –dijo el Maestro-. Y Lugo aprendió y por eso es así: una ciudad con alma de niña que ama a Cristo-Jesús con un amor antiguo no desmentido nunca, y que por eso mereció la gracia, el privilegio sin par, de ser la única en cuya Catedral Basílica está el Sacramento constantemente expuesto, los días y las noches, siendo esto posible también porque en ella existen adoradores constantes, almas que son lámparas votivas en las que no faltan nunca el fuego y la llama de un acendrado y fuerte amor hacia aquel que es el Amor. Y en esto consiste el Ejemplo que Lugo da al mundo alejado y olvidado de El; el que se ha quedado entre nosotros por amor. Y es éste un ejemplo siempre nuevo que data de lejanas fechas. Dicen, con fundamento, que era ya en el año 569, cuando Teodomiro. Ejemplo que, en el año 1896 –el 21 de agosto- en vísperas de celebrarse el Segundo Congreso Eucarístico español hacía escribir al cardenal Vaughan, obispo de Westminster, lo siguiente: “La gloriosa historia de la devoción del Clero y fieles de Lugo hacia Nuestro Señor Sacramentado ha causado una profunda impresión en mi alma. Es para mí un poderoso estímulo para seguir en Londres el ejemplo que nos ofrece la antigua ciudad de Lugo. Deseo que la Capilla del Santísimo que se ha de erigir en la Catedral de Westminster, la primera Catedral que se dedica a la Preciosísima Sangre, sea afiliada a la Grande Iglesia del Santísimo Sacramento de Lugo. Cuando llegue el tiempo solicitaré este favor del señor Obispo de la Diócesis”.

            Y en esto, repito, consiste el ejemplo que da Lugo. En ser un Congreso Eucarístico permanente, ya que innegable es que aquí se congrega diariamente multitud de fieles, para adorar al Santísimo, desde una fecha tan lejana que no hay hombre, ni libro, que pueda precisar exactamente cuál fue.

            ¿Y la voz? He aquí que Lugo ora y canta ante el Sacramento desde hace casi 1.400 años por todos aquellos que no saben o no quieren hacerlo. He aquí que Lugo, la adoradora milenaria de Cristo Sacramentado, no cesa de exhortar en alta voz a todos los pueblos de la Tierra. Y la voz llega hasta el último confín, convertida en poderoso clamor. Y hay millones de ecos que repiten: “Venite adoremus”. Y el estruendo de la radio, de la máquina, del motor, deja de oírse. Y la nube, y la noche y el rayo y el río y el árbol y el hombre escuchan la gran voz, la voz de Lugo, que repite incansable el gran grito: “Venite adoremus”, “Venite adoremus”. Y todo, menos el hombre canta: “Adoro te devote latens Deitas”. Pero también el hombre ha de rendirse al Amor.

            Y esto, no otra cosa, es que lo que Lugo pretende con su voz, con su ejemplo, con su apostolado. Que el mundo todo adore al Sacramento. Por eso, cada año, renueva la solemne y antigua ceremonia de la Ofrenda a Jesús Sacramentado, para hacer más potente su voz; más vigoroso su ejemplo. En la festividad de Corpus Christi, Lugo, ejemplo y voz, una vez más os repite: “Venite adoremus”. Aprended, pues, hombres, lo que significan el ejemplo y la voz de esta ciudad añosa, con alma de niña, que es así porque aprendió del Maestro. Y porque “Hos hic mysterium fidei firmiter profitemur”.

Ibros, huella ibérica


            ENTRARON por el Sur. Eran morenos, fuertes, valientes, aguerridos, nobles, resistentes y –paradoja aparente- pacíficos. Vinieron a vivir de la agricultura, pero vivir es guerrear y por ello sabían combatir. Además sabían morir, lo que es la ciencia de la vida. Fueron aquellos que nos enseñaron a conocer del bronce y del cobre. Los mismos que, al decir de los griegos, fundaron el mítico imperio de la Atlántida. Aquellos a quienes quiero imaginar, soñar, cabalgando a pelo en la paz y en el combate, flamígeras las espadas al sol; sueltas al viento largas crines de caballos y largas cabelleras de jinetes. Eran un pueblo grande porque sabían fundar, construir, permanecer y luchar. La prueba está en Ibros, huella en la piedra y en el nombre.

            Los pueblos acostumbran a enorgullecerse de su historia. Sea válido, aun cuando la Historia, siendo pasado en todo caso, es algo relativamente reciente, es decir presente relativo. Ibros tiene más que historia. Tiene también prehistoria conocida, lo que no pueden decir todas las villas de España. Y es que Ibros, huella ibérica, era ya fortaleza, castillo, asilo y refugio cuando España aún no sabía escribir.

            La prehistoria de Ibros está ahí –cerca de mí ahora- en ese callejón que el pueblo llama “de los Peñones”. Prehistoria hecha en piedra. Restos gigantes del que fue gigante, ibérico baluarte. De ahí salían hombres a luchar y a vencer o a morir cabalgando.

            Pueblos de ayer exhiben, inmodestos, sus fortalezas de anteayer. Ibros ha callado hasta el momento. Si acaso, una fotografía de la notable construcción ciclópea en cualesquiera libros, rudimentos de Historia, que llegan sólo a las manos –siquiera fuera a los ojos- de estudiantes imberbes que ascienden cansinamente por la escalera del Bachillerato. U otra fotografía y somera noticia en algún tratado, sin sal ni pimienta, de Arqueología y Bellas Artes, como aquel del P. Ayerve que os cité en mi trabajo “Por los caminos del aceite”. Y no pasa de ahí. Permitidme por eso que os diga, a los que lo ignoráis: “En España es Ibros, famosa huella ibérica.”

            Alguno pensara: “Bueno ¿Y que más? No es poco, digo yo, haber sido una de las cunas primeras del país. Y mucho significa el tener la prehistoria a la vista cuando otros pueblos tienen historia solamente y acaso muerta ya, sin posible proyección futura. Ibros tiene un valor definido en ambos casos. Lástima que el marxismo haya entregado a fuego cuantos legajos podrían servir para basar un trabajo amplio y bien fundado. Pero algo más podemos añadir. ¿Por ventura los iberos, es decir, los ibreños, no se hicieron famosos en todo el mundo antiguo? Escuchad el estrépito, el estruendo, el rumor, el clamor. Son los iberos combatiendo en Siracusa  contra Dionisio el Antiguo, contra Timoleón, contra Agatocíes. Cartago no era bastante fuerte y recurrió a ellos para luego venderlos. Atended a ese golpeteo de cascos contra el suelo. Sobre Roma avanza un huracán. Iberos –ibreños- a caballo. Oíd esos gritos de victoria. Son los iberos que ganaron para Aníbal las batallas de Trasimeno y de Cannas. Asdrúbal y Magón dirigen, admirados, la carga incontenible. Roma tiembla por primera vez. Allá lejos, en Ibros, mujeres solitarias esperan la vuelta de los centauros asombrosos. Y así fue llegando a la actualidad esta villa que os presento y que, quizás no conocéis muy bien o, lo que es peor, no conocéis bien ni mal. Es defecto del hombre de hoy admirar lo extraño y desconocer lo propio. Por ello, escuchad este ruego: “Venid a Ibros. Sabed. Ved. Admirad. Recordad. Esta es una de las cunas de España.”

Patética del olivo


            SI desde siempre deseé ser poeta –buen poeta-, nunca con más intensidad que cuando me fue posible contemplar de cerca (años 1945-47; viajes a Marruecos) la extraña deformidad, las alucinantes formas inconcretas, aterradoras, torturadas, del árbol del aceite. Ahora, nuevamente en el Sur, me ha llegado el momento de escribir sobre él. Y temo que en Galicia no comprendan muy bien este trabajo.

            Contemplando al olivo el alma medita, sin remedio, presa de encontrados sentimientos. Ternura, asco, admiración, desprecio, pena, temor, opresión, asombro, enojo, lástima. Un mundo de ideas encontradas, contrapuestas, se amalgama extrañamente en el cerebro. No se sabe bien si reír o llorar; huir o permanecer. El espectáculo del olivar, ante los ojos, retorciendo sus formas sombrías, se muestra a la vez, como todo lo deforme, ridículo y sublime. Tal cual todo lo contrahecho, el olivo se nos antoja al mismo tiempo encarnación vegetal de la tragedia y la comedia. A la luz del día, ante el árbol trágico, el espíritu del hombre solo puede abrir dos puertas: la de la risa o la del llanto. En la noche una sola: la del miedo. De ahí que yo quisiera ser poeta para poder escribir el poema inédito, gimiente, doloroso, del árbol torturado. Pero no siéndolo; negada que me es la posibilidad de crear la patética poética del olivo, escribiré –mero intento- su patética prosaica.

            Para la mayoría de nosotros, los hombres de este siglo, el agua, el árbol, la piedra, la gente, son apenas cosas con las que tropezamos en nuestro veloz caminar hacia el altar del dios Oro, cosas que, en realidad, nos sirven únicamente de estorbo. Algunos seres humanos existen, sin embargo, -¿los otros lo son?- que suelen pararse a meditar ante esas mismas “cosas” que la mayoría desprecia. Y no se sabe bien, tampoco si esto es para ellos desgracia o suerte. Sucede, a veces, que yo procuro formar parte de esa minoría que lenta, tranquila, amable, sencilla, generalmente suele ser sensible, humilde, graciosa, compasiva y ¿cómo no?, despreciada. Perdóneseme, en gracia a ello, el atrevimiento que supone el enfocar un “motivo” que, en mi opinión, sólo sabría resolver con acierto un poeta de la talla de Rubén Darío; un motivo que ha resuelto sombríamente, en pintura, Gustavo Doré.

            El olivo es un árbol chato, bajo, informe, feo, desfigurado, solitario en compañía. Más que un aborto es una náusea del Reino vegetal. Sus deformidades resultan impresionantes. En suma, el olivo es un árbol patético Su fin es dar aceitunas y arder. Con su madera no se podría construir un cadalso ni de sus ramas podría pender un ahorcado; llegarían al suelo los pies. Perdido en su peonía, este árbol no podrá nunca acariciar con sus ramas las ramas de un hermano de suplicio. A pesar de crecer a millares en el mismo latifundio, sobre una tierra en donde no existe el pegujar, sufre la trágica condena de ser solitario entre una multitud; sentimiento no extraño, por cierto, a muchas almas. He ahí, quizás, la razón de su mudo grito de dolor expresado en una plástica horrenda.

            Recordáis sin duda, por lo bien descrito, el espanto de aquella pequeña Cosette que Víctor Hugo sitúa en “Los Miserables”, yendo a buscar agua a la fuente del bosque. La niña temía, sin saber a qué, contemplando en la noche las formas imprecisas, movibles, fantasmagóricas, de árboles y hierbas. Pues bien, terror de niño infiltrándose, frío y despiadado, en el alma del hombre, es lo que se siente cuando la noche llega y nos sorprende rodeado de olivos. Una visión dantesca. Un infierno de formas silenciosas, aterradoras, amenazantes, dramáticas. Y siempre, de día y de noche, el olivo –plástica vegetal del sufrimiento- interpretando su oración, o su llanto, o su amenaza, o su súplica. Brazos deformes, retorcidos, de leproso. Dedos crispados. Miembros anquilosados. Manos implorantes, suplicantes. Manos hinchadas, de reumático. Manos cerradas. Manos abiertas. Garras apocalípticas, zarpas de fiera mitológica, alzándose desafiadoras hacia el sol ardoroso; hacia la fría estrella. Jorobas despellejadas. Esqueléticas bayaderas interpretando danzas fúnebres. Gemido silencioso y profundo de la Tierra, esa gran madre. Dolor inmenso de la Tierra, esa gran madre. Dolor inmenso de la Tierra, esa gran tumba. Algo llora el olivo. Algo horroroso y tremendo como el misterio de morir. Dolor de todas las madres que dan a luz. Dolor de todos los hijos que han perdido a su madre. Dolor de la tierra. Dolor del cielo. Dolor del hombre, de la mujer, del niño. Dolor del pobre, del presidiario, del agonizante, de la abandonada. Dolor de toda la humanidad castigada. ¡Dolor; dolor! Drama universal. Esto interpreta, representa, simboliza, la deformidad del olivo. El olivo: esa inconsecuencia vegetal; ese payaso trágico de madera. Y yo he escrito, bien o mal, acerca de su formidable patetismo. Mentiría, con todo, si no dijese que el olivo niño, como todo lo niño, más que algo gracioso es algo lindo.

Por los caminos del aceite


            SIRVA este mi primer trabajo desde el Sur para enviar un saludo cordialísimo a todos mis amigos y lectores. (Saludo que ha de encerrar especial afecto para ti, amigo Armesto, periodista de la pluma tajante. Y para ti, Manuel. María, poeta de mi querida Tierra Llana).

            Transitando yo, norteño, por los caminos del aceite esperaréis, sin duda, que inicie un canto a los olivos –olivos ancianos, olivos jóvenes, olivos adolescentes, olivos niños- que crecen a millares, a millones sobre esta tierra de Jaén, provincia hasta ahora la Cenicienta de España. O confiaréis en que escriba un párrafo de prosa poética en honor a la belleza purísima de los almendros en flor que destacan su pincelada blanca en medio del oscuro olivar interminable. O bien os gustaría leer una descripción de Baeza, la monumental; de Úbeda, la de los cerros famosos; de Martos, la de la trágica leyenda; de Bailén, la memorable. O aún que os hablase de Cambil –paisaje de Nacimiento-; de La Guardia, allá arriba, haciendo honor a su nombre; de Linares, la minera; de Mancha Real, construida en paralelas –geometría ferrolana-. Y no. Quiero presentaros a Ibros, un pueblo pequeño y sencillo; pero notable; muy notable.

            Ibros –mi residencia momentánea- ya os he dicho que es pueblo pequeño y sencillo. Como todos los pueblos tiene su tonto, su listo, sus medianías y sus conatos de cacique. Sus ricos y sus pobres. Su pasado y su porvenir. Está situado en los caminos del aceite. Ahí, cerca, están Baeza, Úbeda y Linares. Pero nada de esto es importante; no muy importante. El mérito de Ibros estriba en que es el único pueblo de España –prescindamos de Tarragona- que conserva, y en bastante buen estado, restos de aquellas sólidas construcciones –murallas ciclópeas- que construían los iberos.

            Aquí hubo un castillo o fortaleza ibérica que ocupaba una extensión superficial de ciento once metros cuadrados. A este castillo se refiere el P. Francisco Naval Ayerve en su “Curso Breve de Arqueología y Bellas Artes”. Cito esta obra por si alguno siente la curiosidad de investigar –acerca de la verdad de mis afirmaciones. Habiendo estado Ibros dividido en dos partes “Ibros del Rey” e “Ibros del Señorío”-, los restos que actualmente se conservan de aquélla formidable construcción, se encuentran situados en la parte que, aún hoy día, los ibreños denominan “el Señorío” y que pertenecía al Conde de Santisteban. He aquí el motivo de que yo haya preferido escribir, antes que nada, acerca de Ibros, un pueblo pequeño y sencillo.

            ¿Qué lugar de España no habrán pisado los romanos? También llegaron a Ibros. Vencieron, vivieron y murieron. El doctor Joaquín Padilla Vicioso –de este pueblo- conserva en su domicilio una lápida funeraria en la que puede leerse, en caracteres latinos: “D. M. S.,- Graphie Rhodopis Lib- AMN XXXXIIX. Hic S:E: -STTL.- Maritus Piedati-“. Posee además un silbato de barro y una moneda del tiempo de Trajano; y no es el único. Monedas romanas se encuentran en Ibros a cada momento; al demoler una casa; al hacer una excavación. La “paz romana” ha dejado sus recuerdos sin destruir lo ya existente: el castillo ibérico famoso cuyos restos gigantes desafían al tiempo, todavía, y a los elementos.

            Podría achacarse presunción a mi trabajo. Quiero dejar sentado que escribo solamente para dar noticia a los profanos. Y termino habiendo llenado ya mis tres habituales cuartillas.

Ibros, esa muchacha linda


            Cuando llegan las fiestas patronales de un pueblo suele editarse siempre, con o sin ambiciones, según los casos, un programa como éste que ha llegado a vuestras manos. Unos articulillos, unos anuncios, unas fotografías y ya está. Ocurre casi siempre también, que esos articulillos se refieren únicamente al notable repique de campanas, al estampido de cohetes, al juego de luces que se instala, al buen sonido de las bandas de música y a la enorme cantidad de guirnaldas, banderitas, etc. que adornan las plazas y las calles. Eso está muy bien, desde luego, pero cansa. Tratemos, hoy, de ser originales. Ibros se lo merece. Ibros que, un año más, va a celebrar, bullicioso, sus fiestas; o ferias, según queráis.

            Yo soy el programa de festejos de Ibros, es decir, soy el alma de la villa que, como las fiestas, solamente una vez al año, puedo mostrarte desnuda. Y te hablo a ti, ibreño, hijo de mi tierra, de mis piedras, de mis edificios, de mi cielo. Y te hablo a ti, forastero, cualquiera que sea el azul bajo el cual hayas nacido. Porque ninguno de vosotros me conocéis bien.

            Vivís en mi –vosotros los ibreños-. Pasáis por mí –los forasteros- alguna vez. Y, hasta ahora, solo se os ha ocurrido pensar: “He ahí a Ibros, un pueblo nada interesante”. Como si yo, desde que era niña con muchos churretes en la cara, no hubiera visto nacer cinco mil soles diferentes; uno cada año. ¿Qué sabéis vosotros de mí, ibreños, forasteros? Bien quisiera que hubierais visto lo que yo. Y que pasara por vosotros, como pasó por mí, la historia de cien pueblos diferentes. Recuerdo, de mi niñez, el galope de los iberos formidables, jinetes sobre raudos corceles; cabelleras, como de mujer, flotando al viento.

            Eran aquellos que tenían el alma y la espada de mejor temple del mundo. ¡Y que rudo dolor me causaron en el pecho las pisadas de la dura tropa romana! Y antes Aníbal, con sus elefantes, pasó sobre mí, creaislo o no. Y habíais de ver como brillaba el alfanje ensangrentado del árabe moreno y feroz. Yo fui tierra de nadie y tierra de conquista. Y ahora soy tierra de pan llevar. ¡Y aún decís que no soy interesante! Pero entonces era solo una niña con muchos churretes en la cara. Y ahora soy Ibros, una villa de la que tendréis que decir –miradme desde lo alto de aquel cerro:- “Ahí está Ibros, esa muchacha linda”.

            Os he hablado algo de mí; no mucho; no todo, no bastante. Tengo más que decir pero no quiero cansaros con historias pasadas de cosas que fueron y no son. Quiero hablaros de como soy ahora; ahora soy una muchacha linda.

            Soy una villa joven, de tez fresca y bonita. Tengo dentro hombres, mujeres, niños, jóvenes y muchachas. Muchachas que tienen los ojos más hermosos del mundo y la tez morena por el buen viento y el sol. Soy una villa alegre, limpia, blanca. Mis casas tienen rejas y las rejas tienen flores. Y entre las flores están mis muchachas; esas flores de carne y de sangre. Y las muchachas son lo que más vale de mí y por lo que yo, también muchacha, me creo más interesante.

            Mírame bien entonces, ibreño, forastero. Trata de conocerme. Tu premio será un beso en los ojos de mi sol; el eco de un cantar en tus oídos; el recuerdo de unas pupilas negras que ya no podrás olvidar.

            Y ahora –debiera haber sido al principio- te presentaré al que ha sido mi instrumento para hablarte. Es uno del Norte que escribe.

De profesión, hombre

 
       Este título se ha paseado largo tiempo, intranquilo, por una estrecha celda de mi cerebro hasta cumplir esa inevitable condena de reclusión mental a que deba someterse toda idea recién nacida. Se me ha ocurrido leyendo “El Génesis” (I-26) y maduró el pensamiento al tropezar mis ojos con unos verso de Rudyard Kipling que vienen a determinar concretamente toda la inmensa grandeza de esa sublime profesión que Dios, desde el principio, impuso a los nacidos en la persona desnuda de Adán: ser hombre. Aunque luego, con el devenir de los tiempos, llegase a suceder que ni él –Adán- ni la mayoría de los humanos supiesen desempeñar el oficio maravilloso.

      Cuenta Cicerón que Pitágoras, respondiendo a una pregunta de Leonte, rey de los Flacos, contestó que él no sabía ejercer arte u oficio alguno, sino que era filósofo, es decir, aspirante al saber. “Este no es nada” pensará –imagino- Leonte. Y una sonrisa compasiva florecería en los labios de aquél rey, aun cuando diga Cicerón que el soberano admiró el ingenio y buen decir del filósofo.

      Con frecuencia –eso es corriente en nuestro país- se me ha preguntado que soy. Gente que ha leído alguno de mis trabajos y, por casualidad, llegó a tropezarme en su camino. ¿Y usted qué es? –interrogan mansamente esperando una respuesta ampulosa-. La contestación: “Hombre; solamente hombre”, les deja perplejos, suspensos tal si un enorme martillo invisible golpease, de repente sus cabezas. Únicamente algunos reaccionan lo suficiente para poder decir: “Extraña profesión”. Y en todos –se les lee en las niñas de los ojos- nace como una gran desilusión al comprobar estupefactos que no se les arroja a la cara el guante de un título cualquiera. Al fin –pensará- un título es algo concreto:”siempre viste bien”- me ha dicho más de un titulado. Como si el título o el diploma que acreditan ser esto o lo otro garantizasen por sí solos, en el ser que los ostenta, la posesión de imaginación, ingenio, sentido común, recto pensar, genio incluso, concatenación de ideas, ordenada construcción de juicios. Pero así se piensa en nuestra tierra. En estos casos acude siempre a mi memoria aquella fábula de Fedro “Una zorra a una máscara” y repito mentalmente las palabras del astuto animal: “O quanta species- dijo la zorra-, cerebrum non habet”.
     
      Mi contestación, en esencia, coincide con la citada de Pitágoras. Ser hombre, profundamente hombre, es ser ente pensante, es decir, filósofo, amante del saber, perseguidor de la verdad. Y quien se reconoce ignorante vislumbró el camino a seguir; lo que no es dado a todo bípedo.


                  Oficio del hombre es pensar y serlo es el título supremo. Lo afirmo porque fui a la Biblia y leí. “Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen conforme a nuestra semejanza; y señores en los peces de la mar, y en las aves de los cielos, y en las bestias, y en toda la tierra, y en todo animal que anda arrastrándose sobre la tierra”. Pero se entiende que ha de reinar por el imperio de su inteligencia, de su mente, de su alma, donde radica su semejanza con el Ser. Ha de reinar cuando sepa ejercer el gran oficio, ser hombre, rey de sí mismo. Y dejará de ser señor cuando solo escuche la voz del instinto, el alarido del cuerpo: esa bestia sucia.

 
      Tú, ser humano, en potencia eres hombre, pero solo habrás logrado ejercer dignamente la gran profesión si llegas a comprender exactamente la tremenda responsabilidad que te impone el Mandato. Lee tú, lee la interpretación de Kipling:

 
“Si vuelves al comienzo de la obra perdida

aunque esta obra sea la de toda tu vida”

 
“Si llenas el minuto inexorable y rápido

 con sesenta segundos de valor y trabajo…”

 
Entonces:
 

“Todo lo de esta Tierra será de tu dominio

 y mucho más aún: Serás hombre, hijo mío.”

 
      Entonces habrás cumplido la Orden, aunque carezcas de todo otro título que los nacidos pueden dar. Entonces serás precisamente aquello para lo cual Dios te puso aquí; sabrás desempeñar la suprema profesión. A aquellos que indaguen acerca de la mujer, respóndeles que la facultad de pensar carece en absoluto de sexo. Y ahora ya sabes por qué uno puede contestar tranquilamente: ¿De profesión?: “Hombre, solamente hombre”.