¿QUIÉN como los poetas, Platón amigo,
podría definir lo indefinible? ¿Quién apresar la frase exacta –sino un vate-
que sintetice toda una prolija teoría de juicios plena de recovecos, obstáculos
y zonas sombrías, de tránsito difícil y fin inalcanzable para esa gran
pluralidad –“la masa” dijo Ortega- que formamos los despreciados por las musas?
Acaso tu tiempo lento; tu tiempo de relojes de luna y de sol -tiempo con tiempo de verdad- no necesitara
de poetas porque vuestros días de luz de fuego eran largos y largas vuestras
noches de luz de plata; pero mi siglo es distinto y carece de esa hora inmóvil
que permite a los hombres pararse a meditar. Y sólo los poetas -¡Oh, Platón,
divino, esto es casi un reproche para ti! –pueden hacerlo, ya que únicamente
ellos, los amados de los dioses, usan el reloj de la hora singular que no
conoce antes ni después, ni minutos, ni segundos, ni ritmo, ni medida. Los
poetas nacen y anclan, como navíos en el puerto del tiempo de Dios. La Eternidad. Y tal es
la causa de que ellos, aunque también hombres al fin, por su mayor proximidad a
lo divino, intuyendo y descifrando la
Verdad , capten la dimensión del error que los bípedos comunes
no pueden percibir y por ello repudian al resto de los mortales que tan sólo se
alimentan de tierra y a la tierra sirven de pasto en inacabable y recíproco
banquete, macabro, sin pensar, más allá ni más arriba del nivel en que se halla
situado su voraz aparato digestivo. Los hombres comen tierra y la tierra se
alimenta de carne. Y todo es tierra en definitiva. Y esto lo saben los poetas y
por ello desprecian toda especie de aves que, teniendo alas, sólo saben volar a
ras de suelo.
Tu
república, Platón amigo, no precisaba de poetas, según tú; pero las nuestras sí
que necesitan, lo mismo que yo hube de recurrir a uno para robarle este título
no presentido por científicos ni filósofos, pues aquéllos, idólatras de la
fórmula, ignoran la carne y la sangre y el alma; y éstos, peregrinos de
sofismas muertos, desconocen el palpitar del corazón que sufre. He aquí por qué
solamente un poeta –pies en el suelo, cabeza en el cielo- puede dar la medida
de la hora que corre y definir de plano el gran defecto del tiempo presente.
“Este tiempo sin tiempo...” No sé si Manuel
María, poeta gallego, cantor de la llanura –Noriega lo fue de la montaña y
Leiras Pulpeiro del mar-, me dijo en persona esas palabras, o yo las leí en
alguno de sus libros. O quizás –no lo recuerdo- estén en algún “Sermón para
decir en cualquier tiempo” de esos que él tiene escritos e ignoro si ya
publicados. De cualquier modo que haya sido, esas cuatro palabras definen
rotundamente “el mal del siglo”.
Tiempo
sin tiempo, sí, es este que empleamos, malgastándolo, en perseguir bienes del
suelo volviendo, cada vez más la espalda al Cielo. Se acusa una tendencia
universal totalmente materialista que se resume en un absurdo inmoral e ilícito
culto de latría al verbo vivir usado como espada, escudo y bandera de combate.
Las veinticuatro horas de cada día se han vuelto escasas para el hombre que
lucha ferozmente por la consecución, mantenimiento y acrecentamiento de una
posición vital superior a la de los
restantes –caiga quien caiga- utilizando recursos innobles en la gran mayoría
de los casos, que avergonzarían incluso al hombre primitivo adorador de
fetiches sin más ley que su potencia física.
“Este
tiempo sin tiempo...” las palabras de Manuel María señalan el drama del tiempo
moderno –de moda-. Del café a la cafetería hay tanto como de la silla al
mostrador. Algo así como una escala descendente de valores espirituales. Eso
supone el triunfo de una norma, desgraciadamente imperante, que implica el
olvido (el hecho de la prisa es sintomático de grave enfermedad) de siglos de
civilización y cultura que hasta aquí fueron ejemplo y señalaron caminos en la
marcha de la perfección humana. Pero este tiempo –tiempo agónico- señala el
principio, creo yo, del drama nuevo de la Humanidad. Menos
mal si unos pocos poetas, supervivientes de trágico naufragio, navíos anclados
en la hora de Dios, son capaces de seguir llenando sus ojos de azul, alta la
cabeza, hasta que el tiempo recobre la medida.
He
aquí por qué, Platón, amigo, yo reverencio a los poetas que tú quisiste alejar
de tu república. Esos son los únicos, hoy, resistentes al tiempo sin tiempo que
llevan dentro algo humano. Ellos son la esperanza del mundo.