Cara y cruz de la ciudad

 
            Una señorita elegante, arrastrada por un perro que usa abrigo atraviesa la calle. Un niño desarrapado, calzando alpargatas sucias, enseña una costilla sí y otra no porque su camisa está hecha de agujeros y no lleva camiseta. Hay un ciego en aquella esquina que pregona el cupón y toma el sol. Un auto lujoso está a punto de atropellar a un transeúnte distraído. Un ciclista hace equilibrios llevando a hombros un tablón largo y guiando con la otra mano libre. Yo cruzo la calzada, ojo avizor, preocupado por el tráfico. Alcanzo la acera de enfrente y respiro. Miro de soslayo a una muchacha bonita y digo no a un limpiabotas sucio. Luego pienso, caminando, que la ciudad es así, cara y cruz, y que el artículo que voy a escribir será mucho a lo Baroja.

            No sé cuál es la ciudad de que esto escribo. Todas son iguales, me parece. Todas son así: cara y cruz. La ciudad es atrayente y odiosa. ¿Cómo pueden ser los dos opuestos a un tiempo? No lo sé, pero “es”. Hay la riqueza y la pobreza absolutas. La hartura y el hambre ensayan taquicardias en distintos corazones y por causas diferentes. Las gentes viven unidas y distantes, sin embargo. Cómo puede ser lo desconozco. Será porque la ciudad es grande. Será...

            Las calles en la ciudad son de todos para todos; pero tienen también categorías. Esta que ahora transito es larga y ancha y posee edificios altos y muchos brazos de luz. Su pavimento es uniforme, limpio y liso, cuidado. Esta calle, de noche, interpreta una canción cromática. Aquella es corta y estrecha, sus casas enanas, y carece de ojos luminosos. Su suelo es jorobado, es corcovado, sucio. De noche es una calle ciega que llora lágrimas de sombra. Llueve. La calle larga es un espejo reluciente en el que se miran gabardinas verdes. La otra presenta cientos de charcos fangosos que esperan asesinar calcetines. Las dos, con todo, tienen sus vecinos. Los vecinos de ambas son personas y, sin embargo, el contraste agudo me hace creer que la ciudad es inhumana por ser así, sin matices, bruscamente, cara y cruz.

            Una viejecita camina despacio arrastrando los pies. Un jovencito dobla la esquina corriendo y la tropieza. Murmura un “perdone” rápido y sigue a paso ligero. Un señor de sombrero contempla zapatos caros ante un escaparate. Dentro de un bar hay gente que discute agitando los brazos. Es gente joven y yo la veo bien, desde fuera mirando a través de la vidriera amplia. Un hombre gordo pasa ofreciendo lotería “de la que toca”. Yo indiferente, sigo paseando entre otros indiferentes. La gente va y viene con prisa.No sé de donde viene ni a donde va. No sé quien es nadie. Nadie sabe quien soy yo. Nada nos une. Nada nos separa. Solo hay el hecho de que vivimos aquí. Vamos al café. Venimos del cine. Subimos al tranvía. Bajamos del autobús. Nos tropezamos. Nos miramos sin odio y sin amor. Nos estorbamos mutuamente y solo sabemos de nosotros que  la ciudad es nuestro techo y nuestro suelo, nuestro común denominador indiferente. Soportarse es bastante, pensamos –pienso yo-.
 
           Siempre serás un extraño en la ciudad. A veces eso te alegra porque sabes que nadie se preocupa de ti. Afanas y pretendes en medio de una total indiferencia. Puedes vivir tu vida. Ser tú, sin que nadie te importune. Vas y vienes, sólo, arrastrando tu singularidad bípeda al paso que la espalda de tu espíritu suda bajo la carga pesada del saco  de tus pensamientos sin destino. Y otras veces, perdido en tu soledad acompañada, lloras lágrimas sin sal, regresando a tu profesión de hombre, porque quisieras ver una mirada cordial en otros ojos. Pero es inútil. La ciudad es una esfinge inclemente sin vísceras ni rostro que ignora los latidos calientes de tu sangre. La ciudad carece de conciencia. Por eso se nos presenta así, bruscamente con su cara bonita y su cruz horripilante.