La villa
-¿quién lo niega?- es una ciudad, una gran ciudad. Usted, señor, que la discute
sin conocerla, ¿qué sabe? Cierto, sí, que tiene la cara sucia, y las manos y
hasta los pies. Pero eso la honra, la ennoblece, la dignifica, prestigiándola.
La ciudad no es una chica-taxi ni está casada con un millonario. Ella es
soltera, es obrera, trabaja, suda, gana por sí misma su pan y su sal. Y, claro,
al trabajar se ensucia, es necesario. ¡Y tampoco se va a laborar con el traje
dominguero! Pero mírela usted,-usted, señor que la discute- qué limpia, qué
bonita, qué airosa, qué elegante, después que se ha bañado en la piscina
inmensa –en su mar- cuando se asoma a la ventana, a ver el sol o que el sol la
vea, o sale a pasear por la calle Corrida, esa entrañable calle gijonesa, donde
la ciudad se contempla a sí misma mirándose en miles de ojos atentos de hombres
y mujeres. Porque la ciudad es eso, señor: hombres y mujeres. Las calles, las
casas, las carreteras nacieron después que los hombres. Antes de Adán la Tierra era un globo de
tierra sin caminos. Fue el hombre, en el principio, el que trazó senderos
despellejándose los pies contra la piel dura de la tierra. Fue el hombre,
después, quien edificó, quien construyó, quien pavimentó. Luego puso nombre a
la masa edificada y de ella misma lo tomó para sí. De este modo el concepto
“ciudad” pasó de la aglomeración humana a la aglomeración urbana. Los latinos
lo decían muy bien. “Civitas”: la ciudad. “Cives” el ciudadano. Algo civil, es
decir, humano. ¿Hay algo civil o humano si no hay hombres? ¿Quién fue primero,
la ciudad o el ciudadano? He aquí el dilema. “Homo”: el hombre. “Mulier”: la
mujer. El hombre y la mujer, esto es, el origen. Adán y Eva. Ellos son el
mundo. Ellos son la ciudad y el pueblo y la aldea remota y el lugarejo
pintoresco tendido al sol, tranquilo, en aquel valle florido y el caserío
perdido, silencioso, entre esas altas montañas siempre envueltas en eterna
bruma.
Sí. La villa es una gran ciudad que
tiende a ser más grande todavía y por eso trabaja y suda y sufre y tiene la
cara sucia y las manos, y hasta los pies. Por eso también –porque trabaja y va
a más cada día- yo digo que es una ciudad de conquista, aunque el título esté
un tanto manido y sea un plagio completo excepto en una sola palabra; en esa palabra
que lo dice todo: Gijón. Gijón, la grande y hermosa ciudad de mañana. La que
respira humo y suda aceite para ganarse un futuro mejor que el buen presente
que disfruta ya.
Pero
no confunda usted, señor. Londres, Nueva York, Berlín, no son ciudades, son
caos, torres de Babel. Gijón no ansía ser eso. Quiere saber siempre, en cada
momento, donde tiene los pies y la cabeza y si lo que le duele es el pulgar o
el meñique y de qué mano o de qué pie. Quiere saber por cual de sus innúmeras
fosas nasales –chimeneas- se va el humo del carbón que arde, que se quema, en
el estómago de una cualquiera de sus fábricas. Pretende percibir, poder
recibir, en su cerebro, la impresión nerviosa que debe sentir cuando acuda a la
playa a bañarse, a tostarse al sol o, simplemente, a mojarse los pies. Todo lo que una ciudad
normal –no monstruosa- debe ser capaz de sentir. Como sufre aquel enfermo. De
qué manera se divierte ese joven. Qué linda es esa muchacha que pasa por la
calle. Qué piernas vacilantes, inseguras, las de ese bebé que camina de la mano
de su joven madre. Porque la ciudad ha
de ser madre también. Madre de sus padres: los hombres y mujeres que la hacen
posible, que la hermosean, que la engrandecen, que la hacen, en fin, conquistándola,
ciudad de conquista para seres por venir, Los que aquí vendrán, pronto,
buscando la vida, la fama, la belleza, el trabajo, el descanso, el placer. Lo
que tiene y puede dar Gijón. Lo que esta madre, esta gran madre -Gijón- entrega ya a sus hijos, hoy, como
pequeño anticipo de lo que les dará mañana.