Hombres, barro idéntico


            Sin duda inspirándose en el Génesis, Víctor Hugo –“Los Miserables”- escribió: “Todos los hombres están hechos del mismo barro. La misma sombra antes. La misma carne ahora. La misma ceniza después”. Nada que reprochar. Nada que añadir en pocas, escuetas, palabras.

            Decir razas castas, linajes, es decir palabras vacías, sin sentido. O aceptamos la hipótesis loca de la aparición del hombre por generación espontánea o, de lo contrario, hemos de regresar al dilema del huevo y la gallina, el cual nos conduce necesaria y directamente, al padre Adán y a la madre Eva. De aquí que podamos decir que todos los hombres nacieron del mismo ovario. De Eva a Dios no hay más que un paso: Adán. Es así que, entonces, todos los hombres tenemos el mismo origen. Esta es la gran realidad que el Cristianismo hizo teoría y práctica en cuanto a las relaciones que los hombres han de tener con los otros hombres y con Dios: los mismos derechos y los mismos deberes, sin tener en cuenta para nada pigmentaciones epidérmicas. El prójimo puede tener la piel de distintos colores e, incluso, carecer de piel sin que, por ello, se rebaje un ápice su condición de ser humano y de “portador de valores eternos” que dijo nuestro José Antonio. Por otra parte hay que considerar que la “nobleza del color” y aun toda clase de nobleza tiene mucho de apreciación subjetiva. Y “Honni soit qui mal y pense”, debo de prevenir al lector.

            Algún timorato se escandalizará al leer lo que sigue y, acaso, en muchos promoverá ruidoso desacuerdo. No importa. El hecho concreto es que, todavía, ciertos países en general y ciertos hombres en particular, que presumen de ser adelantados de la civilización –de cuál, no lo sé- se manifiestan en la hora actual, cierto, pero de forma que haría sonrojarse aún al bípedo dolicocéfalo de Neanderthal. Apelaré a unas frases de Lawrence a Lowell Thomas, autor de “With Lawrence in Arabia”. El coronel dijo así: “Cuando se es capaz de comprender el punto de vista de otra raza se es un ser civilizado”. Cambiando “otra raza” por “otro hombre”, hago mías las palabras de Lawrence. Y sé que el lector avisado coincidirá conmigo en este punto y comprenderá, al otear más allá de nuestras fronteras, que en muchas partes del mundo todavía necesitan otra carga de siglos de enseñanza antes de alcanzar un grado verdadero de civilización relativamente adelantada.

            En alguna parte hay un “problema negro” que, en realidad, es un problema blanco y más que de piel de cuerpo es de piel de alma. Es el problema latente. “La cuestión palpitante”, por decirlo con título de Emilia Pardo Bazan.

            Hace casi dos siglos los hombres, en relación con este problema, pensaban de una forma peregrina bien opuesta a toda justicia, por cierto. Así en la primitiva Constitución de los Estados Unidos de América que firmó aquel plantador de Virginia, presidente Jorge Washington, (artículo 1, Sección 9) puede leerse: “La migración o importación de ciertas personas, cuya admisión pueda parecer conveniente a los Estados que actualmente existen, no se prohibirá por el congreso antes del año de 1808; pero puede imponerse sobre dicha importación una cuota o un derecho que no exceda de 10 dólares por persona”. Esto entre otras cosas no menos notables que esa “importación”. Que tal sucediera en 1787 aun puede disculparse, con muchas reservas. Que en 1956 un negro siga siendo visto con recelo, después de escrita “La Cabaña del Tío Tom” (1852) y ganada por los Estados del Norte (1861-65) una guerra de Secesión hecha con el fin de “redimir a los negros”, hará pronto un siglo, resulta un poco extraño. Pero ahora, como siempre, el tiempo tiene la palabra.