La imagen en el espejo


            Larra el eterno rebelde. Larra, el eterno descontento, afirmó: “La literatura no puede ser nunca sino la expresión de la época”. Yo diré: La novela –rama del árbol Literatura- es la expresión de la vida por medio del arte literario. Más aún, la novela es la imagen de la vida vista en el espejo de las letras. Y la vida no tiene épocas concretas. La vida está ahí desde Adán.

            ¿Dónde, en lo literario, novelesco, termina lo real y comienza lo ficticio? ¿De veras los personajes de novela son –cual dijo Unamuno- entes de ficción? Este personaje encerrado en las páginas de un libro, ¿no ha vivido realmente?, ¿no pudo existir ayer?, ¿no puede ser ese que pase, ahora mismo, por la calle?, ¿no puede manifestarse, mañana, en el niño que acaba de nacer? Los hombres de carne mueren. Los personajes llamados de ficción, imaginativos, novelescos, son inmortales o, por lo menos, renacen a cada instante, o resucitan, en la mente del lector que los liberta, leyendo, de su cárcel fría de papel. Y este personaje resucitado que vivió, o no vivió, de verdad, hace siglos ¿tiene época? Y el escritor que le dio vida y cobró fama gracias a él ¿puede ser, en rigor, encuadrado en los límites estrechos de una determinada centuria? Si son de ayer y son de hoy y serán de mañana ¿cuál es su época, en fin? Todas, es decir, ninguna. Esta es a mi modo la generalización de la frase de Larra en cuanto a lo novelesco se refiere. Quiere decirse que la novela –la Novela- no tiene edad ni puede decirse de una de ellas en particular –si ella es verdaderamente grande- que pertenece a una determinada época. Toda obra literaria tiene sus raíces en las honduras del corazón y del espíritu humano y éstos son universales en espacio y tiempo; éstos no son de ayer, de hoy y de mañana y así será mientras el mundo sea mundo y haya un hombre vivo sobre el Globo. De ahí que las grandes obras escritas no pierdan jamás actualidad. Ni sus autores tampoco.

            Sentado que la novela no tiene edad iré recto al fin de este trabajo y tal no es otro que el recordar a los olvidadizos que siempre –fíjese bien el lector- ¡siempre!, hubo tremendismo en las producciones novelescas y aún me atrevo a afirmar que tal tremendismo es necesario en toda novela que pretenda alcanzar algún valor o alta calidad. Y ello lo considero necesario porque he leído, últimamente, algunas “cosas” escritas, sin duda, por cándidos adolescentes optimistas en las que se acusa a distintos novelistas españoles, de la hora actual, de usar y abusar, sin compasión, del tremendísimo en cuanto sale de sus plumas. Esto del tremendismo literario considerado como de utilización reciente, me hace sonreír y pensar, como en adolescentes cándidos y completamente ignorantes de la vida. Parece ser que alguien ha descubierto “algo” a lo que es preciso combatir. Y no. No, porque toda producción literaria, toda novela, a la que falte su parte de crudeza, de realismo descarnado –la suciedad es otra cosa- carecerá, en definitiva, de valor por cuanto siendo lo literario novelesco imagen de lo real vital, siempre que prescinda de la verdad incurrirá en mentira, en falsedad. Y la realidad, la verdad, es que la vida, en sí, está formada, hecha, de contrastes: misterio, dolor, luz, oscuridad, gozo, sufrimiento, alegría, tristeza, belleza y fealdad extremadas. De ahí resulta que la vida es tremenda. No es una novela rosa. No es una de esas imbecilidades dulces, de azúcar, que se escriben para mujeres de mentalidad indefinible. La vida es dura, ruda, violenta, fea, para la mayoría de las gentes. Su imagen, por lo mismo, no puede resultar bonita, a no ser que el espejo mienta y, si miente ¿para qué nos puede servir? Por otra parte, aún en creaciones literarias de tipo puramente imaginativo – “La Divina Comedia”, por ejemplo – hay tremendismo. Y tiene que haberlo, no lo dudéis, en todo arte que pretenda retratar hombres. Y tiene que existir, no lo dudéis, en todos y cada uno de los momentos del Tiempo.Por que todo tiempo, toda época, da la luz –humanamente hablando- ángeles y diablos. Y no cabe que nos vendemos los ojos.

He dicho que el tremendismo -¿por qué tendremos que usar tantos ismos”?- no es reciente. Y no lo es. Es tan viejo, tan antiguo, casi, como el mundo. Empieza a ser en el Paraíso cuando Adán y Eva conocen su desnudez. Continúa en Caín dando muerte a su hermano. Es la vida. La imagen –es la vida también- está en el Génesis. Y a partir de ahí ¿qué no podré citar? Obras y autores de todo tipo y toda hora. Hay un período completo; el Romanticismo, aunque sus lobos se vistan de corderos. Y así, como un labrador que siembra el trigo a puñados, citaré: Esquilo de Eleusis, Sófocles, Eurípides, Homero, Dante, Shakespeare, Corneille, Racine, Moliere, Goethe, Víctor Hugo, E. A. Poe, casi todos los rusos, Chateaubriand, Lope de Vega, Calderón, Tirso, Lorca y dejémoslo aquí, por no cansar. A esos autores los conoce todo el mundo. A ver quién niega que, en muchas de sus obras, no podemos encontrar un fondo tremendista. Sólo que antes no se llamaba así. Y aquí ya habrá observado el lector que no se cita a Zola, ese asqueroso.

            Termino. El tema lo merece y acaso vuelva a tocarlo de nuevo. Será interesante comentar, otra vez, la imagen que refleja el espejo.