SI desde siempre deseé ser poeta
–buen poeta-, nunca con más intensidad que cuando me fue posible contemplar de
cerca (años 1945-47; viajes a Marruecos) la extraña deformidad, las alucinantes
formas inconcretas, aterradoras, torturadas, del árbol del aceite. Ahora,
nuevamente en el Sur, me ha llegado el momento de escribir sobre él. Y temo que
en Galicia no comprendan muy bien este trabajo.
Contemplando al olivo el alma
medita, sin remedio, presa de encontrados sentimientos. Ternura, asco,
admiración, desprecio, pena, temor, opresión, asombro, enojo, lástima. Un mundo
de ideas encontradas, contrapuestas, se amalgama extrañamente en el cerebro. No
se sabe bien si reír o llorar; huir o permanecer. El espectáculo del olivar,
ante los ojos, retorciendo sus formas sombrías, se muestra a la vez, como todo
lo deforme, ridículo y sublime. Tal cual todo lo contrahecho, el olivo se nos antoja
al mismo tiempo encarnación vegetal de la tragedia y la comedia. A la luz del
día, ante el árbol trágico, el espíritu del hombre solo puede abrir dos
puertas: la de la risa o la del llanto. En la noche una sola: la del miedo. De
ahí que yo quisiera ser poeta para poder escribir el poema inédito, gimiente,
doloroso, del árbol torturado. Pero no siéndolo; negada que me es la
posibilidad de crear la patética poética del olivo, escribiré –mero intento- su
patética prosaica.
Para la mayoría de nosotros, los
hombres de este siglo, el agua, el árbol, la piedra, la gente, son apenas cosas
con las que tropezamos en nuestro veloz caminar hacia el altar del dios Oro,
cosas que, en realidad, nos sirven únicamente de estorbo. Algunos seres humanos
existen, sin embargo, -¿los otros lo son?- que suelen pararse a meditar ante
esas mismas “cosas” que la mayoría desprecia. Y no se sabe bien, tampoco si
esto es para ellos desgracia o suerte. Sucede, a veces, que yo procuro formar
parte de esa minoría que lenta, tranquila, amable, sencilla, generalmente suele
ser sensible, humilde, graciosa, compasiva y ¿cómo no?, despreciada.
Perdóneseme, en gracia a ello, el atrevimiento que supone el enfocar un
“motivo” que, en mi opinión, sólo sabría resolver con acierto un poeta de la
talla de Rubén Darío; un motivo que ha resuelto sombríamente, en pintura,
Gustavo Doré.
El olivo es un árbol chato, bajo,
informe, feo, desfigurado, solitario en compañía. Más que un aborto es una
náusea del Reino vegetal. Sus deformidades resultan impresionantes. En suma, el
olivo es un árbol patético Su fin es dar aceitunas y arder. Con su madera no se
podría construir un cadalso ni de sus ramas podría pender un ahorcado;
llegarían al suelo los pies. Perdido en su peonía, este árbol no podrá nunca acariciar
con sus ramas las ramas de un hermano de suplicio. A pesar de crecer a millares
en el mismo latifundio, sobre una tierra en donde no existe el pegujar, sufre
la trágica condena de ser solitario entre una multitud; sentimiento no extraño,
por cierto, a muchas almas. He ahí, quizás, la razón de su mudo grito de dolor
expresado en una plástica horrenda.
Recordáis sin duda, por lo bien
descrito, el espanto de aquella pequeña Cosette que Víctor Hugo sitúa en “Los
Miserables”, yendo a buscar agua a la fuente del bosque. La niña temía, sin
saber a qué, contemplando en la noche las formas imprecisas, movibles,
fantasmagóricas, de árboles y hierbas. Pues bien, terror de niño infiltrándose,
frío y despiadado, en el alma del hombre, es lo que se siente cuando la noche
llega y nos sorprende rodeado de olivos. Una visión dantesca. Un infierno de
formas silenciosas, aterradoras, amenazantes, dramáticas. Y siempre, de día y
de noche, el olivo –plástica vegetal del sufrimiento- interpretando su oración,
o su llanto, o su amenaza, o su súplica. Brazos deformes, retorcidos, de
leproso. Dedos crispados. Miembros anquilosados. Manos implorantes,
suplicantes. Manos hinchadas, de reumático. Manos cerradas. Manos abiertas.
Garras apocalípticas, zarpas de fiera mitológica, alzándose desafiadoras hacia
el sol ardoroso; hacia la fría estrella. Jorobas despellejadas. Esqueléticas
bayaderas interpretando danzas fúnebres. Gemido silencioso y profundo de la Tierra , esa gran madre.
Dolor inmenso de la Tierra ,
esa gran madre. Dolor inmenso de la
Tierra , esa gran tumba. Algo llora el olivo. Algo horroroso y
tremendo como el misterio de morir. Dolor de todas las madres que dan a luz.
Dolor de todos los hijos que han perdido a su madre. Dolor de la tierra. Dolor
del cielo. Dolor del hombre, de la mujer, del niño. Dolor del pobre, del
presidiario, del agonizante, de la abandonada. Dolor de toda la humanidad
castigada. ¡Dolor; dolor! Drama universal. Esto interpreta, representa,
simboliza, la deformidad del olivo. El olivo: esa inconsecuencia vegetal; ese
payaso trágico de madera. Y yo he escrito, bien o mal, acerca de su formidable
patetismo. Mentiría, con todo, si no dijese que el olivo niño, como todo lo
niño, más que algo gracioso es algo lindo.