Aquella “Uila Alua” del año 1280 en
que aún vivía Pedro Novo, su notario, es –en el nombre- esta misma Villalba de
hoy, si bien, con el paso de los siglos, han cambiado muchas cosas; los
hombres, las costumbres, los gustos, los vestidos, las formas, el tamaño;
incluso el paisaje ha variado un poco. Y no puede precisarse muy bien si todo
esto es mejor o peor que lo existente ayer, cuando Rodrigo Sánchez, el fundador
legendario, o cuando Fernández Pérez de Andrade, “O Bóo”, que dicen que fue
siempre un señor bueno amado por todos sus vasallos; o aún cuando Nuño Freire,
el déspota, que fue cruel y fiero señor y de quien sus siervos dijeron que era
“un señor muy fuerte y duro y que no lo podían comportar”. No sé, porque yo soy
hombre de esta época y no creo como Jorge Manrique que “cualquiera tiempo
pasado fue mejor” No sé si el ayer de mi villa fue mejor o peor que el
presente. Lo que sí sé es que fue distinto y que han cambiado muchas cosas
hasta la forma de vestir, la cual era aun típica y bien curiosa en el pasado
siglo XIX, si hemos de creer en el dibujo que nos legó el historiador Mato
Vizoso. En última instancia es que puedo afirmar que el ayer fue absolutamente
necesario pues nada hay sobre la
Tierra que pueda fundarse en algo intemporal. El Tiempo es el
cimiento sobre el que Dios basó al mundo dejando que del libre albedrío de los
hombres dependiese el construir sobre él. Así nació Villalba, sin duda, la
“Uila Alua” del notario Pedro Novo. La villa que, en algún tiempo,
necesariamente hubo de ser solo un castillo. Así nació, seguramente, cuando
aquel Rodrigo Sánchez de leyenda, u otro, no se qué guerrero, o qué bandido, o
qué señor, quiso aprovechar el cimiento de Dios. Y levantó un castillo que
había de ser raíz cuna y principio de la hermosa Villalba actual.
Aquélla “Uila Alua” de 1280 que
antes fue llamada “Villa de Villarente” y luego “Villalba de Montenegro”
presenció luchas cruentas y atroces hechos. Bien parecía que un dios adverso y
envidioso de la belleza y feracidad del lugar quisiera borrar de él toda señal
de vida. Casi lo consiguió sirviéndole de instrumento aquel señor de Lemos,
Fernán Ruiz de Castro, el destructor. Pero algo supervivió en los hombres que
escaparon a la muerte: el afán de reedificar, de aumentar, de crecer, de
multiplicarse, de volver a vivir. Y Uila Alua” siguió “siendo” porque no todos
los hombres murieron, o bien porque otros nacieron llevando dentro ese castillo
interior que no puede ser demolido por las guerras, ni por las enfermedades, ni
por la miseria, la peste, la muerte, el hambre. Ese castillo interior, hecho
con bloques de amor al lugar de nacimiento, que cada ser humano lleva dentro y
deja, como precioso legado a sus descendientes, al desaparecer físicamente. El
amor a la tierra, al celaje, que se nos figura distinto; el amor al árbol, y a
la fuente, y al ave y a la sombra y a la luz. El cariño hacia todo eso que se
ha visto en el rincón donde se nace y que se ama ya siempre, aún más allá de
las fronteras negras de la muerte. Ese amor profundo que nace en la niñez,
crece en la juventud y se agiganta en la vejez, cuando ya se presiente que los
ojos han de cerrarse pronto para nunca más volver a abrirse. Ese amor que hizo
posible la realidad actual de mi villa y que yo, juglar villalbés, que aún no
trovador, quisiera saber interpretar, reflejar, en versos recios y sonoros que
recorriesen el mundo de confín a confín, cantando a Villalba, mi amada, pues no
ignoro aquello que dijo Don Sem Tob de Carrión el Rabí, que
“La
saeta alcança
hasta un cierto fito
más la letra alcanza
desde Burgos a Egipto”.
Y sé que escribir sobre mí villa es
el gran medio de darla a conocer al mundo entero.
Toda guerra se hace por amor. Los
hombres amaron a Villalba, durante siglos rudos, y, por tanto, pelearon por
ella y contra ella, con afanes de conquista o reconquista como se lucha por una
mujer. Hasta que la paz pudo llegar y la villa, “Uila Alua”, crecer
tranquilamente a sus pies tendido, verde alfombra de Dios el valle feraz y
exuberante. De los siglos pasados quedó un recuerdo de piedra que es esa Torre
del homenaje singular. Los siglos futuros verán lo que hoy es admirado por
nosotros desde las tierras altas de Mourence, otrora recorridas por el cura
poeta Chao Ledo: una pirámide colosal, multicolor, que está hecha de piedra, de
hierro, de cemento y madera, de cristal, esas cosas que combinan los hombres
para construir edificios –jaulas grandes- en que encerrar sus vidas pequeñitas
de termitas humanos. Los siglos futuros verán, he dicho, una pirámide porque la
villa está situada sobre un cerro, altozano o colina, que las casas fueron
cubriendo desde abajo, ocupando planos de elevación distinta, hasta llegar al
castillo y avanzar más allá. Ahora han ganado ya la cima, sólido ejército al
ataque. Mañana cruzarán los ríos, para ganar las llanuras que hay al otro lado,
y la villa será una ciudad que tendrá sus poetas, sus pintores, sus músicos y
también sus políticos, como los tuvo la villa. Entonces el fundador Rodrigo
Sánchez, aquel que tuvo un sueño de piedra y mandó erigir el castillo, podrá
dormir en su tumba, ya para siempre tranquilo, porque Villalba habrá alcanzado
la plenitud que él soñó.