Ayer lo vi, a Cristo


Ayer lo vi, a Cristo.

A las seis de la tarde

con su mochila a cuestas

era Él

aquel mendigo jadeante.

 
Viejo mendigo barbudo peregrino

hombre solo, Dios solo

por los caminos injustos de los hombres

doblado bajo el peso de su mochila llena

de mendrugos de pan endurecido

caídos de grandes mesas de torneados pies

cubiertas por manteles que lucían

-seguramente, no hay por qué dudarlo-

lindos dibujos bordados por señoritas

románticas de blancas manos delicadas

y finos flecos sedosos, tan artísticos,

y manchas informes de vinos añejos

de marca famosa, de esos caros vinos

de solera, compadre, de solera

que con sus calorías de sol embotellado

ayudan a los rebosantes estómagos

a hacer la digestión de los manjares

non plus ultra, compadre, ya lo ves.

 
Eran las seis de la tarde cuando lo vi

a Cristo sufriendo cuesta arriba

por la calle, sufriendo, tan cargado

bajo el peso tremendo de aquel saco

lleno de trozos de pan endurecido

o quizás lo que llevaba eran pecados

sin nombres ni apellidos, quizás eran

todos los pecados de los satisfechos

indiferentes al hambre de los miserables

y de ahí aquel sudor, aquella angustia,

aquel jadear violento, aquel gemido ronco

del viejo pordiosero barbudo peregrino

hombre solo, Dios solo

que no llevaba a cuestas una cruz

sino una mochila tan pesada parecía

como aquel madero de la Crucifixión

que Jesús arrastró hasta el Calvario.

 
Ayer lo vi, a Cristo.

Era Él

aquel mendigo jadeante

con su mochila a cuestas.

 
A las seis de la tarde.