Soneto


Encastillada en tu orgullo y crueldad
me dejaste partir sin despedirme.
Me dejaste marchar sin sonreírme
ni recordar nuestra antigua amistad.

Ni tus labios me dieron un adiós
ni tus ojos en los míos se miraron.
Las piedras de tu calle recordaron
dolorosas rupturas de los dos.

Quedéme contemplando fijamente
cuando marchaste en la noche silente
las líneas venusinas de tu talle.

Cuando esquiva sin mirarme te fuiste,
lágrimas, raras perlas que no viste,
rodaron por las piedras de tu calle.