El milagro de Pepe Repepe



Ya lo sé. Tú eres un perfecto ciudadano, hijo fiel de tu tiempo, admirador del maquinismo, idólatra de la técnica y, por tanto, un tipo de esos que afirman no creer en los milagros. Admites tranquilamente que el número es infinito y sin embargo dices que no te cabe en la cabeza el cuento ese de la infinitud de Dios. Claro, tú vives en la ciudad, respirando gases deletéreos, dedicado a fabricar máquinas, amontonar dinero y divertirte a fondo. También lo sé: sobre la jungla de asfalto es difícil ver a Dios siendo fácil, por el contrario, aprender a ser materialista, existencialista, pragmatista, y más fácil aun olvidarte de  que tú mismo ya eres un milagro que se repite a diario desde la fecha en que –otro milagro y no pequeño-, viste la luz primera. ¿O es que vas a decirme que no es un milagro despertar todos los días? ¿Vas a negarme, tú, despreciable pigmeo, que no es un milagro llegar a mañana? ¿Quién te da cuerda a ti, pequeño muñeco llamado hombre, para que no se pare esa deleznable maquinita compuesta de huesos, carne y sangre, que eres tú? Bueno. Te diré...
            En las tierras altas, allá donde yo vivo, las cosas cambian radicalmente y las gentes son de otra manera. El aire es puro y limpio y afilado como una navaja barbera. El cielo es alto y grande, más azul que lo azul, y los horizontes son amplios y lejanos, de tal modo que los hombres viven más pendientes del cielo que de la tierra porque saben que de arriba viene todo: la lluvia que fecunda los campos posibilitando las cosechas, el aire vivificador que respiramos, el rayo destructor, la luz que llena nuestros ojos, el horrísono estampido del trueno que hace abrir las fuentes, el calor que corre por nuestras venas, y la Gracia. Sí, la Gracia que nos infunde esa fe inconmovible en el Señor que todo lo creó. Por eso, en las tierras altas, allá donde yo vivo, se cree en los milagros. Incluso en los pequeños milagros cotidianos a los que tú, ciudadano que te las sabes todas, das el nombre de meras casualidades. Milagros como aquel de Lucita(1), la niña de cinco años que se cayó por la ventana de un segundo piso y fue volando, porque le prestó las alas su ángel de la guarda, a caer allá lejos, a una distancia de quince metros, blandamente, suavemente, como una pluma, sin hacerse daño alguno. O el de aquel loco que, cuando todos los cuerdos corrían, despavoridos, a causa de haberse incendiado el surtidor de gasolina del pueblo, se acercó muy tranquilo a la llama, sacó la chaqueta y apretando, apretando, sin pensar en el riesgo de muerte que corría, ahogó el fuego, sofocando el incendio y librando así  al pueblo de una catástrofe inmensa. O éste de Pepe Repepe, que yo voy a contarte, y que él cree que lo fue aunque le hayan dicho lo contrario. Y es que en las tierras altas, donde Dios está cerca de los hombres y las gentes son sencillas, ocurren tales hechos que ya no se sabe bien si las cosas normales son milagros o los milagros cosas de todos los días. Verás...

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II


¡Bien, Pepe Repepe! ¡Muy bien! –dijo la maestra al chico. –Hoy te has portado de miedo; si señor. El Niño Jesús estará muy contento de ti porque has sabido al dedillo la lección de Religión. Pero no olvides que, en esta materia, obras son amores y no buenas razones, como dice el refrán, y es verdad. De modo que no lo olvides, ¿eh, Pepe Repepe? No lo olvides.
-         No, señora profesora –contestó el niño. –No lo olvidaré. Recuerdo perfectamente aquello de que la fe sin obras es fe muerta.
-         ¡Eso es, Pepe Repepe! ¡Eso es! Veo que tienes una excelente memoria. Pon en práctica, pues, lo que aprendes y Dios te lo premiará. Y ahora, ¡hala!, a repasar la Gramática.
-         Sí, señora profesora –dijo Pepe Repepe.
            Regresó el pequeño a su mesa de trabajo, se sentó ante ella, al lado de su amigo y compañero de tarea, Carlos, y se puso a estudiar la lección de Gramática correspondiente al día. De pronto levantó la cabeza y escuchó, interesado, atentamente.
-         Ese pajarito que canta es un jilguero –pensó Pepe Repepe.
            Y luego, soñador, sin saber por qué, empezó a cavilar en las Obras de Misericordia y en las Bienaventuranzas; en Jesús, que padeció muerte de cruz por amor a los hombres; en San Martín, dando la mitad de su capa a un pordiosero; en los ángeles que guiaban a los bueyes de San Isidro Labrador mientras éste rezaba y en el humilde y dulce San Francisco de Asís, para quien todos los seres, incluso el lobo feroz, eran hermanos. Bellas historias ejemplares, hermosas leyendas cristianas, relatos de santas vidas heroicas que tanto agradaban a los niños y cuya exposición encantaba a la maestra.
- Ahora canta también un canario salvaje y más lejos un mirlo –pensó Pepe Repepe olvidándolo todo-. Y esa que cacarea es la gallina del cuello pelado que seguramente acaba de poner un huevo. El pío... pío... ese, agudo y roto, es la canción monocorde de los nueve pollitos de la clueca castaña. Y allá arriba, en lo alto de la morera, grazna ese pájaro negro, de la familia de los cuervos, que aquí llamamos “choyo” y no sé si es corneja.
-Escucha, Carlos, que estupendo concierto –dijo Pepe Repepe a su compañero de mesa.
            Por los abiertos ventanales del aula escolar que se asomaban al jardín-corral de la maestra, entraban a un tiempo los rayos del sol, la brisa tibia de la mañana abrileña y, un sí es no es concertado, el canto de los pájaros, el cacareo de las gallinas, el pío... pío... de los pollitos y el áspero, chirriante, graznido de los “choyos”.
-           Sí, es bonito –comentó Carlos, que no estudiaba música, sin mucho entusiasmo.
-         ¿Cómo bonito? –protestó Pepe Repepe-. Es extraordinario, formidable, magnífico.    Y piensa que las aves cantan para alabar al Señor.
-         Yo no entiendo de música y tú sí –se defendió Carlos.
-         ¡Recoged, niños! –ordenó la maestra. –Son las doce. Recemos al Ángelus. A ver, tú,  Pepe Repepe, dirige.
-         “El ángel del Señor anunció a María ...”
-         “Y concibió del Espíritu Santo” –respondieron al unísono los niños todos.
-         “Dios te salve, María...”.
            Cinco minutos después todos los escolares corrían por las calles en dirección a sus casas.

III

-         Y bien, peque, -dijo el padre de Pepe Repepe dirigiéndose al niño-¿Has merecido hoy el bollito de cuernos?
-         Sí, papá –respondió el pequeño-. Y supe tan bien la lección de Religión que la señora profesora me felicitó.
-         Bueno, hijo, bueno –aprobó el hombre, satisfecho-. Me alegro mucho de que seas aplicado. Toma tu bollito y vete a jugar un poco.
            Pepe Repepe cogió el bollito de cuernos, dorado y tierno, reciente, tibio del horno aún, que su padre le ofrecía, y salió de casa como un bólido, a todo meter, para ir a reunirse en la plaza del pueblo, delante de la iglesia, con sus compañeros que ya le estaban esperando impacientes por iniciar el cotidiano partido de fútbol callejero a base de pelotas de trapo o de papel. Y es que Pepe Repepe, como delantero centro, era un as.
            Corría el niño a toda velocidad por la acera de la llamada Calle de Cemento, cuando observó que en dirección contraria, por la acera de enfrente, venía un anciano mendigo de luengas barbas blancas, todo cubierto de harapos, los pies calzados con unos viejos zuecos, de esos que los gallegos llamamos “de paragüero” y que tienen la piel durísima y las suelas de madera. Llevaba el mendigo un saco semivacío sobre el hombro izquierdo, un grueso palo, a modo de báculo, en la mano derecha, y cubría su antigua, plateada, venerable cabeza de peregrino medieval, con un gran sombrero pringoso, todo agujereado, descolorido por la abrasadora luz de muchos soles, por la humedad de muchos rocíos, por el soplo de múltiples brisas, por el paso de incontables años.
            Se detuvo Pepe Repepe a la altura del mendigo. Miró para su bollito de cuernos cuya suave tibieza sentía, como una caricia, en la palma de la mano y luego, muy despacio, atravesó la calle y fue a pararse, tímido, ante el viejo vagabundo.
            Tendió el niño su mano ofreciendo al pordiosero el dorado bollito con la sana intención de dar una limosna a quien, sin duda, la necesitaba, al mismo tiempo que hacía un sacrificio por el amor de Dios; pero el anciano esquivó al pequeño y siguió adelante como si no le hubiera visto.
-         ¡Señor, señor! –gritó Pepe Repepe, un tanto desconcertado-. ¿No quiere este bollito?
            El mendigo se volvió, iracundo, y mirando despreciativamente al pequeño limosnero, masculló enfurecido:
-         ¿Quieres burlarte de mí, necio pequeñajo? Anda, anda, vete de ahí con tu maldito bollito. Yo no quiero pan. ¡Quiero dinero!
            El viejo mendigo siguió su camino, sin volver la vista atrás, y Pepe Repepe permaneció inmóvil, humillado, la cabeza baja, el brazo aún tendido en ademán implorante, los ojos llenos de lágrimas, sin saber ya que hacer con su bollito de cuernos, su bollito tierno y dorado, que para él era casi un tesoro y al que, sin embargo, estaba dispuesto a renunciar alegremente para agradar a Jesús. Poco a poco fue reaccionando y pensó que también aquella imprevista humillación sufrida, aquel desprecio inesperado, podían ser ofrecidos al Niño Dios. Después, pensativo, se dirigió al encuentro de sus camaradas.
-         ¡Eh, Pepe Repepe! –gritó uno-. ¡Qué se hace tarde! ¿Juegas o no?
-         No, no. Hoy no juego –contestó Pepe Repepe-. Jugad vosotros. Yo voy a visitar al Santísimo.
            Dicho y hecho. El niño penetró en el templo y acercándose hasta el presbiterio depositó su bollito de cuernos, delicadamente, ante el altar mayor. Enseguida, se arrodilló, ocultó la cara entre las manos y se puso a hablar, en voz bajita, con el Niño Jesús.
-         Niño Jesús –dijo-. Le ofrecí mi bollito de cuernos a un pobre, por imitarte a Ti, por agradarte, y lo despreció. Yo había renunciado a mi panecillo de  todo corazón y por eso no quiero ya comerlo. He pensado dejarlo ahí, ante el altar, para que Tú hagas con él lo que quieras. Estoy triste, Niño Jesús, y no sé que pensar de ese mendigo soberbio. Te ofrezco también esta tristeza, esta decepción que nació en mí.
            Terminaba su ofrenda y después de rezar un Padrenuestro se retiraba ya Pepe Repepe, cuando oyó un revoloteo que le hizo volver la cabeza sorprendido. Cuatro blancas palomas, que no se sabía bien de donde habían podido venir, fueron a posarse en el suelo, ante el altar mayor de la iglesia, y, tranquilamente, se pusieron a picotear en el bollito. Pepe Repepe sonrió y sintió que su corazón de doce años daba un gran salto gozoso.
-         ¡Gracias, Niño Jesús, por haber aceptado mi humilde ofrenda! –musitó el niño santiguándose-. Mi sacrificio no fue estéril, pues también las palomas son pobres criaturas del Señor y, como nosotros, necesitan pan.
            Por la tarde, al llegar a la escuela, Pepe Repepe, con mucho misterio, contó a la maestra lo que le había sucedido.
-         No fue ningún milagro, Pepe Repepe –aclaró la maestra. Tú ignoras que el sacristán tiene palomas en la sacristía vieja, que ya no se usa, y seguramente se le olvidó cerrar la puerta.
-         Está bien, señora profesora –admitió el pequeño-. Pero a veces ocurre que el Niño Jesús inspira a los sacristanes para que críen palomas en las viejas sacristías y así llegue un día como hoy y no se dé el caso de que un niño que acaba de sufrir una gran desilusión crea que no vale la pena de hacer sacrificios por el amor de Dios.
            La maestra sonrió, emocionada, y no supo que decir.