La provincia verde

                        
                   
                   Quienquiera dirá que uno escribe a ciegas, con fanatismo, influenciado por la pasión del amor que, no cabe duda, ha de sentir por las tierras, el cielo, las aguas y el paisaje de la provincia que te vio nacer. No es así. Es muy hermosa la provincia nuestra. Mucho. Hermosa y verde como un gran manto esmeralda regalado por Dios. 
No es tierra la nuestra que atraiga la atención de los turistas. Pasan, sí, por nuestras carreteras –conduciendo veloces automóviles- gentes extrañas a nosotros; españoles y extranjeros que van buscando algo que ver. Ellos pasan, apresuradamente, sin pararse a pensar que las tierras lucenses también encierran bellezas, la menor de las cuales no es, ciertamente, el eterno paisaje verde al que afecta el cambio de estaciones y que es cruzado –acá y allá- por líquidas, largas cintas ondulantes que -de día- lo reflejan todo: el árbol y el hombre; el ave y el sol. Corrientes de agua que en la noche oscura, son espejos negros sedientos de sombras. Arroyos cristalinos que en las noches de luna se deslizan, suavemente, entonando un monótono estribillo que canta alegrías de plata celeste. Pero ellos -los extraños- pasan, aprisa, porque no saben nada de esto. No saben que tenemos antiquísimos castillos, que fueron famosa fortaleza feudal, en Monforte, Villalba –la Torre del Homenaje quizá, por su forma, única en Galicia- y Ferreira de Pantón. No saben que tenemos catedrales en Lugo y Mondoñedo. Desconocen que en Villanueva de Lorenzana -aferradas al valle verdeante- pueden encontrar, en una artística iglesia centenaria, la tumba y la leyenda del Conde Santo. Que en San Martín de Mondoñedo, -no lejos de la ría de Foz- si preguntan a un hombre cualquiera, les dirá que allí estuvo, antiguamente, la capital de una diócesis y que unas crestas montañosas, no lejanas, llevan el nombre de un tal Pardo de Cela que, en el medievo, “fizose mariscal”. Ignoran que Vivero, Ribadeo, y Foz son grandes ojos lucenses abiertos al mar. Desconocen que también aquí, en la vieja y señorial Lucus Augusti, pueden contemplar milenarias, románicas murallas; y, lo que es más importante, postrarse ante un altar donde Jesús Sacramentado –expuesto día y noche- espera con amor –constantemente velado por doce de sus ministros que se turnan- una visita aunque sea apresurada.

            Quienquiera, dirá que todo esto es poco. Yo recordaré otra vez el gran manto verde que cubre la provincia y diré con Menéndez y Pelayo.

         ...”Pero hay bosques repuestos y sombríos,
         Misterioso rumor de ondas y vientos,
 Tajadas hoces y tendidos valles,
   Y, cual baño de náyades, la arena
          Más que el heleno, Tempe deleitosos,
que besa nuestro mar”


                        Y diré que la provincia verde –como una mujer bonita que espera piropos- aguarda el pincel o la música, la prosa o el verso, que sepan contar las alabanzas que merecen la historia vieja de sus hombres.