Vivía solo



Caminó despacio, por la carretera, en la noche sin  reflejos de luna. Las luces de la ciudad, que quedaban a su espalda, alargaron sobre el asfalto la sombra de su cuerpo hasta que él mismo y su sombra fueron absorbidos por la pura tiniebla que reinaba en las afueras de la urbe. Percibió distintamente el isócrono ruido de sus pasos, que semejaban el tictac lento de un péndulo cansado. Sombra entre las sombras, decidió integrarse también en el silencio y detuvo el reloj de sus pies que marcaba a taconazos los segundos, para poner en marcha a fuerza de empujones de sangre las ruedas sin eje de su cerebro, atormentado por extraños pensamientos, y que éste le recordase el motivo de hallarse allí solo, muy solo, inmóvil sobre la cima de una montaña de inquietudes indefinibles, gozando y sufriendo al mismo tiempo la sensación de la suprema soledad.
            Hasta entonces nunca había pensado en encontrarse a sí mismo ni lo había deseado siquiera. Ahora quiso estar solo por obra y gracia de un desprecio de mujer. Solo, frente a sí mismo, sin otro testigo que Dios. Buscó las sombras y el silencio para que fuesen padrinos de un duelo nunca imaginado: su alma contra su alma. De pronto, pensó que en el combate inaudito no podría haber un sujeto victorioso. La batalla que iba a disputarse no podría tener por consecuencia sino el verse convertido en un suicida moral. La muerte física no le importaba, la estaba deseando, pero su alma dando muerte a su alma era un autoasesinato espiritual. Iba a hundir en su espíritu indomable de inquieto por la Justicia, el puñal innoble de la desesperación. Discurrió que el pecho de su alma, celoso guardián de todo noble pensamiento no merecía la afrenta de verse desgarrado por un arma inicua que impulsaba la baja pasión de los celos de amor. Atenazó con las manos de la Razón la garganta viscosa del monstruo de las siete cabezas hasta que dejó de percibir el aliento caliente de la bestia. Con ella murió el odio también y entró en su alma la paz. Se dio cuenta de que había vencido. Por primera vez en su vida se había encontrado a sí mismo. Luego, rota la tensión de sus nervios, lloró mucho, frente al espejo negro de la noche, hasta que se le secaron los ojos. Después miró a las estrellas que, con su parpadeo, en un morse infinito, le hablaron de Dios.
            Sin pensar cuanto tiempo había estado parado, giró sobre sus talones y emprendió el regreso a la ciudad. Sentía en su corazón el extraño júbilo que experimenta el preso al verse en libertad. Caminando, en la oscuridad de la noche sin reflejos de luna, le parecía como si un sol nunca visto iluminara su camino y las tinieblas fuesen todas luz. En su alma ardía ahora el fuego sagrado del perdón. Estaba libre. ¡Libre…! Los Siete nada podían contra él. Ahora podía recordar sin odio, sin deseos de venganza, sin desesperación. Había logrado romper las cadenas que le mantenían atado a la mujer en todo lo que significa de Eva: pecado y tentación. Recordó la carta de la novia ingrata y sonrió, dichoso, al comprobar que el recuerdo no le causaba dolor. Repitió lentamente, en voz alta, lo que ella le escribiera y que recordaba perfectamente de memoria, tan profundo se lo grabara el ver cuanto encerraba de desprecio, de ambición y vanidad, de inconsciencia. Ella le había escrito así:
            “Adiós, poeta pobre. Quiero despedirme de ti, no tanto por lo que me duela el dejarte sin una última satisfacción cuanto por los deseos que siento de hacerte conocer que estoy muy próxima a lograr mis anhelos, por ti nunca presentidos, de verme nadar en monedas, en joyas, en billetes, en todo eso que tú jamás podrías darme, lunático vate paupérrimo.
            Tú, según los idealistas, encierras muy buenas cualidades en esa noble alma que quiso darte Dios, pero nunca podrías ofrecerme esto que siempre ambicioné: dinero, dinero a espuertas, a patadas, eso que para ti vale tan poco, inútil soñador.
            Hablas muy bien y todo lo que dices es muy bonito, precioso, interesante… para los que son y piensan como tú. Retórico y dialéctico, si no fuera un tópico gastado me atrevería a decirte que tienes un cerebro monstruo. Comprendo que eres muy inteligente, pero eres también un vencido “a priori” porque no sabes ser hipócrita y vas contra la corriente del mundo. Por añadidura eres pobre y esa en la razón máxima por la que la gente no podrá jamás perdonarte tu violenta y sublime sinceridad. No puedo resignarme a esperar que llegue la hora de tu triunfo en la vida porque estoy segura de que para entonces ya serás un viejo. Tu destino, pienso, es caer muerto sobre el primero y último de esos gloriosos laureles literarios con que tanto sueñas. Por eso te dejo. Voy a casarme con un hombre rico y a gozar, merced a sus billetes, la dulzura de los besos  de la vida cómoda aunque para ello haya de renunciar a tu ternura, a tus poemas y a tus frases bonitas. Quédate con tus musas y tus versos y no te preocupes en dedicarme un pensamiento. No me gusta que me recuerden los incapaces y tú lo eres porque no supiste triunfar. Quiero estar en las mentes de los que son algo y tú, poeta pobre, sólo eres un salivazo de Vida.
            Escuché por radio tu oratoria exaltada. Pude oír “La hora de la Chicas-taxi”, “Vae Victis” y “Perros de Presa”, lo único que pudiste lanzar a los cuatro vientos antes de que ingresaras en la cárcel. Quisiste combatir con tu palabra a un mundo que no pensaba como tú y ese mismo mundo te encerró en una celda para que predicaras a las ratas. ¡Qué ironía…! ¿No es cierto? ¡La Justicia encarcelando a un justo! Este fue un motivo más para que se derrumbara, convertida en deleznable polvo, la estatua que te había levantado en mi corazón. Yo no puedo ser la novia de un ex presidiario porque pertenezco a una familia decente, sin entrecomillar lo de “decente” como solías hacer tú. Supe que eras el penado número tantos – tango – y sé que ahora ya estás libre. Por eso te escribo estas líneas, aparte de lo que ya te dije, para que no pienses en volver a mí. He decidido olvidarlo todo: a ti, a tu poética prosa y a tu, en lo que entiendo, estupenda poesía. No lo creerás… ahora, pero algo te quería. Sin embargo, dejaré de suspirar recordando tu mirada dulce y que me llamabas “Ojos lindos”, porque mi hombre sustituirá los piropos por billetes, que son más prácticas razones. Con todo, si algún día te ves muy apurado por dinero, no vaciles en pedirme unas pesetas que no te serán negadas, pues mi futuro marido también te conoce y no deja de admirar un tanto, desde su altura de hombre rico, tu inútil e inusitado quijotismo. Adiós “Y firmaba: Esperanza.
            ¡Esperanza!... Lo último que pierden los abandonados de todo. Lo que conservan hasta el fin los impotentes de la vida… El compás de las piernas del nocturno paseante solitario se inmovilizó de nuevo marcando un extraño ángulo agudo. Apretó rabiosamente los puños y se mordió los labios con fuerza hasta que notó que algo caliente y viscoso se le juntaba en la barbilla y caía lento luego, gota a gota, sobre el piso duro de la carretera: ¡sangre!. Pareció despertar de un sueño trágico y se encontró otra vez rodeado de sobras y silencio. Había desaparecido la extraña luz que hasta allí alumbrara su camino de regreso y este descubrimiento le llenó de terror. Había querido estar solo para encontrarse a sí mismo y lo había conseguido. Creía haber triunfado y que aquella victoria momentánea sobre su propio yo equivalía a una victoria definitiva y total sobre sus pasiones y sobre la tenaz acometida de los Siete. Ahora comprobaba su error y a la angustia de sentirse estremecedoramente acariciado por las manos de hielo de la Soledad vino a sumarse la visión terrorífica y fantástica de Siete espectros descarnados que asían su alma con largas, poderosas garras huesudas, tratando de arrojarla una vez más al abismo insondable de la desesperación. Los Siete volvían contra él al conjuro de aquel nombre de mujer: ¡Esperanza!
            Se sintió débil y vencido. El solo no podía nada contra las hordas diabólicas que hablaban a su espíritu de venganza y de muerte. Entonces recordó los años lejanos en que una mujer de pelo blanco, teniéndole en sus brazos, le enseñara a rezar. Fue un impulso ciego, instintivo, subconsciente, lo que le obligó a lanzar el S.O.S. esperanzado y a asirse frenéticamente a la última y única tabla de salvación que le quedaba. ¡Cristo! –murmuró-. ¡Cristo… sálvame!
            Y el buen Dios, que sabe los miles de flores que adornan el vestido nuevo que se compran los campos todas las primaveras, acudió en su ayuda haciendo que el alma del hombre atormentado por la pasión tremenda del amor, durmiera su angustia sobre el lecho duro del asfalto, repentinamente adormecida por las voces sin eco del desmayo físico.
            Los altos y esbeltos abedules que bordeaban la carretera –firmes centinelas silenciosos- eran como gigantescos cirios apagados que velaran en la noche sombría el sueño de piedra de un muerto.

II

            La luna, tardía, ascendió trabajosamente una blanda e interminable escalera de nubes y asomó su ancha faz de niña boba a la ventana sin marcos del firmamento. Los rayos pálidos, iluminando la noche, proyectaron contra el suelo las sombras de los árboles que parecían grotescas, irreales, fantasmagóricas figuras de monstruo infrahumanos. El bulto negro e inmóvil del hombre desmayado era una sombra en relieve sobre el húmedo asfalto la  ruta: pero era una sombra viva. Encerrado en la caja de su pecho el reloj de sangre de su corazón seguía emitiendo muy tenue, muy lento, pero aún, el isócrono tictac. Y de pronto, las campanadas distantes de un reloj de torre, sonaron marcando la vuelta a la vida del abandonado, haciendo que volviese en sí despavorido. Eran como un insistente y extraño telefonazo de Dios. De aquel Dios que él, sin desearlo, había querido juzgar. De aquel Dios que él había combatido, diciendo defenderlo, al creerse y llamarse a sí mismo intachable, incorruptible, justo. De aquel Dios de quien había blasfemado al criticar sus obras, al decir que el mundo estaba mal hecho, que el hombre no era perfecto, que había seres desgraciados, enfermos, lisiados, pobres, hombres criminales y mujeres malas, jueces injustos y reyes tirano, que existían torturadores, asesinos, ladrones y víctimas, víctimas, víctimas….Con todo ello negaba la piedad, la justicia, la providencia del Creador. Y ahora, aquel Dios por él escarnecido llamaba a las puertas de su conciencia con gigantes, poderosas aldabadas de campana para que dejase penetrar a un visitante nunca recibido: el arrepentimiento. Comprendió que estaba perdonado al reconocer que no había sido otra cosa que un gran orgullo, un supremo pedante, un ciego. Comprendió que estaba perdonado al dejarse caer en brazos de la para él desconocida Humildad.
            Dejaron de sonar las campanas y el hombre caído, incorporándose, reemprendió el regreso a la ciudad, pero esta vez a paso decidido, al paso decidido de aquel que tiene prisa por llegar a su destino. Sabía ya la razón del nacimiento y de la muerte, de la alegría y la tristeza, del placer y del dolor, del principio y del fin de los vivientes y las cosas. Había encontrado la Verdad. Lo había descubierto a Él, en realidad de verdad, por vez primera y exultaba por ello, sonriendo al caminar.
            A la entrada de la ciudad había una ermita erigida en honor de la Inmaculada y el solitario entró para rezar y ofrecer a María, como regalo, lo único de valor que poseía: aquella su alma humilde que acababa de encontrar. Fue la suya una rara oración que no tendría cabida en ningún devocionario de esos que enseñan a hablar a Dios con palabras de azúcar. Fue una oración de pobre, de hambriento, de humilde publicano, de hombre que lleva en la cartera las tres virtudes teologales.
            Las cuatro beatas madrugadoras que dormitaban sus rezos sentadas en los bancos de madera de la ermita, huyeron espantadas al escuchar la oración del insensato que imploraba en voz alta, casi a gritos, el perdón para su vida pasada de pobre hombre hecho a semejanza de los otros
            Cuando lo encontraron muerto, caído de bruces ante el altar de la Virgen, nadie imaginó que esa fuera la gracia que pidiera a lo alto. El solitario había orado así:
            “Divina madre lavandera de almas: Perdóname si vengo a tu presencia con tantas manchas en el traje de mi alma y tan sucios los zapatos de mi espíritu; estas prendas que Dios me entregó para que fueran cuidadas como las telas nuevas con las que tapamos el cuerpo los domingos, días benditos, días que para ser dedicados al Señor el siglo dedica al pecado, días que nuestra generación de GRANDES dedica a la gula, a la lujuria, al dios de los beodos. Yo, ¡qué bien lo sabes, Madre!, Fui como los otros de quienes aprendí la lección sucia. Bien sabes que fui goloso, lujurioso, iracundo, rebelde; pero sabes también que la puerca envoltura de mi alma supo sufrir el hambre y la sed físicas y que mi alma, hastiada de goces turbios, buscaba la fuente aquella en la que podría beber un sorbo de Justicia. Tu Hijo habló en el Sermón de la Montaña llamando bienaventurados a los hambrientos y sedientos de justicia. Yo quisiera comer y beber en esa Casa. Quisiera ser uno de aquellos que han de ser invitados al festín. No fui malo en el fondo, Madre, bien lo sabes, y aquí me tienes hoy, a tus plantas, ofreciéndote humildemente mi alma recobrada. Ahora, Madre, si no  es tarde aún. Y si la aceptas voy a pedirte un favor: Ruega a tu Hijo –si he de volver a pecar- que un rayo de los cielos me fulmine. Ruégale que extinga de una vez el fuego fatuo de mi vida joven, tan torpe hasta el presente. No quiero seguir siendo un madero que se hunde arrastrado por la corriente del mundo en las ciénagas a donde van a parar las almas malditas de Dios. No quiero seguir siendo testigo de las acciones sucias de los hombres. No quiero seguir siendo asesino de Cristo cada minuto que señala el reloj. Pásale una tarjeta de recomendación al Verbo para que me envíe con la muerte la vida. Dile a El que…
            Cuando el coche fúnebre descargó el ataúd en el cementerio, el sepulturero hizo una pregunta tonta al chofer:
-          ¿Quién es éste?
-          No sé –le respondió-. Vivía solo.