Recluta


Era el año 1945. Febrero. El tren correo de Galicia me puso de patitas en Madrid. Fue allí –en el Madrid nunca visto- donde nos concentramos para viajar hasta Marruecos; pero ya uno era recluta y, así, Madrid fue testigo indiferente de mi primer día de milicia.

El patio del cuartel era pequeño, cuadrado, con un árbol en el centro y un grifo –buena agua, fría, saludable- en un rincón. Todos íbamos a beber en él. Yo estaba haciéndolo cuando un cabo me llamó:

-          ¡Eh, tú recluta! Ven a pelar las patatas si quieres comer.

Por primera vez en la vida me encontré pelando patatas, -montones de patatas- sentado en el suelo, humillado, en los ojos una mirada amarga y en la garganta un nudo; algo que apretaba, que dolía, que hacía toser, Caí en la cuenta de que sentía ganas de llorar.

Creía haber concluido la labor. Caminaba hacia el grifo cuando la voz del mismo cabo me obligó a girar, irritado, sobre los talones.

-          ¡Eh, recluta! Hay que lavar las sardinas aún. ¿Que pensabas?

Aquello era peor; pero se hizo también –los otros reclutas conmigo- en compañía.

Por fin terminé y busqué la sombra del árbol para esperar, tendido, la hora de comer.

Fueron quince días nunca presentidos. Una buena noche, calurosa, nos condujeron al tren, otra vez, y partimos hacia el sur. África –sueño temido y a la vez anhelado- esperaba...