El tiempo pedagogo


Modernamente nadie lo desconoce, la Pedagogía ha dejado de ser esa ciencia restringida, acotada, raquítica, dedicada en exclusiva a la educación del niño, que la etimología de la palabra parece dejar establecido que sea “ad vitan aeternam”. Hoy el pedagogo está considerado como algo más, mucho más, que un mero educador, maestro o guía de infantes. Es –idealmente por lo menos- un formador de escolares, de alumnos de Instituto, de universitarios, de mujeres y hombres; de seres normales y anormales. Se ocupa tanto del individuo como de la sociedad. Así se define ahora – a la Pedagogía-, sencillamente, como la “Ciencia y arte de la educación”.

Aclarado esto –reincido en la monomanía de justificar mis títulos, déjeseme bajar, descender, al fondo del asunto que pretendo tratar.

En el prólogo a la segunda edición de su “España Invertebrada” –octubre de 1922- Ortega y Gasset ha escrito que “Por una curiosa inversión de las potencias imaginativas, suele el español hacerse ilusiones sobre su pasado en vez de hacérselas sobre el porvenir, que sería más fecundo”. Bien. No hay nada recusable en tales afirmaciones; pero yo me pregunto: ¿Debemos por tanto olvidar que la experiencia es maestra de la vida, según reconocieron los latinos? Indiscutible es que la experiencia procede del pasado, próximo o remoto. ¿Y no es cierto que la Historia es testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad? Podría transcribir esas frases en latín –su origen- pero no quiero pasar por erudito, pues no lo soy. ¿Y qué es la Historia?: relación, relato, de hechos, sucesos, acaecidos a la Humanidad en su doble función de sujeto agente y paciente; según los casos. Ejemplo: el Diluvio; sufrido, padecido; no obra de los hombres. La Historia: hechos concretos, ciertos, reales; no leyendarios, no dudosos. Cicerón, ese gigante del habla, -“De Senectute”- dice: “Pues el juicio, la razón y el consejo está en los ancianos”. Traduzcamos “est in senibus” por “está en los antiguos”. No es que me convenga. La razón, el juicio y el consejo podrán estar en los ancianos –de hecho lo están siempre-, más nunca podrá decirse que son “viejos”. Del mismo modo que Sem Tob de Carrión –el rabí- afirma fundadamente:


Nin vale el azor menos

Porque en vil nido siga

    Nin los exemplos buenos

Porque judío los diga.


            Y es verdad. Y no presumamos tontamente –los jóvenes- de ser los mejores de entre los mejores en  pensamientos, palabras y obras. Leed lo que dice Shakespeare por boca de Porcia -la hermosa- (Escena II Acto I, de “El Mercader de Venecia”): “El cerebro puede esforzarse en dictar leyes a la sangre, pero un temperamento fogoso sabe eludir siempre una fría sentencia, y los jóvenes, verdaderos locos, saltan como liebres por encima de las redes que les tiende el buen consejo, el cual es cojo”. Efectivamente, nos falta la experiencia que dan los años. Hemos de esperar, pues, a que el Tiempo, ese furioso corcel siempre desbocado, vaya hollando profundamente, bajo su incesante galopar inmisericorde, la tierra dura de nuestra carne joven y los intransitados caminos de nuestras almas imberbes. Entonces, hagamos trampolín de los días pasados para arrojarnos a la piscina virgen del porvenir con la seguridad de no ahogarnos, salvo imprevistos calambres mentales, porque ya sabemos nadar, incluso en aguas procelosas. Estudiemos la lección que nos brinda el tiempo ido, ese admirable pedagogo, y obremos en consecuencia. No para rumiar nostalgias. Tampoco para detener ante la estatua de una hora inmóvil, por gloriosa que ella haya sido, el reloj palpitante de nuestro ímpetu constructivo. El tiempo antiguo ha de ser el arma; nosotros el proyectil disparado, lanzado fuerte, velozmente, hacia el blanco de un futuro que, por amor propio, para nosotros y para nuestros hijos, hemos de alcanzar esculpiéndolo, modelando, creándolo superior a todo lo pasado conocido o por conocer. Pero recordando siempre la enseñanza del tiempo anciano, ese altruista pedagogo.