La herencia


El hombre, por cosas de la vida, dejó el empleo que tenía en el pueblo y se fue a trabajar a la ciudad. A cien kilómetros, más o menos, de su casa, de su mujer de sus siete niños. Venía todos los meses, cuando cobraba, casi siempre el día dos, a entregar a la mujer lo que sobraba del sueldo, incluidos los puntos, después de haber pagado a la patrona. La mujer contaba el dinero un par de veces, movía la cabeza de un lado a otro para expresar su disgusto, porque siempre era poco, y luego devolvía, muy seria, trescientas cincuenta pesetas a su hombre: “Tanto para tabaco –los hombres necesitan echar un pitillo-; tanto para cuchillas de afeitar  -los hombres barbudos dan asco-; tanto para el viaje y el resto por si tienes algún compromiso. Pero cuidado ¿eh?, cuidado, mira bien por los cuartos, no gastes una perra sin necesidad; piensa que tienes siete hijos. “El hombre cogía los setenta duros, se los metía con rabia en el bolsillo del pantalón, invariablemente en el bolsillo derecho, y¡ hala!, a cenar lo que hubiera. Al día siguiente, por la mañana, se iba: “Adiós, hasta el mes que viene”. No besaba a nadie, Ni a la mujer ni a los niños. A nadie. Decía adiós, sencillamente, y se iba.

            ¡Ay, la perra vida! –suspiraba la mujer al quedarse sola con los niños. Y gracias que mi hombre puede venir una vez al mes –pensaba. A ver a su familia. Y luego, venga, a lo suyo, a trabajar como una negra en casa, a volverse amarilla cosiendo para los vecinos, que pagaban mal y tarde, y a mal comer pequeños y grandes porque hay que ver lo largo que es un mes, para los pobres, y lo poco que saben ganar algunos hombres. De vestir ni hablar: “Cada uno anda como puede. ¿Para qué se casarán los pobres, Señor, para qué se casarán los pobres?”. La mujer se ensimismaba y los niños, los siete, exhibían una sonrisa indecisa que más bien tiraba a triste.


II


            El viejo había sido toda su vida un buen camastrón. Mientras estuvo fuerte y fue capaz de conducir la “rubia”de su propiedad, venga vino, julepe, mujeres y buena mesa. A la sobrina pobre que la parta un rayo. Que no se casara con ese mangante que no sabe más que trabajar, ganar poco, hacer hijos y vivir miserablemente. Para eso él, que se había casado con una mujer vieja y rica que no le dejó hijos pero testó a su favor. Para eso él, que había sabido ganar, y derrochar, montones de duros, y se las había compuesto para “pegársela” a su esposa un día sí y otro no, incluso cuando ella enfermó gravemente y él se aprovechaba de su quinta querida manoseándola a los pies de la cama de la enferma. Lo de menos era que la vieja hubiera muerto solitaria, sentada en un sillón, gritando por él. El caso era haber vivido, vivir, y seguir viviendo bien. Listo que era el nene. Y la prueba estaba en que ahora, paralítico de cintura para abajo a causa de un derrame cerebral, era llegado el momento de llamar a la sobrina pobre –las ricas no hubieran hecho caso alguno- para que le limpiara la cama, la baba y otras cosas. Lo dicho: listo que era el nene. Y total, a cambio, lo poco que restaba de la herencia de aquella vieja tonta que había creído en sus mentiras: veinte mil duros, aproximadamente, en tierras, nada de dinero, y una casa en ruinas. Poca cosa, ya se sabe, pero lo suficiente para que una madre pobre con siete hijos que mantener se vea obligada a oler toda la mierda que suelta un podrido viejo paralítico.



III


-          Mamá está en la aldea de su padrino –dijo el niño a ver llegar a su padre. Y dice que vayas tú allá, que se está muriendo el viejo y habrá que arreglar las cosas.

-          ¡Pero, bueno! –saltó el hombre-. ¿Y quién os hace la comida? ¿Quién cuida de vosotros?

-          La comida y la cena nos la hace Chelo, la vecina. Y las camas y barrer lo hace Nita. También hace el desayuno –recalcó el niño.

El niño tenía nueve años y la niña diez. La niña se llamaba Nita y llegaba en aquel momento arrastrando dos cubos llenos de agua casi tan grandes como ella, uno en cada mano.Los otros cuatro niños, más pequeños, jugaban con una pelota deshinchada a la puerta de casa. El benjamín –un año- estaba sentado en la cuna, en la cocina, todo sucio, acabando de romper un libro viejo.

-          Esto no puede ser, Nita, -dijo el hombre a la niña-. O tu madre trae al viejo, si es que no muere pronto, o el viejo os soporta a su lado, Pero esto de estar vosotros solos y la vida en manos de los vecinos, ni hablar. No lo consiento. Ahora mismo salgo para la aldea. Que siga Chelo haciéndoos la comida hasta que yo vuelva con tu madre y con viejo o sin él. Toma ese dinero.

-          Bueno –contestó la niña-. Por los niños no te preocupes. Los cuido yo.

-          Ya, ya –rezongó el padre-. De todos modos esto lo arreglo yo en menos que canta un gallo. Sólo faltaba que permitiera el abandono de mis hijos por culpa de un viejo cabrón que mientras estuvo sano no se acordó de nosotros para nada. ¡Maldita miseria!


IV


     El coche de línea paró ante una taberna y el hombre descendió de él. Un momento, indeciso, miró a derecha e izquierda y luego entró, decidido, en el establecimiento.

-          ¡Buenas tardes! –dijo.

-          ¡Nos dé Dios! –respondió la tabernera, una vieja enlutada, que estaba charlando con un cliente.

-          ¿Puede decirme dónde es la casa de ese viejo que está muriendo? –preguntó el hombre-. Es que ahí está mi mujer ¿Sabe? Una forastera.

-          Ya sé, ya –contestó la vieja-. Mire: siga la carretera, todo abajo, y la tercera casa, a la izquierda, después de la primera curva, ahí es.

-          Bien. Muchas gracias y adiós –dijo el hombre.

-          Adiós y que no sea nada –le despidió la tabernera.

El hombre llegó ante la casa. Vio la puerta abierta y entró, sin llamar, directamente a una cocina oscura y cochambrosa. No había nadie. Al fondo de la cocina, abierta también, una puerta carcomida dejaba ver el arranque de unas escaleras. Al llegar arriba, al final de un corto pasillo, igualmente abierta de par en par, la puerta de una habitación le permitió ver a su mujer inclinada sobre algo. La mujer, al oír pasos, se volvió, irguiéndose, y medio sonrió al ver a su marido.

-          ¡Hola! –dijo.

-          ¡Hola! –contestó él, entrando en la habitación y viendo ya al viejo, tendido en un camastro-. ¿Cómo está?

-          Se recuperará –murmuró la mujer.- El médico dice que de ésta no muere. Es duro de pelar.

-          Bueno –replicó el hombre. Muera o viva, el caso es que los niños no pueden estar abandonados. O te vienes conmigo, con viejo o sin él, o traes a los niños para aquí.

-          Claro. Tienes razón –asintió la mujer-. Pues lo mejor es que vuelvas a casa y los traigas. El no dirá nada. Está de acuerdo con todo lo que yo haga y ya me dijo que en cuanto mejore me hará testamento de lo que tiene.

-          ¡Ya, ya! –exclamó el hombre. Y se quedó mirando al viejo, un rato largo, pensativamente.

El viejo dormitaba y, de vez en cuando, dejaba escapar un quejido.


V


-          Señor Pérez –dijo el hombre al Jefe de Personal.- Necesito ocho días de permiso para asuntos particulares.

-          Esta bien –contestó el señor Pérez-. Pero sin sueldo ¿eh? Sin sueldo.

-          Sí, señor Pérez, sin sueldo –respondió el hombre-. Estamos de acuerdo en que el que no trabaja no debe cobrar, aunque es verdad que hasta los que no trabajan necesitan comer.

-          El reglamento, querido, el reglamento –farfulló el señor Pérez.

-          Ya. ¡El Reglamento! –masticó el hombre la palabra. Y se fue, rápido, a coger el coche de línea.

Cuando llegó a la aldea corría el sexto mes de la enfermedad del viejo. Este continuaba encamado y paralítico de cintura abajo, pero en plena posesión de sus facultades mentales.

-          Aquí me tienes –fue el saludo del hombre a su mujer-. ¿Qué es lo que pasa ahora?

-          El viejo razona, pero está muy mal –contestó ella-. Tiene complicaciones al corazón y me dijo el médico que no lo dejara solo ni un momento porque podría quedarse como un pajarito. Por eso te escribí para que vinieras pronto, si podías. Es necesaria tu firma.

-          Pero ya hizo testamento ¿no? –inquirió el hombre.

-          Sí, el testamento ya está hecho –afirmó la mujer.- Pero ahora se trata de que me haga venta. Una venta falsa ¿Sabes?, y así no tendremos que pagar tanto de derechos el día de mañana. Si el viejo nos vende, a ti o a mí, ahorraremos bastante y sí no, el Estado se queda con casi todo. Eso me dicen los vecinos.

-          ¿Y él que dice? –preguntó el hombre.

-          Nada. El no dice nada. Ahora es como un niño pequeño y hará cuanto yo le mande.

-          Pero bueno –insistió el hombre-. ¿Y quién paga los gastos de escritura?

-          Eso no es problema, hombre, -afirmó ella-. Hay quien me deje lo necesario.

-          ¡Ya!. No hay como ser heredero para que le ofrezcan a uno cuartos. Y supongo que tú piensas que estas haciendo un gran negocio ¿no?

-          Hombre, no –respondió la mujer.- Pero menos es nada. Y si el día de mañana le queda algo a los niños... Ya ves. Son siete.

-          Sí, es verdad –reflexionó el hombre.- Son siete. Siete pecados capitales.

-          Bueno, voy a ver al viejo para concretar lo de esa venta que no tiene nada de falsa, en justicia, pues nada te paga por sacarle la mierda de encima. Y además hay que mantenerlo.

-          Calla, hombre, calla –atajó la mujer-. Aún no sabemos como nos veremos nosotros.      Y al fin y al cabo es hermano de mi padre.

-          ¡Pues que venga tu padre a limpiarlo! –se indignó él.

-           Bien. Dejemos eso –zanjó la cuestión la mujer-. Vete a verlo y háblale. Y no le    digas cosas duras. Ahora llora por menos de nada. Es como un niño.

El hombre subió, despacio, las sombrías escaleras y se introdujo en la habitación del viejo. La mujer, en la cocina, se detenía de vez en cuando en su faena de fregar platos y, aguzando el oído, escuchaba atentamente. Fuera, los seis hijos, todos sucios de tierra, corrían alegremente, bajo el sol, jugando a policías y ladrones. El benjamín, en su cuna, rompía un libro viejo.


VI


-          ¡Buenos días! –saludó el notario.- ¿Cómo está ese enfermo?

-          Pues...regular, señor notario, -respondió el hombre-. Se trata, como sabe  que haga venta a mi mujer de las pocas tierras que tiene, a fin de que podamos ahorrar algo de derechos. Ya sabe usted, no somos ricos y tenemos siete hijos, Si algo queda, al final, por lo menos que quede libre, si es que no se lo come él antes. En cuanto a la casa y al terreno adyacente será mejor dejarlo en el testamento, creo yo, por si alguien quisiera salir al retracto. Uno nunca sabe y un techo es un techo.

-          Bien, bien. Me parece bien –dijo el notario-. Bueno, vamos allá.

El hombre y la mujer subieron, acompañando al notario, hasta la habitación del viejo.

-          ¿Cómo va eso, hombre? –preguntó el notario al viejo.

-          Regular, señor, regular. Aquí llevo tumbado seis meses –contestó el viejo.

-          Bueno. Nunca hay que perder la esperanza –dijo el notario por decir algo- Y, vamos a ver, ¿está usted conforme con vender a su sobrina?

-          Sí, señor. Lo que ella diga –respondió el viejo.

El notario procedió a leer la escritura de venta y el viejo escuchó, con los ojos    cerrados, diciendo de vez en cuando con voz temblorosa: “Está bien”. “Está bien”.

-          ¿Puede usted firmar?- requirió el notario al paralítico.

-            Mal será –contestó el viejo.

Trabajosamente, haciendo unas letras enormes, el enfermo, al que hubo que sentar en la cama, estampó su firma al pie del documento que el notario le presentó sobre una carpeta.

-                Ahora ustedes. Aquí y aquí –ordenó el notario.

La mujer y el hombre firmaron también en los lugares señalados.

-              ¿Cuánto debemos, señor notario? –al hombre le temblaba la voz-.

-                Déme cuatro mil pesetas y pague el taxi –contestó el notario.

El hombre metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón, en el bolsillo de los setenta duros, y entregó cuatro mil pesetas de las cinco mil que tenía preparadas, por si acaso, procedentes de un préstamo. Luego salió, acompañando al notario, y pagó veinte duros al taxista. Lo últimos veinte duros que tenía sueltos.

-          Adiós, buenos días –se despidió el notario.- Ya le avisarán cuando esté todo listo.  No se preocupe.

-          Bien, señor notario –dijo el hombre-. No me preocuparé.

-          ¡Cuatro mil pesetas! –exclamó la mujer llevándose las manos a la cabeza al ver regresar a su marido. ¡Cuatro mil pesetas! –repitió-. Y se echó a llorar.


VII


            Durante un par de días, aprovechando los ocho de permiso, el hombre se dedicó a recorrer furtivamente, como un ladrón, la casa del viejo. Revolvió cajones, examinó pringosos papeles amarillentos, abrió y cerró las puertas de antiguos armarios derruidos. No sabía muy bien lo que buscaba, pero no encontró nada. Nada interesante. Nada que valiera un pimiento. Polvo, polilla, cochambre. Eso era todo. Y bastante hacía la mujer con atender al viejo y a los siete hijos. Al fin, cuando menos lo esperaba, en el cajón de una destartalada mesita de noche, hizo un descubrimiento sensacional y totalmente imprevisto: una pistola, con su funda, muy bien engrasada el arma, muy limpia, muy cuidada, y dos cargadores, uno de ellos incompleto, once balas en total.

-          ¡Vaya, vaya, con el viejo! –el hombre silbó-. Parece que tenía miedo de algo o de alguien. ¡Quién lo iba a pensar!

Y bajó a ver a su mujer.

-          Fíjate en lo que encontré –le dijo al llegar a la cocina-. Está a punto de caramelo para ser usada. A lo mejor, un día, nos sirve para algo. Hay once balas en total y somos nueve, sin contar al viejo. Apuntando bien y de cerca aún sobran dos, o una, si lo cuentas a él.

-          No digas tonterías y guarda eso. No quiero ni verlo –le reprochó la mujer-. Escóndelo donde no puedan encontrarlo los niños.Y aún sería mejor que lo tiraras al río.

-          Nada de eso –respondió el hombre.- Esta pistola forma parte de la herencia y hay que conservarla como recuerdo de familia. A lo mejor aún sirve para algo. ¿Quién sabe?


VIII


-          Señor Pérez –dijo el hombre nuevamente al Jefe de Personal-. Necesito otros ocho días de permiso. Sin sueldo, claro está.

-          ¡Pero, hombre; Pero hombre...! –se lamentó el señor Pérez-. ¿Qué le pasa ahora?

-          No me pasa nada –replicó el hombre-. Lea eso, haga el favor.

El señor Pérez cogió el impreso que se le tendía y leyó: “En virtud de providencia dictada en este día por el Sr. Juez de Paz de este término, a continuación de la demanda, de la que es copia la adjunta, se cita a V. para que el día diez del corriente, a las doce horas, comparezca en la Sala Audiencia de este Juzgado para celebrar el Acto de Conciliación a que se refiere dicha demanda, advirtiéndole que debe asistir acompañado de un hombre bueno y apercibido que de no comparecer, por sí o por representante legal, ni justificar causa legítima que lo impida, se dará el acto por intentado sin efecto condenándolo en las costas, según preceptúa el Art. 469 de la Ley de Enjuiciamiento Civil.”

El señor Pérez leyó también la demanda adjunta y, como realmente no era mala persona, dijo:

-          ¡Vaya! Se le presenta a usted un mal negocio. Márchese cuanto antes y tome los días necesarios. Ya procuraré yo arreglar las cosas para que, esta vez cobre usted los días de ausencia.

-          Gracias, señor Pérez –carraspeó el hombre.- Y salió rápidamente a coger el coche de línea.


IX


-          ¡Menudo lío tenemos organizado! –ladró el hombre en cuanto se encontró con su mujer-. De modo que el tipo ese sale al retracto y se lleva una finca que vale cinco mil duros por cinco mil pesetas ¿no?

-          Así es –asintió la mujer, que tenía los ojos como puños, hinchados de llorar

-          ¿Y no hay arreglo? ¿O es que piensas arreglarlo llorando?

-          No, no hay arreglo –afirmó ella-. Ya fui al abogado y la Ley se lo da. Tiene derecho a quedarse con la finca. No es moral, pero es legal.

-          ¿Y quién es el tipo que sale a retracto? –inquirió el hombre.

-          Un colindante, de los tres que tiene esa finca. Un desalmado. Un ladrón. Fíjate cuantos trabajos llevo pasados con el viejo y ahora viene un desgraciado sin conciencia a llevarse esa finca de rositas.

-          Bueno, bueno –atajó el hombre-. De rositas aún no se sabe. Algo se podrá hacer, creo yo, y sí no, mala pata, haber hecho las cosas bien.

-          ¡No! –sollozó la mujer-. No se puede hacer nada, nada, Se la lleva. Se la lleva por cinco mil pesetas. Es lo que se puso en la escritura. Se lleva lo mejor que tenemos. ¡Lo mejor! ¡Y yo que quería plantar árboles y que quedasen ahí, para los niños, por si lo necesitan el día de mañana!

-          El de mañana y el de hoy –dijo el hombre-. ¡Pues sí que estamos aventajados! Ya me olía a mí a chamusquina la herencia esta, no sé por qué. Bueno, dame algo de comer y el día diez ya veremos que pasa. ¿Y cómo sigue el viejo? Yo no quiero ni verlo.

-          Cada día peor. Te digo que se pone perdido dos y tres veces al día. Y yo, venga, a limpiar. Todo para que luego salga un bandido  al paso y  me arruine.

-          Eso es lo que vas a ganar, malos olores –sentenció el hombre.- Al final saldrás sin plumas y cacareando. ¡Maldito viejo, maldita herencia y malditos canallas que no hacen más que robar a los pobres! ¡Y presumen de cristianos!

La mujer, esta vez, guardó silencio. Hurgó en una gran lata de conservas y sacó un par de chorizos. El hombre, también en silencio, meditabundo se puso a comer chorizo y pan.


X


-          ¿Usted es el esposo de la demandada? –preguntó el secretario del Juzgado

-          Sí, señor, el mismo –respondió el hombre.

-          Pues aquí tiene el demandante y ahora a ver si se ponen de acuerdo y podemos celebrar el acto CON AVENENCIA.

-          Creo que no será posible, señor, -contestó el hombre. Yo no me pongo de acuerdo con atracadores.

Después, muy tranquilo, frío, inexorable, metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón, en el bolsillo de los setenta duros, sacó la pistola que formaba parte de la herencia de su mujer y disparó sobre el demandante.

-          Uno...dos...tres... –fue contando-. Un tiro por cada diez áreas de terreno.

-          Dijo al final, mirando al hombre tumbado-. Y ahora, señor secretario, ya puede llamar a la Guardia Civil

Volvió a guardar la pistola y, encendiendo un pitillo, se puso a fumar.