Los que escribimos


         Pensar, interpretar lo pensado y traducirlo en palabras es la gran tragedia de los que escribimos. El hombre corriente difícilmente puede imaginarse todo el angustioso dolor que se siente Al concebir ideas nuevas, o al tratar de concebirlas solamente, y cuanto sufrimiento cuesta, luego, el darlas a luz de forma comprensible. Un puño cerrado; un poderoso puño de titán que trata de abrirse a toda costa para salir, aún a trueque de romperla, de esa pequeña jaula para seres intangibles que es el cerebro humano; nuestro cerebro; el torturado cerebro de los que escribimos. El efecto es parecido. Y duele. Por eso nunca he podido comprender al hombre común –a los hombres diferentes en algo podemos llamarlos “hombres propios”- cuando, si se trata de definir a alguno de nosotros en particular, dice simplemente, sin concedernos la menor importancia, en tono despectivo: “Ese es uno a quien le da por escribir”. Y hay que pararse a meditar profundamente en ese “a quien le da”, por todo lo que significa de menosprecio; aunque esas mismas palabras, implícitamente, vengan a convenir en que somos diferentes de alguna manera, ya se estime que estamos por encima o por debajo de los otros, de los que no conciben que pueda haber cerebros de hombres que se dediquen a pensar por el mero placer doloroso de hacerlo.

 

            Cierto es que los que escribimos somos raros –en ese sentido y en el que equivale a decir pocos- en comparación con la gran masa literariamente acéfala; pero el hecho de ser minoría no implica qué, por ello, seamos merecedores del desprecio, o indiferencia, de los innumerables -¿se me perdonará que los exprese así?- “cabezas prácticas”, ya que la misma realidad de nuestra existencia –ser esto o lo otro es posible únicamente por contraste- hace posible la suya. Y es que nosotros somos lo contrario, es decir, idealistas, soñadores; en una palabra: distintos. Vivimos sueños y soñamos vidas inimaginables para los hombres corrientes y molientes. ¿Queréis saber, de verdad, como somos? Leed “El pájaro azul”, de Rubén Darío.Garcín –el principal personaje del cuento- nos retrata de cuerpo entero, y alma, a los que escribimos. Pero, si cabe, aún mejor lo hace Edgar A. Poe, aquél escritor de concepciones fantásticas, en su poema “Solo”. Leed; leed:

   Desde las horas de mi infancia

yo nunca fui como los otros;

    no vi jamás como otros vieron,

ni adoré ni odié como todos.

 

            Esto, que puede parecer presunción, ansía de distanciarse o diferenciarse significa todo lo contrario. Supone, para el que escribe, el angustioso reconocimiento de que no le es dado vivir la vida normal, la plácida vida incolora del hombre común. Pero seguid leyendo, todavía:

  En la fuente común yo nunca

  bebí mis penas ni mis gozos;

y soñé siempre sueños míos

  y cuanto amé lo amé yo solo.

 

            Un amor distinto. Un dolor diferente. Amar más. Sufrir más. ¡Ah, cuántas veces uno ha deseado ser como los otros sin poder conseguirlo! Y es que los que escriben tienen una estrella para cada uno y los demás tienen una sola para todos. Y se sienten cerca. Y se ayudan y apoyan unos a otros. Pero el que escribe está solo, trágicamente solo, y su estrella aislada le impone un destino irrenunciable y él, únicamente él, ha de dar luz, calor y vida a su sol solitario y exigente. Si se duerme, la estrella se apaga, Si se muere, su sol desaparece y solo brilla mientras la lucecita del cerebro despierto titila.

            Entre tanto, los innumerables ven alumbrar, indiferentes, nuestros astros porque el suyo está encendido siempre a fuerza de constantes relevos. Para nosotros nació la incomprensión, esa feroz tortura inmaterial que atormenta a las mentes que pretenden ser águilas.

            No he tratado de hacer, no, una apología de los escritores, entre los cuales, inmodestamente, me incluyo yo. Simplemente he deseado poner de relieve que merecemos otra atención, en gracia al amor y al dolor con que tratamos de concebir ideas nuevas, originales, bonitas, que ofrecer a los que –quizás por ese mismo –nos definen despectivamente como “los que escribimos”. Por otra parte, nuestra única ambición es –también lo ha dicho Rubén- alcanzar el viejo laurel verde.